31
agosto 2017
Juan
Claudio de Ramón Jacob-Ernst es
ensayista
Es
deseable que emerja pronto un relato que sepa ponderar con justicia y
rigor aciertos y errores de la gestión del ataque para evitar el
siguiente y mejorar el 'modus operandi' de las fuerzas de seguridad
como ocurrió tras el 11-M
Si
quienes nos exhortan a no mezclar el proceso secesionista con los
salvajes atentados de agosto en Barcelona, lo que nos dicen es que
ningún independentista tiene culpa de la tragedia, la afirmación es
tan banal como justa. Tampoco cabe imputar a las maniobras desleales
de la Generalitat un adarme de culpabilidad. Atentados como este y
peores han ocurrido en países centralizados sin tensiones
territoriales. Pero si lo que se sostiene es que en el análisis
editorial no se debe hacer referencia al contexto político en el que
se produce el ataque, ni a las posibles interacciones entre el
llamadoprocésy
la tragedia, entonces lo que se pide a los periodistas es que no
hagan su trabajo y se priven de las claves que permiten entender el
modo en que desde la semana pasada se han conducido los distintos
agentes políticos.
Lo
cierto es que nadie pudo dudar, en un país que vive un debate tan
tenso como el nuestro, de que el atentado sería usufructuado por la
política. ¿De qué manera? El secesionismo hizo patente un primer
uso desde la primera hora: aprovechar la atención mediática mundial
concentrada en Barcelona para proyectar la sensación de Estado
autosuficiente. Cierto: policía, hospitales, servicios sociales y
medios públicos, todo cuanto un Estado activa en la gestión
inmediata de un atentado así, estaban en manos de la Generalitat
catalana. Naturalmente, la mera ostensión de estos poderes probaba
algo que el soberanismo niega machaconamente: que el autogobierno de
Cataluña dentro de la democracia española de 1978 es real y
profundo. Es decir, el 17-A se constató la naturaleza efectivamente
descentralizada del Estado y el carácter fraudulento de la tesis
contraria: la subsistencia soterrada del centralismo y la escasa
entidad del poder transferido. La crasa contradicción —el
soberanismo puede presumir de poderes o lamentar el vaciado de su
autogobierno, pero no sostener ambas cosas a la vez— no parecía
preocupar a los pasaconsignas del independentismo, exultantes porque
su autogobierno recién descubierto estaba dando bien a las cámaras.
Como
yo sí creo en el autogobierno, una herramienta eficaz que vale para
algo más que para lucir galas, no me pareció mal que la Generalitat
tuviera ese grado de protagonismo. Era lo propio, aunque estuviera
siendo instrumentalizado. Andaba más preocupado por otro uso del
atentado, más ruin y corrosivo: el de pretender que ni el resto de
españoles ni nuestros representantes estábamos suficientemente
consternados, enésima prueba de nuestra incurable “catalanofobia”.
Me sorprendió y dolió que algunos de los primeros en propagar la
insidia fueran articulistas a quienes respeto y tengo por personas
sensibles y moderadas. En tribunas señeras de la prensa de Barcelona
pudimos leer que la sociedad española había reaccionado al atentado
con menos cariño del debido, y que el duelo de nuestros
representantes era meramente formulario, glacial, “de impoluto
tanatorio”. Estas afirmaciones no se fundaban en nada en
particular, tan solo en impresiones a contracorriente de lo que
sugerían imágenes muy diversas, desde la emocionante imagen de
Cibeles en Madrid iluminada con los colores de la señera, las notas
de apoyo pegadas a las puertas de Blanquerna, las banderas catalanas
ondeando en balcones oficiales, o el masivo tráfico de mensajes de
solidaridad llegados a Barcelona desde la Piel de Toro. No, en
absoluto, la sociedad española, en general, no ha roto afectivamente
con los catalanes, a pesar del tremendo pulso que la Generalitat está
echando a la democracia española. Y para evitar que esto llegue a
pasar —porque, por desgracia, podría llegar a pasar—, no ayudan
análisis d olientes con vocación de profecías autocumplidas.
Es
interesante observar que quienes no se cansan de apreciar déficit de
cariño se presenten no como independentistas sino como militantes
del catalanismo abierto y tolerante. Como si el catalanismo, el justo
y necesario movimiento reivindicativo de antaño, apenas hubiera
quedado en esto: en una actitud de recelo constante que mantiene a
muchos catalanes en un suerte de hipocondría afectiva permanente:
“España no nos quiere, no nos comprende”, letanía repetida ante
la expresión de cualquier crítica, por razonada que sea, del estado
de cosas en la política catalana. Luego recogen el testigo los más
arriscados para ayudar a dar el sencillo salto que va de la
hipocondría a la manía persecutoria: “España nos odia y quiere
destruirnos”. Estos días han circulado por las redes varios bulos
con este propósito inductor de la paranoia (y dejo de lado la
lunática tesis del atentado de “falsa bandera”, tan delirante
que por fortuna ni siquiera ha logrado prender en el mundo
independentista). Cito tres, del mismo día, y todos divulgados por
personas de rango e influencia en la sociedad catalana, habituales de
tertulias y con miles de seguidores. La especie, por ejemplo, de que
las embajadas españolas no habían abierto libro de condolencias.
Era falso: se abrieron. La áspera protesta (“esto es lo que les
importa: una mierda”) ante la supuesta decisión de Televisión
Española de no interrumpir su programación para informar de la
última hora de la investigación policial. Era falso: se
interrumpió. Y la más explosiva de todas: la noticia, que voló
como la pólvora, de que medios españoles habían abandonado una
rueda de prensa de los mossos ante la negativa a que esta se
produjera en castellano. Al día siguiente se conocía la verdad: un
único corresponsal extranjero, holandés, había protagonizado el
incidente. Es conocida la ley de hierro del embuste: la energía que
se necesita para desmentirlo es muy superior a la precisada para
propagarlo. ¿Cuántos catalanes siguen hoy creyendo que una nueva
línea se escribió en el cuaderno de agravios contra la lengua por
parte de la “caverna españolista”?
¿Qué
hay de los otros, se dirán algunos? Sin duda, la ocasión también
era propicia a su manejo para la causa de la unidad. La tentación
simétrica a la apoteosis de los mossos en el altar de la
construcción nacional era la de la crítica desaforada de los
errores en la prevención del atentado, presentando a la policía
autonómica como un cuerpo chapucero. Esa malicia también era
detectable en algunos apuntes. Y es cierto que hubo errores (por
definición los hay ante un atentado consumado) pero también
aciertos. Sospecho que los dos relatos interesados, el
autocomplaciente y el malicioso, coexistirán en el imaginario
popular según los sesgos de cada uno. Lo deseable, en cambio, sería
que emerja pronto un relato que sepa ponderar con justicia aciertos y
errores, como el que terminó asentándose tras el 11-M y que
propició notables mejoras en el modus
operandi de
Guardia Civil y Policía Nacional. Ése es quizá el único uso
inteligente y noble que cabe dar a un atentado: el de examinarlo con
rigor y sin vileza con el único propósito de intentar evitar el
siguiente.
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