30 junio 2015
Los partidos
nacionales en Euskadi
Nicolás Redondo Terreros
Las formaciones constitucionalistas
en el País Vasco deben adaptarse a la nueva realidad post ETA; y tal vez sea
conveniente ahora para los intereses de los demócratas pensar en otra política
penitenciaria
Refelxionar sobre la política vasca aplicando la
razón, que siempre es bienvenida en otros ámbitos del espacio público, no es
recomendable. Allí todo está comprometido por las consecuencias del terrorismo
de ETA, y es más sencillo optar por un posicionamiento moral o sentimental que
emplear el frío instrumento de la razón para restañar las profundas heridas
provocadas por las acciones terroristas.
Uno de los aspectos que certifican la complejidad de
este tipo de violencia criminal es que las consecuencias perviven después de
desaparecida la organización terrorista; el final es confuso y los que han
ganado se pueden sentir frustrados por los resultados finales y los perdedores
pueden sentirse vencedores al sentirse respaldados en las urnas por sus
partidarios. Sin embargo, para mí la prueba más incontestable de la derrota de
ETA es su presencia en las instituciones sin que hayan conseguido ninguna de
sus pretensiones políticas. Han amenazado, extorsionado, secuestrado y
asesinado por la autodeterminación de Euskal Herria –la unión del País Vasco
Francés, Euskadi y Navarra– y por la amnistía de los presos de la banda; no han
conseguido modificar el Estatuto de Gernika, ni la Constitución del 78,
ni la integración de Navarra, ni la salida de sus presos en alegre romería,
como héroes y sin su expediente carcelario.
En conclusión, después de tantos años de bombas y
tiros, después de tantos y tantos muertos, no han conseguido nada de nada. Y
justamente esa derrota, el convencimiento de que no habían ni iban a conseguir
ninguno de esos objetivos, fue lo que les impulsó en su momento a experimentar
la vía institucional. Sólo la mala voluntad, la estupidez o el comprensible
dolor de las víctimas no puede entender esta realidad inapelable: los cuatro
años que han ostentado la
Alcaldía de San Sebastián y la Diputación Foral
de Guipúzcoa, o su entronización en la corporación pamplonica en esta recién
estrenada legislatura, son verdaderos e innegables símbolos de su derrota y de
nuestra victoria.
El problema fundamental es que el dolor provocado
por la banda, la frustración por no ser testigos de un final limpio y
quirúrgico, nos impide ver con claridad que los objetivos de una sociedad como
la vasca, que ha sufrido durante más de 40 años la acción terrorista, no son
los mismos mientras se combate a la banda que los que se definen desde una
perspectiva constructiva, una vez derrotada la organización terrorista. Si
durante el tiempo que la banda provocaba un centenar de muertos cada año el
objetivo era defender la libertad y, por lo tanto, el Estado de Derecho que la
garantiza, además de intentar por la vía policial limitar su capacidad de
acción y, así, el numero de víctimas, hoy, una vez derrotada la organización,
asegurada la libertad y sin peligro de incrementar el número de víctimas, el
objetivo es enfrentarse a las consecuencias sociales, culturales y políticas
que han provocado sus acciones criminales. Aquí reside justamente la diferencia
entre defenderse y tomar la iniciativa, entre utilizar el legítimo recurso de
la fuerza del Estado para defendernos y vernos obligados a utilizar las
palabras, las ideas y la política como únicas herramientas para la defensa de
las diversas posiciones que integran el amplio bando de los que combatimos a
ETA.
Como siempre, la solución de un problema nos plantea
otros en ocasiones más complejos, y esa dificultad de enfrentarnos a los nuevos
retos es la que lleva a los partidos nacionales a ser menos útiles ahora de lo
que lo eran tiempo atrás y a pagarlo rozando la intrascendencia electoral. La
defensa de los principios sirvió durante la larga lucha contra el terrorismo y,
si no fue recompensada suficientemente en las urnas, no me cabe duda que
servirá en el futuro para redimir a una sociedad que no estuvo a la altura de
las circunstancias, como sucedió en Francia con una Resistencia minoritaria,
que permitió salvar el honor republicano después de la derrota y de los
gobiernos de Vichy. Pero una vez conseguida la victoria los principios tienen
que inspirar políticas útiles para una sociedad que quiere olvidar. Sé que
muchos están en contra del olvido, pero la evolución individual y colectiva de
los hombres y las sociedades depende por igual de la memoria y de la capacidad
de olvido, y esa contradicción que se ha planteado angustiosamente siempre en
casos como el nuestro entre memoria y olvido, sólo es posible solucionarla en
el amplio espacio de la
Historia. Soy más partidario de la Historia que de la
memoria, siempre subjetiva, intensa y de corto alcance.
