15 junio 1997 (3)
En Robert ha estat un excel·lent col·laborador amb tots nosaltres. Quan es van complir deu anys de l’atemptat, ell va ser qui va aconseguir que altres víctimes parlessin, per primer cop, de les seves sensacions. Era entranyable veure com tothom seguia les seves instruccions i els seus consells confiats amb la seva experiència. Aquests son alguns dels reportatges que, sense el seu ajut, no haguéssim pogut publicar mai. El company Julián Méndez, enviat especial a Barcelona des de Euskadi, va fer un excel·lent treball publicat el 15 de juny en els diaris de la Cadena Correo.
Diez años después del atentado más sangriento e indiscriminado de ETA, un puñado de supervivientes relatan la manera en que han hecho frente a la vida desde entonces
La memoria torturada de Hipercor
Gloria conserva un reloj de su hermana Chelo. Es un modelo antiguo, un pequeño Duward de oro, detenido para siempre en las cuatro y veinte. Para Gloria Ortega Pérez, la vida se congeló también en ese mismo instante de un viernes, 19 de junio de 1987, cuando su cuerpo y el de su hermana fueron consumidos por el fuego en Hipercor. “tenía una bandeja de cabrito en la mano y le dije a Chelo que fuera a por unos chorizos. Sentí una explosión espantosa. Aquello saltó por los aires; hubo un fogonazo terrible y el carrito cayó encima mío. De repente, se produjo un silencio espantoso... vi el humo y noté un agua negra que caía desde arriba y me quemaba. No me podía mover, fue como el infierno... no podía reaccionar, sólo gritaba: ‘Dios mío, Dios mío...’ Estaba tragando todo el humo, ví entrar a mi hermana, ella me ayudó a levantarme y a salir. Nos agarramos de las manos y nuestras pieles, que iban colgando, se engancharon unas con otras. Recuerdo que nos echaron en el suelo de una furgoneta y nos fuimos dando coscorrones. Ya en el hospital, nos tumbaron en el suelo y nos rociaron con suero”.
Consuelo Ortega Pérez, gobernanta del Hotel Manila de Barcelona, moriría horas más tarde, Gloria, con quemaduras en el 65 % de su cuerpo, vive para contar, por primera vez, sus recuerdos. Para decenas de supervivientes y víctimas de Hipercor, la memoria permanece detenida, como el reloj de Chelo, en una tarde de junio. Son seres sin porvenir, acuchillados por una desdicha insoportable, que sobreviven con la maldita esperanza de que llegue el día en que desaparezca el recuerdo. “No pasa un día en que no recuerde a mi hermana. Y hay veces –solloza- cuando cuelgo la ropa, en que estoy tentada de tirarme... sólo con que me incline un poco, se acabó”, dice Gloria, con el alma abierta. Los antebrazos y cara de esta mujer que vivió en Bilbao hasta los 30 años muestran las señales de los queloides, los injertos de piel, esos enjaretados y retraimientos que han encerrado a Gloria entre las sombras de su casa. “Cada día es una pelea contra el recuerdo. Porque nadie nos conforta ni nos hace caso. Nosotros no estamos en guerra con nadie. Pero lo peor es el abandono”.
Derrotado por los recuerdos.
Los archivos dicen que, hace ahora diez años, una bomba colocada por ETA en el aparcamiento subterráneo de Hipercor en Barcelona acabó con las vidas de 21 personas y causó heridas a otras 45. “No, no, las cuentas no se hacen así. No hay que contar sólo al padre o a la madre que asesinaron... es toda la familia, mis vecinos de Ballobar, sus amiguitas y amiguitos quienes notan la ausencia... no es un punto, es una gran mancha”, protesta Alvaro Cabrerizo, padre de las niñas Sonia y Susana y esposo de Maria del Carmen Mármol Cubillo, asesinadas mientras compraban unos bañadores en el centro comercial. Sus cuerpos aparecieron en un coche, justo al lado del empleado por los terroristas que, a la hora de la explosión, tomaban tranquilamente el sol en la playa de Castelldefels. “Para mí no ha habido un nuevo día. Sigo en aquella tarde... las añoro cada momento y las recuerdo exactamente como eran... pero cuando veo a sus amigas, me doy cuenta de que Susana y Sonia no han crecido, que no tienen novio, que no se han casado como han hecho las otras: eso es lo mas doloroso....”.
Alvaro regentaba un par de videoclubs, pero ahora prefiere refugiarse horas y horas en sus maquetas ferroviarias, a salvo del pasado, templando sus nervios entre los raíles y las locomotoras. “pero hay veces en que te vence el recuerdo...” se duele. Por eso ha decidido abandonar su barrio de la Ciudad Meridiana y evitar así que cada aniversario, cada visita al cementerio le alborote el dolor de la memoria. Una sensación que padece desde aquel día de junio, cuando, tras atravesar el colapso de Barcelona por los montes y peregrinar de hospital en hospital y de sala en sala, con un mal aliento golpeándole el pecho, se encontró de frente con la verdad en un depósito del Clínico. “Había mucha gente preguntando. Pero vieron que yo llevaba un colgante igual al de uno de los cadáveres. Por eso me hicieron que las viera. Yo no quería decir que eran ellas. No quería. Mi única defensa era no reconocerlas así, hinchadas y negras. Pero llevaban la ropa que yo les había visto, fue un tormento. Entonces me entró este desespero.”. Desesperanza. Esa podría ser la palabra.
