30 abril 2025 (28.04.25)
Socializaron
el terror y ahora la desmemoria
Raúl
López Romo es historiador y responsable de educación y exposiciones del Centro
Memorial de las Víctimas del Terrorismo.
Hace
30 años ETA y la izquierda abertzale pusieron en marcha al unísono su última
táctica para intentar imponerse mediante el recurso a la violencia sistemática.
Lo conocemos como la «socialización del sufrimiento», aunque la fórmula admitía
diversas variantes que vienen a significar lo mismo. «Extender» o «repartir» el
dolor son intenciones que aparecen explícitamente desde mediados de los 90 en
comunicados y declaraciones en su prensa afín. Veamos algunos ejemplos: «Hasta
ahora solo hemos sufrido nosotros, pero están viendo que el sufrimiento
comienza a repartirse» o «nos va a tocar sufrir, pero ese sufrimiento lo vamos
a compartir con ellos» (Joxe Mari Olarra); «Esta situación de violencia algunos
la estamos viviendo y sufriéndola hace años; a otros les está tocando vivirla
más de cerca ahora» (Tasio Erkizia); «¿Cuál es la solución? Socializar las
consecuencias de la lucha» (Joseba Álvarez); «O se soluciona el conflicto o se
agudiza» (carta dirigida al PNV por militantes del abertzalismo radical). La propia
ETA advirtió tras matar a Gregorio Ordóñez: «Los políticos profesionales han
entendido que las consecuencias de la prolongación del contencioso afectarán a
todos». Era una manera de decir que o nos dais lo que queremos
(autodeterminación, amnistía, independencia) o vamos a ser muy malos porque en
el fondo vosotros sois peores.
Documentar
todo esto es imprescindible porque tiende a diluirse con el tiempo. No se trata
de vivir anclados al pasado, no podemos fustigarnos constantemente con él, pero
mientras no hagan una autocrítica profunda y sincera, no solo por lo que hacían
los comandos de ETA, sino también por las miserables afirmaciones y actos de
muchos simpatizantes a su alrededor, habrá que afeárselo constantemente.
Cuando
intentamos explicar por qué acabaron así, lo hacemos mediante metáforas como el
«cartucho final» o una «huida hacia adelante». La violencia deshumaniza al que
la practica. El Pacto de Ajuria Enea (1988) había mostrado la soledad política
de Herri Batasuna (HB), aislada en su maximalismo, que la persuadía de estar en
guerra con el Estado. La detención de la cúpula de ETA en Bidart (1992) fue un
golpe operativo mayúsculo. La campaña pacifista del lazo azul por la libertad
de los secuestrados (1993) comenzó a disputar su control del espacio público.
Los demócratas interpretaban estos hechos como hitos del debilitamiento
progresivo del entramado que sostenía al terror. Pero, en su lógica
desquiciada, para el mundo radical significaba un aumento de la represión. Así
que, pensaron, si el otro nos golpea duro, no vamos a ser menos: responderemos
proporcionalmente.
Con
esos mimbres, sintiéndose las auténticas víctimas, se lanzaron en una escalada
inédita a asesinar a políticos del PP, y enseguida del PSOE y de UPN; a cometer
miles de actos de violencia callejera; a acosar al conjunto del
constitucionalismo vasco y navarro, incluyendo sus líderes intelectuales; a
poner en el punto de mira a jueces, funcionarios de prisiones, ertzainas; a
quemar batzokis... Además de continuar su espiral homicida contra sus objetivos
de siempre, incluyendo guardias civiles, policías nacionales y militares.
«Todos los terroristas del mundo creen ser contraterroristas que se limitan a
replicar a un terror anterior», explicó Tzvetan Todorov en El miedo a los
bárbaros. Cuando te convences de que es el otro el que te odia y machaca, te
preparas para hacer exactamente eso. Hoy lo vemos en diferentes partes del
mundo, empezando por Rusia.
