29
octubre 2025
La
memoria embrutecida
Joseba
Eceolaza
Hay
víctimas de ETA que jamás han contado lo que les pasó hasta que un periodista o
una investigadora se han acercado con respeto a su testimonio. Escuchando
muchas de esas vivencias ocultas bajo paladas de miedo he tenido siempre la
sensación de que también algo en nosotros revivía, que aquellas personas
señaladas y asesinadas volvían a la vida, aunque fuera por un momento, en un
camino de retorno que va desde ese día oscuro en el que los mataron hasta la
luz de nuestra memoria. Dar a conocer esos testimonios ha supuesto que entrara
el aire de golpe. Por eso mismo no sabemos ya vivir sin hacer memoria.
Debe
de haber alguna forma de que ese lamento no duela tanto, pero muchas veces los
familiares no la encontraron. Carmen Belascoain, la madre del niño Alfredo
Aguirre, asesinado por ETA en Pamplona en 1985, vive consumida por la pena.
Fernando Altuna, hijo del policía Basilio Altuna, se suicidó en 2015. A los 35
años de un duelo que arrastró como si fuera una cuchilla abierta fue incapaz de
soportar tanto vacío.
La
condición de víctima no se hereda, pero el dolor sí. La violencia es un suceso
que invierte la vida, provoca una nueva cuenta temporal. Se empiezan a contar
los años vividos sin la persona asesinada. Por eso muchas víctimas, de alguna
manera, conservan la edad del trauma. Su impacto en las víctimas y en la
sociedad no desaparece como si nada. Y para poder superar esas heridas hay
algunos condicionantes básicos que, hoy por hoy, no se están cumpliendo, porque
quienes ejercieron con mayor intensidad el terrorismo plantean la superación de
este trauma como un pulso político que ganar como sea. Pero la memoria, además
de un gesto de solidaridad hacia atrás, es un acto moral.
Por
eso, la asfixiante presencia de los perpetradores de ETA en listas electorales,
en las fiestas o en el espacio urbano es un lastre para la convivencia.
Recordamos para prevenir las ideas y los valores que hicieron posible la
muerte, y en esa lógica, deslegitimar la violencia y las acciones de quienes la
practicaron es una tarea elemental de la memoria. Este no es un debate de tipo
formal. Una vez cumplida su pena de cárcel cabe el reproche moral ante un
perpetrador que sigue orgulloso de lo hecho.
En
el caso de ETA, por ejemplo, lo inédito no es defender la memoria particular y
sentimental de un familiar que asesinó, lo inédito es difuminar en la
conciencia colectiva la frontera entre el ejecutor y la víctima, y es ahí donde
se ubica nuestra particular garantía de no repetición.
La
violencia no solo es devastadora a nivel humano, también construye una
estructura social (de modelos de pluralismo, por ejemplo) que es necesario
reparar de alguna manera. En ese camino los perpetradores deben contribuir a la
fijación de un nuevo significado de los derechos humanos y la convivencia, y la
sociedad debe contribuir a que transiten ese camino. Y ello, más que unas
palabras nuevas, exige unas actitudes, individuales pero también colectivas,
que todavía están por venir.
La
autocrítica te expone al juicio de los demás, pero es la única forma de
promocionar otro espíritu de época. El perdón, o el reconocimiento del injusto
daño causado, no solo tiene una dimensión íntima que conecta a la víctima con
el victimario, tiene también una lógica social porque contribuye a la nueva
vida que necesitamos. Esa perspectiva comunitaria del perdón supone la voluntad
de restaurar socialmente el daño hecho a la sociedad.
La
violencia embrutece a quien la ejerce, pero también a quien la defiende. Desde
el mundo que hizo posible que ETA asesinara a más de 800 personas se plantea, a
su vez, una memoria embrutecida. Se cuentan víctimas para hacer frente, no para
aprender la lección. Así, las víctimas entran en el terreno de las matemáticas
y no en el espacio de la moral. Por eso dirigentes de Sortu homenajean a
Jacques Esnal, condenado por el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, como
si fuera una víctima de la crueldad del Estado pero no a sus 11 víctimas. La
contabilización de víctimas solo forma parte del memorial de agravios. Se
plantea una especie de rivalidad de daños que no hace mucho por reconstruir
moralmente a la sociedad violentada.
La
idea de que aquí hubo dos bandos igualmente mortíferos e igualmente
responsables suelen usarla precisamente quienes más daño hicieron. Es una forma
de autoinmunización ética. Pero si algo aprendimos tras la dictadura franquista
es que poner en marcha un relato para neutralizar otro es devastador para las
víctimas.
Josu
Elespe nos contó en Lasarte, por primera vez, que a los dos días de matar a su
padre alguien dejó un mensaje amenazante grabado en el contestador de casa. Que
estos detalles de la crueldad con la que operaron nos duelan tanto ojalá sea la
antesala de una buena gestión de la memoria. Porque ahora que la tarea es tan
inmensa, el tiempo de la memoria les pertenece a las víctimas, no a los
perpetradores.
Opinión:
Leo con mucho interés los artículos que se presentan en
medios de comunicación vascos y este es un ejemplo más. Y los leo con mucho
interés porque, en muchos casos, cuando hablan de terrorismo lo circunscriben a
lo sucedido en territorio vasco.
Y no, no debería ser así. Fui víctima del que denominan el
peor atentado en la historia de la banda terrorista ETA por el número de
víctimas causadas. Y por ello no acierto a comprender porqué, al hablar de lo
que “las” víctimas deben hacer o de que “las” víctimas han sido o no consultadas,
la opinión la busquen, en un amplio porcentaje, solo en tierras vascas. Muchas víctimas
estamos hartas del hecho probado: excepto el valiente Iñaki Arteta y algunos que
le ayudamos ¿quién se atrevió a hablar del dolor causado por ETA antes del
comunicado de octubre de 2011? ¿Quién hizo películas, documentales que
aportaran opinión que era, obviamente, molesta en muchos estamentos?
Digo esto a tenor de la frase “porque ahora que la tarea
es tan inmensa, el tiempo de la memoria les pertenece a las víctimas”.
Perdón ¿a qué víctimas? ¿A las que realmente sufrimos el
dolor y las secuelas eternas en nuestra persona o en nuestro entorno? ¿O a las
que se pliegan a lanzar mensajes partidistas utilizando el dolor como arma arrojadiza
para conseguir cuatro votos de mierda? ¿O incluso a las que se inventan heridas,
quemaduras, secuelas y consiguieron incapacidades mintiendo a diestro y
siniestro para ir hablando del dolor que jamás sufrieron? ¿A las que nunca
visitaron un centro médico, ni un hospital y mucho menos un cementerio?
Quizás ha llegado el momento de que las administraciones
competentes revisen, seriamente, los listados de “víctimas” para apartar y
denunciar a los impostores o a los que hablan en “nuestro” nombre sin cumplir los
requisitos que marca la legislación.
¿Qué, señor ministro de Interior? ¿Se atreve? ¿Qué,
Subdirección General de Apoyo a Víctimas del terrorismo? ¿Os atreveréis?
Cuando quieran, nos sentamos alrededor de una de las
tropecientas mesas que tienen en sus preciosas oficinas y lo hablamos. El
problema es que, sinceramente, creo que harán lo mismo que en marzo de 2014 y no
se atreverán a hacerlo.

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