viernes, 1 de septiembre de 2017

01 septiembre 2017 (5) Deia

01 septiembre 2017 


Anatomía del odio
Manuel Torres


Era solo cuestión de tiempo. Barcelona, junto con Ceuta, Melilla y la periferia de Madrid, posee la mayor bolsa de radicalización yihadista en España. Las cifras no dejan lugar a dudas: el 80% de las 178 detenciones perpetradas entre 2013 y 2016 tuvieron lugar en estas localidades.
Ya antes de los atentados de La Rambla y Cambrils, Cataluña ocupaba un lugar destacado en la sórdida cronología del terrorismo islamista. Fue en Barcelona donde, en 1995, se detuvo y condenó al primer yihadista. También el lugar en el que Mohamed Atta -cabecilla del 11-S- se reunió con el yemení Ramzi Binalshibh -su enlace con Al-Qaeda- poco antes del atentado de las Torres Gemelas. Asimismo, fue aquí donde se dio cobijo a los huidos del 11-M, camino de Irak, gracias al apoyo del Grupo Islámico Combatiente Marroquí establecido en Santa Coloma de Gramanet. Igualmente fue Barcelona donde, en enero de 2008, se iba a perpetrar una réplica del 11-M en el metro de la ciudad. Esta vez la suerte cayó de cara y se pudo detener a tiempo a los criminales, diez paquistaníes y un hindú. Entre 2004 y 2012, cuatro de cada diez condenados en España por actividades relacionadas con el terrorismo yihadista residían en el cinturón industrial de Barcelona. Y es Cataluña el lugar donde se agrupa la mitad de las mezquitas salafistas de todo el Estado, auspiciadas y financiadas por Arabia Saudí, ese feudo con el que mantenemos pingües transacciones en materia de armamento.
Con total acierto, Fernando Reinares, director del Programa de Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano, establece que, desde el comienzo de la guerra en Siria, el fenómeno de la radicalización yihadista se ha extendido por Europa Occidental con una peculiaridad común: su asentamiento en áreas geográficas muy concretas. Dos serían los factores decisivos para comprender cómo se han formado estas bolsas de radicalización, y por qué algunos musulmanes transitan por ese proceso de evolución cognitiva que termina en el terrorismo, mientras que otros, con similares características sociodemográficas, no lo hacen.
El primer factor es haber estado bajo la influencia de algún agente de radicalización. Nueve de cada diez detenidos en España acabaron por hacer suyas las actitudes y creencias propias del salafismo yihadista cuando entraron en contacto con otros miembros que les guiaron a lo largo del proceso mediante contacto físico y, en menor medida, a través de Internet. Cabe añadir que la mitad de estos agentes de radicalización habían sido activistas con algún tipo de implicación terrorista, dentro o fuera de España, lo que les confería una suerte de carisma o autoridad dentro de la comunidad como figuras religiosas o familiares.
El segundo factor son los vínculos sociales previos que los detenidos tuvieron con otros sujetos ya radicalizados, bien en cárceles españolas o con combatientes españoles (de ascendencia magrebí) o marroquíes. Estos lazos afectivos entre los detenidos se basan en relaciones de vecindad, amistad o parentesco como hermanos y hermanas (la célula de Tarragona estaba compuesta por, al menos, tres parejas de hermanos y amigos). Tales vínculos inciden en la solidez de los lazos interpersonales y comunitarios, facilitando la movilización yihadista en comunidades con fuerte densidad musulmana que, al mismo tiempo, genera un caldo de cultivo en el que determinados individuos -por lo general de extracción social baja y/o relacionados con la delincuencia menor- acaban haciendo suyas las ideas que justifica el terrorismo. Lo cual revelaría por qué el desarrollo del yihadismo se condensa en núcleos urbanos específicos, como el barrio del Príncipe, en Ceuta; Las Cañadas, en Melilla; el área metropolitana de Barcelona, Molenbeek, en Bruselas; Kreuzberg, en Berlín, o en las banlieues parisinas. Y por qué su gran movilidad a lo largo de Europa queda circunscrita a estas zonas de marginalidad, ya sea en una ciudad o en otra. Europa y el resto del mundo pueden ser diversos, pero la umma, la patria anímica y emocional de los musulmanes, es la misma allí donde vayan.
¿Dónde estaría la raíz del problema? Para que un discurso radicalizado tenga efectos persuasivos, seductores y sea capaz de generar prosélitos, debe estar inoculado por el odio como voluntad de poder, y por la frustración como catalizador. La voluntad de poder es innata, mientras la voluntad de sumisión es producto de la civilización. La cultura y el sentido social suponen la sumisión del individuo a la comunidad, a las bases que rigen la civilización.
Siempre que ocurre un atentado yihadista como el de Barcelona, Cambrils o el más reciente en Turku, Finlandia, se dispara la solidaridad, la adhesión popular a las víctimas y la comprensión, siendo una de las consignas más recurrentes que acompaña a las condolencias -quizá una de las más insistentes- la de disociar el terrorismo salafista del islam como religión. Y, en efecto, no son lo mismo. Pero tampoco deberíamos abordar la tupida telaraña que recubre el yihadismo, ignorando por completo la religión que cultural e históricamente le antecede.
No es menor ni un hecho aislado que el imán de Ripoll fuera la figura espiritual de la célula de Tarragona. El salafismo es un grave problema de trascendencia global, pero el islam, siendo una confesión legítima en Occidente y de libre ejercicio, no es arista que deba ser minimizada. Como señala Zouhir Louassini, periodista marroquí que trabaja en la RAI italiana (tuvo que exiliarse), desde la campaña de Napoleón en Egipto en 1798, el problema del islam, sobre todo en su vertiente política de Oriente Medio y Norte de África, se ha basado en las continuas tentativas de adaptar la modernidad a los preceptos religiosos, en vez de adaptar la religión a la modernidad. Este dilema no ha dejado espacio para una auténtica revolución que pudiera cambiar las estructuras sociales y, sobre todo, mentales de sus creyentes. Según Zouhir Louassini, el orbe islámico es rehén de una ideología que basa su salvación exclusivamente en preceptos religiosos, algo que en Europa entra en colisión con los cánones de la democracia.

Es evidente que ante los nuevos retos sociales -algunos de las cuales producen vértigo-, se hace necesario incrementar los medios policiales, de inteligencia, telemáticos, de integración y prevención ante los escenarios que tenemos en ciernes. Y no es menos evidente que ninguno de los chalados implicados en la siniestra vivienda de Alcanar, venía con defecto de fábrica. Alguien los tuvo que estropear por el camino. Pero además de eso, mantener intacta la religión -cualquiera de ellas- sin someterla al escrutinio de su época histórica, puede correr el riesgo de degradar la democracia, de desproveerla de su compromiso racionalista, universalista y emancipador. Si este debate no se aborda a tiempo y de forma valiente, estaremos asediados por los extremismos tanto de un signo como del otro.

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