Recordarlo
hoy es importante por varios motivos. Primero, porque hace nada una parte de
nuestros conciudadanos carecía de libertad, arrebatada ante la indiferencia de
muchos. Si ocurrió hace poco, no cabe negar que podría volver a pasar; quizás
no un calco, quizás con otros protagonistas, pero sí con consecuencias
parecidas. Ojalá la historia fuera magistra vitae, pero nunca aprendemos la
lección.
Segundo,
tiende a ignorarse la matriz totalitaria que hay detrás de ciertos
comportamientos. Izquierdas y derechas debieran denunciar con especial ahínco,
sin sectarismos, los desmanes cometidos por extremistas en su nombre, en vez de
relativizarlos y fijarse en los de enfrente. No fue cosa de algunos
descarriados que fueron demasiado lejos. Miles de personas estuvieron
implicadas en cometer, sostener y justificar todo tipo de salvajadas contra sus
vecinos, a los que, de forma premeditada y coordinada, procuraron expulsar del
país. «Zamarreño, estás muerto», le gritaban desde los balcones y en llamadas
amenazantes al honrado concejal del PP en Rentería Manuel Zamarreño. Él,
indefenso, lo sabía. A su perro, según su hija Naiara, le decía: «Qué poco le
queda a tu dueño». Qué culpa tendría Manuel, y tantos con él, del conflicto que
decían padecer sus verdugos.
Tercero,
los afectados no tuvieron suficiente apoyo. Dado que no podemos dar marcha
atrás y corregirlo, al menos hay que escuchar sus historias, aunque sean
incómodas, y reconocer el sacrificio que hicieron por todos nosotros. Gogora,
el instituto de la memoria dependiente del Gobierno Vasco, ha organizado hace
poco un acto donde más de 400 estudiantes de Secundaria escucharon a varias
víctimas de la «socialización del sufrimiento». Es una iniciativa positiva.
Sería todavía mejor introducir esos testimonios de forma sistemática en los
centros de enseñanza, cosa que corresponde a las autoridades educativas.
Leer
la prensa de la izquierda abertzale, no la de hace 15 años, sino la de hoy en
día, es una magnífica vacuna contra ingenuidades: adolece de una nula
preocupación hacia los damnificados por ETA, una constante atención a los
presos de la banda, una transferencia de culpabilidad a sus adversarios
tradicionales y, en lo que respecta a aniversarios como el de la «socialización
del sufrimiento», procura correr un tupido velo como si nada hubiera pasado o
detenerse en aspectos que les resultan cómodos, como la división de los
partidos a la hora de conmemorarlo. Ahora nos cuentan que, como la expresión
«socialización del sufrimiento» no aparece tal cual en Oldartzen (la ponencia
aprobada por la militancia de HB a finales de 1994), todo es mentira. En un
documento público como aquel no iban a confesar que sentían la necesidad de
matar a políticos y periodistas. Pusieron que había que pasar a la «ofensiva».
Intentarán diluir su responsabilidad, hablarán de manipulaciones de la maquinaria mediática, de fabulaciones para desprestigiar a la izquierda abertzale, pero la verdad de lo ocurrido está en las víctimas. El asesinato de Manuel Zamarreño, y el de cientos de personas con él, y los más miles de heridos y amenazados en un bullying a gran escala, no fueron un relato, fueron un hecho. El macarra del instituto es un frustrado sin causa. Por el contrario, el bullying del nacionalismo vasco radical se debía a un frío cálculo político: creerse en posesión de la verdad absoluta y usar la fuerza como herramienta para dominar. Matar por ideales no es eximente, sino agravante.
Reyes
Mate escribió que «socializar el terror» es una de las frases más despiadadas
jamás pronunciadas, pues contraviene la tradición humanitaria que habla de
aliviar el dolor o de compadecerlo. La degeneración moral está ya en el primer
asesinato (1968), cuando cruzaron la «línea invisible». Pero hay otra
degeneración en el hecho de que los que se creían los más puros,
revolucionarios y libertadores acabaran atravesando todos los límites que ellos
mismos se habían impuesto hasta terminar atemorizando a cualquiera que no
pensara igual, llevándose por delante a concejales de pueblo, ertzainas de
tráfico, etc. Debería ser una lección de cómo terminan los tentados por las
armas; una lección que no estamos aprendiendo y sobre la cual los responsables
no han dado suficientes explicaciones. Sus herederos políticos ya están en un
tercio de los votos en Euskadi, que es la mejor prueba de la desmemoria
reinante.
