jueves, 23 de abril de 2015

21 abril 2015 (13.04.15) (2) Interviu (completa) (opinión)

21 abril 2015 (13.04.15)




“Síndrome del Norte”, la asignatura pendiente







En 1985 un guardia civil que había estado destinado en el País Vasco mató a un transexual en Barcelona. Los forenses dictaminaron que el agente padecía el ‘síndrome del Norte’ por la gran tensión que sufrió debido a la amenaza etarra. Desde entonces, la patología, que no está reconocida oficialmente como enfermedad profesional, se ha diagnosticado con cuentagotas. Los afectados –unos 15.000 agentes– se quejan de la ardua lucha en los tribunales que deben emprender para que su incapacidad irreversible por estrés postraumático sea considerada como un atentado.
La noche del 14 de abril de1985, el guardia civil José Antonio Sánchez García, de 25 años, bebió más de la cuenta. Después de asar por tres discotecas de Barcelona, el agente se dirigió a la Rambla en busca de sexo. Se subió a su coche una joven llamada Erika, que en realidad era Eduardo Sigfrido Pérez, un transexual venezolano que se prostituía. Una discusión por el precio del servicio fue el detonante. El guardia civil sacó su arma y le descerrajó un tiro en la nuca ala prostituta. Los forenses indicaron que José Antonio Sánchez sufría el síndrome del Norte como consecuencia de su paso por el País Vasco para luchar contra ETA. Había estado destinado allí hacía cinco años, durante ocho meses y presenció la muerte en atentado de un compañero. Era la primera vez que se recogía en un documento médico oficial la existencia de una dolencia mental propia de guardias civiles y policías tras haber estado destinados en el País Vasco durante la época más salvaje de la ofensiva etarra contra los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. El diagnóstico le sirvió al guardia Sánchez para rebajar considerablemente su condena: de 24 años de cárcel a once. Desde entonces, en escasos informes médicos se ha vuelto a ver la expresión síndrome del Norte. La falta de reconocimiento por parte del Estado ha provocado que no existan datos ni cifras oficiales sobre la patología.
Los sindicatos y asociaciones de la Policía y la Guardia Civil estiman que unos15.000 agentes de ambos cuerpos sufren la enfermedad, lo que equivale a un tercio de los que estuvieron destinados en el País Vasco entre 1975 y 1990. De estos, solo a un uno por ciento aproximadamente los tribunales de justicia les han reconocido que sus trastornos mentales son consecuencia de su actividad en el País Vasco. El malagueño Cristóbal Palomo es uno de ellos. Estuvo destinado como policía nacional en el País Vasco entre 1981 y 1986. Presenció atentados que acabaron con la vida de otros policías, pero lo que le marcó para siempre fue el suicidio de su compañero Camilo, en 1981,en Pamplona. “Su muerte estuvo provocada por la enorme tensión que vivíamos en el Norte, muertos de miedo por si éramos los siguientes en caer bajo las balas de los etarras, rodeados del desprecio de la gente y con muy poca preparación”,recuerda Palomo. El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía reconoció en junio de 2002 que como consecuencia de las condiciones de trabajo de Cristóbal en el País Vasco, éste desarrolló un síndrome depresivo y delirante que le incapacitó permanentemente. Ordenaba entonces el tribunal que se le reconociera la enfermedad profesional en acto de servicio, lo que da derecho a una pensión extraordinaria. Uno de los abogados que más casos por síndrome del Norte ha llevado en los tribunales es Florentino Martínez, letrado de la Asociación Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado Víctimas del Terrorismo (Acfsevt). “De todos los casos que he llevado, unos 50 han logrado el reconocimiento. A partir de 2008 la Administración se volvió muy restrictiva a la hora de reconocerla incapacidad permanente por estrés postraumático. Los cambiaban de destino o los dejaban en el mismo pero con las limitaciones de no poder portar armas, por ejemplo”, explica Martínez.

