17 diciembre 2023
El asesinato de Carrero Blanco: ni lleno de enigmas ni tan trascendental
Varios expertos coinciden en que el magnicidio, perpetrado por ETA hace 50 años, no esconde teorías conspirativas
Hace 50 años, el 20 de diciembre, a las 9.36, a la altura del 104 de la madrileña calle Claudio Coello, una explosión golpeó de lleno al Dodge-Dart que transportaba al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, y lo estampó en la terraza de una residencia jesuita. Carrero, su coger, José Luis P´rez, y su escolta, Juan Antonio Bueno, fallecieron. Los etarras José Miguel Beñarán, Argala, y Jesús Zugarramurdi, Kiskur, subidos a una escalera, camuflados como electricistas, se coordinaron para apretar el botón que activó la dinamita depositada en un túnel al paso del vehículo del presidente. Argala y Kiskur corrieron hasta la esquina con la calle Lagasca, donde esperaba Javier Larreategi, Atxulo, al volante de un vehículo que les llevó a su refugio en la calle Hogar 68 de Alcorcón, en la periferia madrileña, donde permanecieron escondidos un mes hasta su huida a Francia.
Cincuenta años después, ante aquel espectacular resultado del atentado terrorista, sigue habiendo teorías conspirativas que la historiografía académica y el análisis de las fuentes documentales rechazan. Con la perspectiva del tiempo, sin embargo, los historiadores se plantean más interrogantes: ¿la desaparición de Carrero afectó al futuro de España? ¿En qué medida influyó en la política vasca? ¿Condicionó a la oposición antifranquista? ¿Cuál es la memoria del denominado delfín del franquismo? Y llegan a una conclusión: el asesinato de Carrero no supuso ni el fin del franquismo ni el comienzo de la Transición.
El atentado contra el presidente fue el resultado de una suma de coincidencias, cuenta Ángel Amigo, militante de los primeros años setenta, y próximo a algunos de los líderes supervivientes de la banda terrorista de aquel tiempo como Iñaki Múgica Arregi, Ezkerra, y Juan Miguel Goiburu, Goi-herri. “ETA, tras la represión culminada con el proceso de Burgos de 1970, había renacido al incorporar a centenares de militantes de las juventudes peneuvistas. En enero de 1973 secuestró al empresario Felipe Huarte y logró 50 millones de pesetas. Robó en un polvorín en Hernani 3.075 kilogramos de dinamita. Meses antes, Eva Forest, principal colaboradora de ETA en Madrid, disidente del PCE, informó a Argala sobre las rutinas diarias del ministro-subsecretario de la Presidencia, Carrero. ETA, cuando comprobó su veracidad, pensó en secuestrarlo con la pretensión de provocar un golpe de efecto para canjearlo por sus más de 150 presos, su obsesión entonces”. Forest había conocido a Argala por mediación del padre Llanos y el jesuita vasco Iñaki O’Shea.
“Los planes de ETA —recuerda Amigo— cambiaron cuando, en junio, Franco nombró presidente del Gobierno a Carrero y reforzaron su escolta. Pero no sus rutinas. ETA descartó el secuestro por su riesgo y decidió matarlo. Tenía dinero y dinamita para hacerlo y una militancia revolucionaria con el entusiasmo del todo es posible de 1968. Tenía un ingeniero de minas y militantes que sabían manejar explosivos. Excavó un túnel debajo de la calzada por la que pasaría el coche de Carrero. El objetivo pasaba a ser la provocación de un golpe al régimen de impacto internacional cuyas consecuencias desconocíamos”, recuerda Amigo.
ETA tardó un mes en excavar el túnel, tras alquilar un sótano en la calle Claudio Coello, y colocó 70 kilos de dinamita. “Prepararon el atentado una treintena de militantes, pero lo ejecutaron tres. La visita del secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger a Madrid fue determinante en la fijación de la fecha, dada la cercanía de la Embajada estadounidense al lugar del atentado. Se hizo el día que marchó”, señala Amigo.
Nunca fueron detenidos los ejecutores del magnicidio, aunque Argala fue asesinado por un grupo parapolicial cinco años después. En 1974 fue detenida Forest, y en 1975, los líderes etarras Ezkerra, Goiherri y Wilson. La causa judicial abarcó 3.009 folios. Pero no hubo juicio por la amnistía de 1977. En mayo, el presidente Suárez ordenó archivar la causa para que ETA asumiera la celebración de las elecciones de junio, señala Gaizka Fernández, historiador e investigador del Memorial de Víctimas del Terrorismo.