Opinión:
Después de un lunes complicado y con muy pocos contactos
realizados, ayer martes comenté este artículo de Raúl López con diferentes
víctimas de atentados diversos y puedo asegurar que muchas, por no decir la
totalidad, echan en falta datos más directos y concretos.
Desde el máximo respeto, hago públicas esas reflexiones.
Aunque hay alguna honrosa excepción, como ocurre en la
inmensa mayoría que hablan sobre el terrorismo etarra se circunscriben a lo
sucedido en el País Vasco y, algunos más atrevidos, lo amplían a Navarra. Puedo
entender que eso ocurra cuando se habla de estudios o de experiencias en relación
a la respuesta o la postura que mostraron los que vivieron atentados en esas
CCAA. Hasta ahí, perfecto.
Pero cuando se habla de la “socialización del terror” es imposible
referirse, en exclusiva, a esos dos territorios.
Cuando se habla de que la “socialización del terror” se
inició hace 30 años se equivocan.
Cuando se habla de que la “socialización del terror” y
solamente se presentan datos sobre opiniones de políticos vascos se equivocan.
Cuando se habla de que la “socialización del terror” y
solamente se mencionan víctimas residentes en el País Vasco se equivocan.
Y puedo entender que se equivoquen (involuntariamente)
porque sus recuerdos no les permitan aceptar que esa “socialización del terror”
ya se había presentado antes de esos 30 años que marcan como inicio de la nueva
táctica de la banda terrorista ETA.
¿Pruebas? Pues claro que sí, aquí van algunas…
Socializar el terror fue atentar contra un hipermercado en
el que solamente podían encontrar víctimas de carácter civiles, totalmente
ajenas a cualquier historia que pudiera tener relación con la política partidista
o con cualquier otra patraña interna del País Vasco.
Socializar el terror habría sido atentar contra un hipermercado
en el País Vasco o, si me apuran, en Navarra.
Pero no, esos atentados INDISCRIMINADOS, esas acciones
terroristas que (perdón por la expresión) acojonaron a los ciudadanos y que socializaron
el terror ocurrieron en Barcelona o en Valencia.
Y ante esos atentados, en especial el de Hipercor en junio
de 1987 ¿Cuál fue la reacción de los políticos vascos? ¿Y de la población vasca?
¿Se socializó o no el terror en ellos tras el resultado de aquel atentado
dantesco? Según me explicaron años después José Mari Calleja o Txema Urkijo
fueron poco más de 400 vascos, de una población de 2.000.000, los que se
atrevieron a salir a la calle para mostrar su rechazo o, cuanto menos, su
incomprensión ante aquella salvajada.
¿Estaba o no ya socializado el terror, por lo menos, en
1987?
Por lo tanto, cuando expliquen a los estudiantes en el País
Vasco (o en Navarra) lo que fue la “socialización del terror”, sería muy
importante que también les explicaran otras realidades y no se miraran tanto el
ombligo.
Y, sobre todo, ya que se usa el término “socialización”, que
esas informaciones de presenten desde una visión “social” del terrorismo sin
aprovechar a hacer proselitismo partidista o ideológico. Y, también, que quien
lo explique pueda certificar, asegurar y documentar todo cuanto diga porque si
no se hace así, la gente ya no es tonta y sabe buscar otras fuentes donde informarse,
de manera que si lo que escuchan presenta dudas y sospechas dejará de interesarles.
Sobre el tema de la desmemoria, ya hablaremos otro día porque hay datos que coinciden y otros que deberían ser consultados y pueden leerse en publicaciones y estudios universitarios.

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