 Pleito interminable


Al ex policía Jorge Casas le costó 18 años de pleitos que le reconocieran la relación entre su patología de ansiedad crónica y su trabajo en el País Vasco, entre 1980 y 1982.Tiene una incapacidad reconocida del 65 por ciento. Ahora trata deque se le reconozca como víctima del terrorismo; una pretensión que ha sido denegada por la Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo, del Ministerio de Interior. Pero Casas no se rinde y ha presentado un recurso ante la Audiencia Nacional. “Me salvé de un atentado por los pelos. Fue la gota que culminó el vaso de toda la presión que soporté en el Norte”, alega Jorge Casas. El 26 de marzo de 1982 dos pistoleros de ETA acabaron con la vida de Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en San Sebastián, y del policía Antonio Gómez. “Antonio era mi compañero. Nos dirigíamos a dejar al protegido en su domicilio. Yo iba mucho más retrasado cuando escuché los disparos. Me tiré al suelo y después descubrí la masacre”, dice Casas del Estado ha provocado que no existan datos ni cifras oficiales sobre la patología.

A Eva Pato le quedaron solo 50.000 pesetas (300 euros) de pensión en 1994. Tenía tres hijos y 29 años. Su marido, José Santos Pico, policía nacional, se pegó un tiro en la cocina de su casa en San Sebastián. No hubo ni reconocimiento ni ayuda para la viuda. Aunque esta vasca no está considerada oficialmente como víctima del terrorismo, el Director General de la Policia Ignacio Cosidó, pudo escuchar su trágico relato en octubre de 2014,durante unas jornadas sobre mujeres víctimas del terrorismo organizadas por la Asociación Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado Víctimas del Terrorismo (Acfsevt). Su presidente, Paco Zaragoza, califica de infernal el ambiente que vivieron los policías en el País Vasco: “Los agentes que mostraban algún síntoma de debilidad eran tildados por jefes y mandos de cobardes, locos o borrachos. Muchos miembros de los Cuerpos de Seguridad del Estado han caído en el alcohol, y otros se han suicidado por no poder soportar ni las situaciones tan dramáticas, ni las presiones de los mandos para reincorporarse a sus puestos de trabajo inmediatamente de haber sufrido una agresión terrorista o recoger los restos de su compañero muertos en un atentado”. José Santos, el esposo de Eva Pato, no soportó la muerte de la hija de un compañero, en 1991. La joven Coro Villamudría murió en la explosión del coche de su padre, policía, que resultó herido junto a otros dos de sus hijos.“Aquel atentado fue dolorosísimo –recuerda Eva–. Nosotros habíamos sufrido dos atentados, en 1980 y 1981, en nuestras viviendas. Creo que mi marido no quería ser el responsable de la muerte de alguno de nuestros hijos y por eso se quitó la vida”. Desde entonces, Eva lucha para que se reconozca que la muerte de su marido se debió al síndrome del Norte. “Parece que con la ley vigente, que reconoce la figura de los amenazados como víctimas del terrorismo, se podría intentar que, por fin, se haga justicia con mi marido y con otros muchos que se suicidaron por los mismos motivos”, declara la viuda de Santos, para la que ese reconocimiento solo depende de la voluntad política. “Para el Gobierno Vasco, mi marido sí ha sido víctima del terrorismo, pero es un reconocimiento simbólico, que agradezco. Para el Estado, no”.

Reconocimientos nulos

Desde 1982, 447 guardias civiles se han suicidado; uno cada 26 días. Son estadísticas oficiales del Cuerpo. La Asociación Unificada de la Guardia Civil (AUGC) ha iniciado su propio estudio sobre conductas suicidas en la Guardia Civil. ”El riesgo de suicidio entre nuestros agentes se ha multiplicado por cinco respecto a los ciudadanos civiles. Tenemos que saber las causas para poder evitarlos. Si se rastreara los motivos de las jubilaciones anticipadas y de los suicidios, veríamos la trascendencia del ‘síndrome del Norte’”, sostiene Juan Antonio Delgado, portavoz de AUGC. El Sindicato Unificado de Policía(SUP) pretende que se reconozcan los méritos y el sufrimiento de los agentes destinados en el País Vasco. “No se les ha reconocido jamás su labor –sostiene Luis Mariano Rodado, secretario general del SUP del País Vasco–. Ni a sus familias, que padecieron también el ‘síndrome del Norte’ o estrés postraumático”.

El sindicato solicita que se les otorgue la medalla roja al Mérito (pensionada con unos 130 euros al mes) a todos los policías que hayan prestado sus servicios en el País Vasco durante 15 años, y la medalla blanca (sin remuneración)a los que hayan estado cinco años allí.”Todos los que trabajamos en el País Vasco arrastramos alguna secuela. Algunos lo hemos canalizado mejor que otros”, recuerda Rodado. Este policía destinado en el País Vasco desde 1989 perdió a su jefe, Eduardo Puelles, en un atentado en junio de 2009. “Eduardo había cogido uno de los coches de mi equipo, que llevaba dos días de descanso. Son golpes que no se superan nunca”, asegura Rodado.


