20
noviembre 2025
Cuando
ETA envenenó la transición en Euskadi
Pedro
Ontoso
La
organización terrorista, como el franquismo, apostó por la espada e intentó
hacer descarrilar el Estatuto de Gernika y soliviantar a los cuarteles
Cuando
Franco murió en la cama, hace hoy cincuenta años, un grupo de estudiantes de
Periodismo permanecíamos en vigilia en espera del desenlace. Habíamos pasado
horas en el hospital La Paz y en los aledaños de El Pardo entre periodistas y
corresponsales, mamando un acontecimiento histórico. Europa Press pasó un
teletipo urgente a las cinco de la mañana con la noticia, pero no fue hasta las
seis cuando la radio difundió el fallecimiento. Enseguida salimos a comprar
chocolate y churros para endulzar los amargos episodios de represión vividos a
las puertas del Congreso en las manifestaciones estudiantiles con motivo del
cierre de la Universidad de Valladolid, en la acumulación de fuerzas contra el
régimen, o en el Palacio de las Salesas, para protestar por las duras
sentencias del Proceso 1001 a la cúpula de Comisiones Obreras.
Las
Salesas, ahora sede del Tribunal Supremo, albergó las dependencias del Tribunal
de Orden Público, el temible brazo judicial del franquismo. Arrastraba un
pecado original, porque en ese complejo, que incluye la iglesia de Santa
Bárbara, el dictador fue ungido caudillo en una ceremonia especial en la que se
materializó una reformulación de la alianza entre la cruz y la espada, ante los
jerarcas de la Iglesia. Fue el 20 de mayo de 1939, al día siguiente del
denominado ‘Desfile de la Victoria’. Allí se alumbró el nacionalcatolicismo,
que daba cobertura moral al tirano.
Uno
de los pilares del ideario del régimen fue su catolicismo oficial, pero la
celebración del Concilio Vaticano II y la elección del papa Pablo VI,
antifascista de cuna, favoreció que una gran parte de los católicos se
comprometieran en favor de la democracia. El cardenal Tarancón, como se
evidenció en la famosa homilía de la proclamación del rey Juan Carlos, lideró
el plan para amortajar el nacionalcatolicismo y abrir caminos para la
reconciliación. Fue en Euskadi donde, de manera especial, el clero se involucró
en la resistencia y el combate contra la dictadura.
Estudiaba
Periodismo y Ciencias Políticas, y tuve la suerte de contar con excelentes
profesores. Como Joaquín Ruiz Jiménez, demócrata cristiano que aparcaba su
asignatura de Filosofía Social para ponernos al día de los movimientos de la
Platajunta. Era la denominación popular de Coordinación Democrática, el
organismo unitario formado por la Junta Democrática de España y la Plataforma
de Convergencia Democrática, que aglutinaba un sinfín de siglas y
sensibilidades políticas. Sobresalían tres vascos: Julio de Jáuregui, por el
PNV; Enrique Múgica, por el PSOE, y Joaquín Satrústegui, del sector monárquico.
Se estaba cocinando una amnistía y las primeras elecciones libres.
En
Cataluña se formó el Consell de Forces Politiques, pero en Euskadi la
transición iba por otros derroteros y fue imposible crear una coordinadora
común, con la salvedad de la Interprofesional de Estudios y Publicaciones, una
tapadera para arropar el activismo antifranquista. 1976 fue un año crucial. Los
partidos se pusieron las pilas para participar en el nuevo ciclo, pero
enseguida chocaron con el escollo de ETA y su sanedrín de intelectuales. La
izquierda antifranquista había mirado con cierta complacencia a la primera
generación que empuñó las armas y le proporcionó una legitimidad que la
estuvimos pagando años. En el Proceso de Burgos ETA estaba hecha jirones, pero
el consejo de guerra, un rejón de muerte para la dictadura, se convirtió en un
banderín de enganche que dio alas a los líderes más fanáticos. Los sucesivos
estados de excepción abonaron aquella situación. ETA intentó suplantar la
dinámica democrática de la sociedad vasca.
En
Euskadi, la memoria del antifranquismo pasa por el movimiento obrero y la
confrontación laboral, por los sindicatos y los colectivos sociales, no pocos
de inspiración cristiana. ETA llegó más tarde y la lucha contra la desigualdad
y por las libertades la transformó en construcción nacional. Aquel maridaje
empezó a hacer aguas. También porque diferían los códigos morales. ETA, como el
franquismo, apostó por la espada. El atentado contra Carrero Blanco le había
proporcionado carisma, pero con Franco bajo la losa del Valle de los Caídos, se
le fue agotando. Franco murió matando y ETA resucitó matando, y la terrible
paradoja es que muchas de sus víctimas fueron antifranquistas.
Un
momento clave fue cuando Telesforo de Monzón, antiguo consejero del Gobierno
vasco y luego faro mesiánico de la izquierda abertzale, convocó en abril de
1977 a todas las fuerzas nacionalistas, incluidas las dos ramas de ETA, en el
hotel Txiberta de Anglet. A menos de tres meses para las primeras elecciones
democráticas, pretendía concertar una estrategia común del nacionalismo cuando
el gran debate se situaba entre la reforma o la ruptura. Participar en los
comicios o boicotearlos. El PNV y otros partidos estaban por acudir a las
urnas, mientras que ETA Militar y sus siglas afines optaron por desmarcarse y
converger en lo que luego se convertiría en Herri Batasuna.
El
Gobierno ya había mandado emisarios para sondear un final de la violencia.
¿Hubo entonces una oportunidad para acabar con las pistolas? ETA, además de
luchar «contra España», también combatió la democracia e intentó hacer
descarrilar el Estatuto de Gernika. De nada sirvió la generosa amnistía que
sacó a los presos de las cárceles, incluidos los que tenían delitos de sangre.
ETA percutió para exacerbar a la extrema derecha y soliviantar al Ejército
cuando el ruido de sables atronaba en las salas de banderas de los cuarteles.
Cuando murió Franco, la gente salió a la calle sin miedo, convencida de que era
el fin de una época y el comienzo de un tiempo nuevo en el que todos teníamos
que empujar para apuntalar una democracia de calidad. En el País Vasco, ETA no
estaba entre los que luchaban por ampliar los espacios de libertad. Y regresó
el miedo.

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