Los partidos nacionales se han movido estos últimos
años entre la exhibición de los principios y las nuevas conveniencias, entre la
necesidad de hacer el relato histórico que corresponde a un periodo negro de
nuestro recientísimo pasado y su pérdida de influencia. Pero que sean capaces
de adaptarse a esta nueva realidad post-ETA es imprescindible para que tengamos
confianza en un futuro mejor, más armónico y más integrado para la sociedad
vasca. Para ello, debemos desprejuiciarnos y enfrentar los problemas y las
ideas contrarias a las nuestras con nuestras ideas, como bien decía Constant: “Descartar
por desdén o reprimir por violencia las opiniones juzgadas peligrosas no es más
que suspender momentáneamente sus consecuencias presentes y reforzar su
influencia venidera”.
Así, debemos evitar vernos envueltos en la dinámica
envolvente que siempre provoca el terrorismo y que todavía perdura en la
política española; los extremos no sólo se tocan, habitualmente uno suele
seguir al que lo provoca, por suerte en nuestra lucha contra ETA esto sólo ha
ocurrido infrecuentemente. Y eso es precisamente lo que debemos evitar con la
razón en la búsqueda de lo más conveniente para la sociedad vasca hoy, y que
pasa desde luego no tanto por recordar a las víctimas –el recuerdo es efímero y
termina en el espacio sentimental de los más próximos– como por integrarlas en
sus justas dimensiones en la
Historia de España, y muy principalmente en la del País
Vasco.
Un ejemplo de la desorientación que sufrimos es la
contestación de casi todos a las desafortunadas declaraciones de Pablo
Iglesias, que demuestra con la misma intensidad su ignorancia sobre la realidad
vasca y su dudosa catadura moral. Todos a una han ido contra el personaje,
habituado a decir lo que su interlocutor quiere oír, pero una cosa sí es
cierta: no se ha planteado una reflexión sobre la política de dispersión de los
presos etarras. Cuando el gabinete socialista de Felipe González tomó esta
decisión, con el beneplácito de todos los partidos, también del PNV, ETA era
una organización terrorista poderosa que asesinaba a más de 100 personas cada
año y su larga mano se extendía con la misma eficacia por las cárceles y por
las familias de los presos etarras; no había duda de lo que había que hacer y
se hizo.
Ahora, sin recurrir a la misericordia, ni a ningún
sentimiento que sólo nos dignifica si no nos equivocamos, es posible pensar que
otra política penitenciaria no sólo es viable, sino conveniente para los
intereses de los demócratas. ¿No sería la aplicación de otra política
penitenciaria la clave necesaria para quitarles una bandera que sigue teniendo
éxito entre sus bases y que, por lo tanto, les obligaría a dar pasos hacia lo
que queremos en este momento: su desarme total y definitivo? No digo que deba
ser inevitablemente esa política penitenciaria, pero sí digo que es necesario mirar
esta nueva realidad con ojos distintos y los encargados de hacerlo son los
partidos nacionales, sin que esto suponga de modo alguno despreciar a las
víctimas del terrorismo.
Sé que unos meses antes de una campaña electoral
hacer una reflexión de este calibre, sólo dictada por lo más conveniente para
la sociedad a largo plazo, no es oportuno en términos electorales, pero si no
tienen la valentía de hacerlo en estos momentos, guárdense la reflexión crítica
para momentos más tranquilos y menos apasionados. El dilema se encuentra en
hacer la reflexión en tiempo pertinente o que la inacción nos arrastre a
situaciones no queridas; y si en esta disyuntiva nos equivocamos los primeros
perjudicados serán las expresiones políticas constitucionalistas, que queriendo
salvaguardar a las víctimas no podrán conseguir derrotar, en el ámbito de la
política, las causas que las convirtieron en víctimas.