Viví mi infancia pensando que mi padre era ferroviario como mi abuelo. Eso es lo que me habían dicho en casa. Con seis años, descubrí que era policía, un día de paseo por Vitoria con mi madre. De repente, nos vimos inmersos en una manifestación de Herri Batasuna. Había muchos policías y grité: “¡Mira, cuántos ferroviarios, como papá!”. Mi padre se llama Francisco Martín y nació en Huelva en 1958. Su primer destino como policía nacional fue Miranda de Ebro, en 1980. Al año siguiente, lo trasladaron a Vitoria, en los años de plomo de la ofensiva etarra contra los policías y guardias civiles. Comenzaba entonces para él un viaje sin retorno hacia la destrucción. Residíamos en un piso alquilado en la calle Arana. No nos hablábamos con os vecinos. Mi madre, una granadina valiente, me tenía dicho que no contestara nunca a nada de lo nos que dijeran. Muchas veces nos insultaban en euskera. Recuerdo un día horrible cuando nos disponíamos a ir al colegio. Una vecina que estaba fregando el portal nos derramó un cubo de agua al grito de “txakurrak kampora”. Nos mojamos los pies y mi madre, sin volverla cara, me dijo que siguiera para adelante. Nos refugiamos en una mercería cuya tendera, una anciana gallega, era el paño de lágrimas de mi madre. Me regaló un par de calcetines. Llegué al colegio tarde, muy triste porque no entendía porqué esa mujer nos había tirado el agua. No tengo una imagen fija de mi padre en mi infancia. Cada semana cambiaba de apariencia. Era una manera de autoprotegerse de los terroristas. Cuenta mi madre que cuando yo era muy pequeña lloraba porque a veces no le reconocía. Se dejaba el pelo largo, se lo cortaba, lucía bigote, otras veces barba. Recuerdo aún algunos rituales cuando íbamos a salir todos en familia. Mi padre quería protegernos y se las ingeniaba para no llamar la atención. Primero salía él del piso y, al rato, nosotros. Nos encontrábamos en algún parque y ya paseábamos. Vivir así es duro. Sobretodo lo fue para mi padre, al que ETA arrebató a compañeros y amigos. Francisco González Ruiz  era de Granada, del mismo barrio que mi madre, y en mi casa lo conocían como Paquillo el de La Chana. Mi madre y él habían coincidido en su juventud en esta zona granadina. Al reencontrarse en Vitoria se forjó una gran amistad entre mis padres y Paquillo. La noche del 31 de octubre de 1982, cuando yo acababa de cumplir siete meses, mi padre entraba de servicio y Paquillo terminaba el suyo. Se pusieron a hablar unos instantes, tomando un café, sobre la visita del Papa a España y de las recientes elecciones generales. En ese lapsus de tiempo, llamaron a una de las unidades eco-2 (subestación eléctrica de Iberduero a la salida de Vitoria, dirección Arcaute) para hacer la escolta hasta la central eléctrica. Mi padre iba a hacer el relevo pero aún no se había terminado la consumición y Paquillo le respondió: “Son cinco minutos. Quédate a acabar el café”. Esas serían las últimas palabras de Paquillo a mi padre. Al rato haría explosión un coche bomba  con 50 kilos de goma 2 al paso de las tanquetas de la Policía Nacional que acabaría matando al gran amigo de mi padre. Mi madre escuchó el estruendo desde nuestro piso. Pasó horas llorando hasta que Ramón, compañero policía, se acercó para avisarle deque mi padre estaba vivo. A la mañana siguiente al terminar el turno, mi padre llegó destrozado a casa. Había estado en el lugar de los hechos y había visto lo que quedó del cuerpo de Paquillo. Nunca lo pudo superar. Otro de los hechos que afectaron al ánimo de mi padre fue cuando, a finales de la década de los 80, le comunicaron los inspectores de la Brigada de información (encargada de la lucha antiterrorista) que había sospechas de que ETA estaba planeando atentar contra un policía que tenía sus hijos en el Colegio Antonio López de Guereñu. Entre esos niños, me encontraba yo. Este episodio atormentó a mi padre hasta el punto que mi madre, mi hermano yo nos bajamos a vivir a Granada. En 1992 mi padre fue destinado a Fuengirola (Málaga). Había pasado once años en el País Vasco. Ya instalados en la Costa del Sol vimos cómo mi