Fracaso policial
Fernández dice que “la ausencia de juicio, el fracaso policial, la cercanía de la Embajada norteamericana, el nivel técnico del atentado, el explosivo utilizado y sus consecuencias políticas han originado múltiples especulaciones, que atribuyen a la CIA o a servicios españoles la autoría intelectual del crimen”. El historiador es tajante: “La teoría de la conspiración ha sido desmentida por la historiografía académica y el análisis de sus fuentes documentales”.
Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV y autor de 20 de diciembre de 1973 asegura: “Aunque el atentado plantea situaciones increíbles, los libros que se nutren de la conspiración no la demuestran. La desclasificación de más de un millón de documentos de la CIA no aporta nada a esa sospecha. O la desmiente como las grabaciones en el Despacho Oval de Nixon o los cables de Kissinger, difundidos por WikiLeaks. El relato está fundamentalmente acabado”.
Fernández y Rivera —que han estudiado a fondo el sumario, las pruebas documentales y los textos publicados— coinciden en la negligencia policial por desconocimiento. Recuerdan una declaración del entonces director de Seguridad, Eduardo Blanco: “Nos equivocamos. Entonces era casi folklórico pensar que ETA atentaría en Madrid y contra el presidente del Gobierno”. Lo mismo opinaba el coronel San Martin, jefe de los servicios secretos. “Los conflictos estudiantiles y obreros, la Iglesia y el PCE eran las preocupaciones del régimen a fines de 1973, según los informes del Seced [servicios secretos españoles]”, señala Fernández. “ETA nunca había actuado en Madrid. La policía no identificó a los autores del atentado hasta llegar de Bilbao el responsable antiterrorista del País Vasco, Luis Pinillos, con el álbum de fotos de los etarras fichados que la portera de Claudio Coello identificó”, añade.
La tesis conspirativa encuentra una de sus bases principales en el libro Operación Ogro, redactado por Forest tras conversar con los protagonistas del atentado. Amigo asegura que Forest le confesó que fue ella quien informó a Argala de las rutinas de Carrero y que su libro está plagado de pistas falsas para despistar a la policía. “Cualquier madrileño podría haber facilitado a ETA aquella información. Los hábitos de Carrero no eran un secreto. Incluso su domicilio aparecía en la guía telefónica”, señala Fernández.
“La policía, tras analizar el explosivo utilizado, concluyó que pertenecía al robado en Hernani por ETA. También aparecían marcados en un plano que la policía encontró a ETA la Embajada norteamericana y el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil, igualados en importancia, lo que desbarata la conspiración. Ni en las diligencias policiales ni en la documentación del Seced se advierten sospechas de que ETA hubiese contado con la ayuda de agentes exteriores”, sigue Fernández. Rivera asegura: “No tenía sentido que la CIA quisiera eliminar a Carrero, artífice de los acuerdos de 1953, cuando EE UU quería estabilidad en España y su asesinato provocaría incertidumbre”.
El coronel Ángel Ugarte, entonces responsable del espionaje en el País Vasco, poco antes de fallecer declaró a EL PAÍS: “El atentado lo ejecutó ETA con logística del grupo de Eva Forest. Fue la guía de ETA en Madrid, muy bien relacionada en la capital. Hoy sería impensable algo similar. Policía y Guardia Civil tenían gran desconocimiento sobre ETA. Es falso que desde arriba se dejara hacer el atentado. Nos cogió desprevenidos a nosotros y al régimen preocupado entonces porque Franco se moría”.
Consecuencias
El magnicidio tuvo consecuencias en ETA. Rivera asegura: “Ganaron quienes defendían que la violencia era el eje central y ha sido así en las sucesivas crisis entre militaristas y políticos, casi hasta el fin del terrorismo”. También en Euskadi tuvo consecuencias a largo plazo. Según Rivera, “el magnicidio de Carrero, junto con el proceso de Burgos de 1970 y los fusilamientos de dos etarras [Jon Paredes, Txiki y Ángel Otaegi] en 1975 conforman los hitos fundacionales de ETA que acumularon su legitimidad, la de la violencia, superando las barbaridades que protagonizó y que afectó a la sociedad vasca durante décadas”. Tras el atentado de Carrero, el prestigio de la violencia política estimuló a grupos como el FRAP, GRAPO, Terra Lliure y Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive, desaparecidos en los ochenta. También empezó la “guerra sucia” con grupos parapoliciales hasta mediados los ochenta. Su primer atentado fue en 1975. “Sin embargo, el proceso de tránsito de la dictadura a la democracia ocupó la centralidad y el terrorismo sólo constituyó un influyente entorno que afectó más a la sociedad vasca que a la del resto de España”, señala Rivera.