“Desde entonces, todo nos ha ido mal”. Nuria Manzanares regenta una peluquería en el modesto barrio de Verdum, una de estas barriadas atestadas y jóvenes que trepan por las laderas de la ciudad. Nuria perdió en el atentado a sus dos hijos –Jordi y Silvia- y a su hermana Mercedes. “Suerte que tuvimos otro niño; si no, no se que hubiera sido de nosotros.. El pequeño Enric nació en marzo, no habían pasado ni nueve meses”, dice la mujer, 46 años, con los ojos anegados por las lágrimas. Habla Nuria en la trastienda de la peluquería, con la mirada borrada por el llanto y los cristales de aumento; vestida con la bata marrón con que tiñe y hace las permanentes a las buenas y pacientes mujeres del barrio, temblando al revivir las viejas escenas. “Los primeros días estuve bloqueada. Me llevó mi hermano a Madrid, mi vida era dormir, comer y llorar... “¡Els mal parits!”.
Matar no arregla nada
“Desde aquel día, todo nos fue mal. A mi marido le salieron dos tumores, intentamos otro negocio y andamos en pleitos, en momentos así tomas decisiones con la cabeza mal, hemos perdido la ilusión y la salud... Pero, aún así, no podemos estar tristes. Enric no puede vernos siempre llorando y sin alegría. Ahora yo podía tener una hija con veintipico años, después de luchar toda una vida... Yo me pregunto por qué hacen esas cosas. ¿Para qué? Creo que ellos no quieren a nadie. ¿De qué ha servido Hipercor? Matando no se arregla nada. Aún no sé cómo tengo lágrimas”. Soledad. Otra palabra.
“Nadie me ha llamado jamás para preguntarme si necesitaba algo. Creo que los que hicieron esto deberían pasar la vida en la cárcel, ‘el que la fa que la pagui’; pero me da miedo decirlo. Es triste ser víctima y tener miedo”.
Después del atentado, coinciden las víctimas, empieza un suplicio imposible de imaginar. No es sólo la batalla por reconstruir los sentimientos y el equilibrio. No. Lo peor, dicen, es la pelea con la administración, el silencio o el olvido de quienes deberían atenderles. “El Gobierno debería ser el primero en poner los medios para que a las víctimas no les faltara de nada. Y es todo lo contrario”. Resume Robert Manrique Ripoll.
Revivir viejas escenas
Manrique era carnicero en Hipercor y hoy es un activista de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). Esta mañana, ha pasado a saludar a un viejo conocido: Francisco Torres, un granadino de Montejicar con el perfil y las maneras tremendas de boxeador amateur. Manrique y Torres se conocieron de mala manera. El granadino lo recuerda así: “Yo llevaba a una señora mayor y a su nieta a Hipercor, pero había una caravana de espanto en la Meridiana. La mujer dijo que se apeaban y marchaban andando. Estaban apeándose cuando oigo la explosión. ‘Tate, ya petó una botella de butano!’ me dije. Luego empecé a ver el humo del atentado y a los heridos. Me pararon los de la Guardia Urbana y me dijeron ‘llévese a dos’. Uno era este hombre. La otra, una señora rubia, desnuda, con todos sus pelos quemados. Preguntaba por su marido. El me fue guiando hasta llegar a Vall d’Hebrón, aunque al final me confundí y él se tuvo que ir andando hasta la Unidad de Quemados”, dice, tras el mostrador del bar que regenta. “Aquel día mi vida cambió. Me sentía muy mal, muy mal... Jamás he podido olvidar el olor a carne quemada, un olor intenso a alquitrán. Luego ya no trabajé a gusto, sentía el olor cada vez que subía al R-12. El destino es lo que tiene... son coincidencias. Este hombre no me ha pagado todavía la carrera, ¿eh?”, bromea.
Robert Manrique y Francisco Torres en la cafetería "La Crema" de Barcelona |
Pero Manrique, un fajador nato, no está para bromas. Cuando va a hacer una década desde el atentado más indiscriminado y sangriento de ETA, él sigue con sus reproches y sus preguntas. “¿Por qué el Gobierno vasco sólo ayuda a las víctimas que residen en el País Vasco? ¿Por qué los terroristas se declaran insolventes y las víctimas deben entablar recursos para obtener ayudas?...”. Manrique Ripoll, testigo de Jehová, dice que no le mueve la venganza, sino la justicia.
Gloria Ortega tampoco cree en el perdón. “Claro que rezo el Padrenuestro todos los días, pero al llegar a esa frase digo ‘menos a los de ETA, les perdono a todos’. No puedo. Luis, mi marido, murió de un tumor en el cerebro de resultas de lo que llegó a sufrir. ¿Cómo voy a perdonar?”, clama.
La esperanza, tal vez, esté en esa niña, Yesica, hija de Milagros Rodríguez Luzuriaga, cajera de Hipercor. Milagros sangró por los pechos durante el embarazo, suplicó que la dejaran abortar. Estaba muy avanzada. “Sentí un pálpito en las entrañas. Sabía que la niña no iba a venir bien, lo sabía”. La pequeña nació sordomuda. El pasado domingo hizo la Primera Comunión y su madre reparte todavía recordatorios y cestitas de mimbre y tul rosa repletas de caramelos de colores. “La pequeña sabe por qué está así, se lo vamos explicando”. Tal vez sea ése el único antídoto contra las torturas de la memoria.
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