El atentado descolocó, inicialmente, a la oposición democrática, especialmente al PNV y al PCE, los más influyentes en Euskadi y España, respectivamente, pues cuestionaba sus estrategias de cambio reformista. “La oposición antifranquista tuvo que cargar con la dificultad de la violencia política, pero no condicionó a medio y largo plazo su pragmatismo reformista. Se impuso frente a la vía violenta”. ETA, trató de capitalizar el atentado con la publicación de cuatro comunicados reivindicativos, con una rueda de prensa en Francia y en pocas semanas publicó el libro Operación Ogro que redactó Forest con pseudónimo.
ETA ha creído siempre que no capitalizó el atentado. “ETA prologó hasta 12 ediciones de Operación Ogro dónde adaptaba la explicación del atentado a las circunstancias políticas. Pertur, dirigente de ETA-pm, concluyó que había favorecido más al antifranquismo español que a ETA y creó un partido para capitalizarlo, Euskadiko Ezkerra. En la edición de 1995, Antxón Etxebeste, líder de ETA-m, que monopolizó la sigla en 1982 al disolverse ETA-pm, señaló que los españoles se beneficiaron con la democracia que posibilitó el atentado, pero no los vascos que seguían con sus demandas insatisfechas”, afirma Rivera.
El comisario de Investigación Criminal Lorenzo de Benito descubrió a las 11.30 en un lateral del cráter provocado por la explosión los cables y el túnel que confirmaban el atentado. El presidente en funciones, Torcuato Fernández Miranda, informó a Franco a las 12.00, pero no se hizo oficial hasta las nueve de la noche. ETA lo confirmó a las 23.00 por Radio París. Fernández-Miranda pidió calma —no declaró el estado de excepción— porque pretendían esconder el fallo de seguridad e insistir en que las instituciones funcionaban con normalidad. Sin embargo, el entonces director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta Cano, al que también sorprendió el atentado, envió un télex a sus unidades solicitando “medidas contundentes”. Era el primer choque entre “moderados y ultras” tras la muerte de Carrero. Habría muchos más.
La debilidad del régimen afloró, también, en su tensión con la Iglesia. Varios ministros quisieron evitar que el cardenal de Madrid, Enrique Tarancón, oficiara la misa, pero Franco no les dejó. “El Vaticano no condenó el atentado. El ministro López Rodó pasó esos días persiguiendo al Nuncio del Vaticano, monseñor Dadaglio, para que Roma condenara expresamente el atentado. No lo consiguió y tuvo que conformarse con un telegrama de condolencia. La Iglesia vasca legitimó el atentado. Lo que reveló la profunda crisis del régimen al haber sido uno de sus pilares”, señala Rivera.
El historiador dibuja el papel de Carrero: “Era el alfiler del abanico de familias del régimen. Al fallecer emergieron sus diferentes propuestas caóticamente. Los Gobiernos de Arias Navarro que le sucedieron fueron la continuidad del franquismo, un tiempo muerto, hasta que en el verano de 1976, fallecido Franco, le sucedió Adolfo Suárez. Arias fue más débil que la conjunción de intereses que empujaba a España al cambio. Presionaban la calle, la prensa y la oposición democrática, pero también los intereses económicos locales, las cancillerías europeas y los reformistas franquistas. Arias no pudo parar la historia. Tampoco lo habría hecho Carrero”.
El asesinato de Carrero no marca el inicio de la Transición. “Era un reaccionario, incapaz de entender los cambios sociales, militar obediente que no se hubiera resistido ante un monarca dispuesto a sostener la continuidad de su trono, apoyado en intereses internos y externos y en una democracia medianamente creíble. Acabaría apartándose o desalojado como Arias. Por eso el magnicidio de Carrero ni es el final del franquismo ni el inicio del tránsito a la democracia. Como resultado, un acontecimiento de enorme relevancia se convierte en carente de trascendencia hasta acabar en innecesario para explicar el proceso histórico general y su resultado”, señala Rivera.
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