padre seguía manteniendo conductas que no eran normales. Mirar los bajos del coche, revisar toda la casa antes de dormir, sentarse de cara a la puerta o ponerse nervioso si algún desconocido le miraba más de un minuto seguido no son más que anécdotas de lo que la vida nos tenía guardado. Una noticia sobre ETA en un informativo podía suponer tres meses de infierno en mi familia. Recuerdo los grandes ataques de ira de mi padre, las puertas rotas, los llantos y, lo peor de todo, cuando se encerraba en su habitación con las persianas cerradas, sin una ranura de luz, y decía esperar la muerte. Cualquier ruido podía desestabilizarlo. Muchas madrugadas el simple ladrido de un perro hacía que cogiera la pistola y nos despertara a todos para ver si estábamos bien y comprobar que no había nadie en la casa. El terrorismo nos perseguía. En junio de 2002 ETA explosionó dos coches bomba a una manzana de mi casa, en Fuengirola. Hubo seis heridos graves. Aquella catástrofe hizo que mi padre definitivamente sucumbiera al síndrome del Norte. Al poco, le dieron de baja, y posteriormente lo jubilaron. La lucha en los tribunales de mi padre fue  para que le reconocieran su sufrimiento en acto de servicio. Estuvo de baja desde 2004 hasta 2007 y le concedieron  la incapacidad permanente pero sin ese reconocimiento. Ya en 2012, después de cinco años de juzgados y tribunales médicos, obtuvo el reconocimiento oficial de enfermedad mental por los servicios prestados como policía en el País Vasco, o lo que es lo mismo, el diagnóstico  de síndrome del Norte, y la jubilación en acto de servicio. Fue la propia Abogacía del estado la que ese mismo año instó a la dirección general de la Policía nacional a que incoara un expediente de averiguación de causas de jubilación por sospechar que se podía tratar de un caso de víctima del terrorismo. Tres años después, no sabemos nada del tema. Una de las mayores desilusiones que me he llevado en mi búsqueda por encontrar ayuda para mi padre ha sido la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT). “Sentimos no poder ayudarle. Su padre no es víctima del terrorismo y no puede recibir nuestro apoyo psicológico”. En dos ocasiones me han dado esta respuesta. ¿Cómo es posible que una asociación de víctimas dé la espalda a quienes se han dejado la salud mental por velar por la seguridad de todos los ciudadanos frente al terrorismo? Los recuerdos del País Vasco atormentan aún a mi padre. No ha logrado desprenderse de la ansiedad y el estrés y ha estado ingresado en siete ocasiones en hospitales psiquiátricos. El síndrome del Norte le ha derivado con los años a otras patologías como el trastorno límite de la personalidad y la depresión crónica. Él es víctima del terrorismo y ha de ser tratado como tal y no acarrear el estigma de “los locos del norte”“los policías pirados” y otros tantos calificativos con los que son despreciados.

Opinión:

Impresionante reportaje el realizado por Ana María Pascual. Otros muchos medios que apoyan a la administración o a cualquier asociación de víctimas deberían aprender a ofrecer la REALIDAD SOCIAL de tantas personas que han sufrido las consecuencias del terrorismo. Pero la ineptitud o la desidia no les permite mostrar la osadía suficiente para hablar claro sobre el tema.
Pero a mi, que llevo mas de media vida dedicado al tema asistencia la víctimas del terrorismo, tampoco me preocupa si el Ministerio o la administración de turno se puede molestar con lo que a continuación voy a explicar.
El reportaje de Ana María Pascual me da la oportunidad de ofrecer mucha información que he vivido en primera persona al dedicar cientos de horas a tramitar expedientes de otras personas afectadas por las consecuencias de los atentados terroristas que han vivido.
Y si molesta a alguien, ajo, agua y resina. Ahí van los datos y si un solo representante político se atreve a investigar el tema, tiene todos los datos a su disposición.
Ah, advierto que esto va a ser largo…

Que hayan personas que han sufrido todo lo sufrible mientras servían a los ciudadanos en el País Vasco y ahora reclamen el derecho a ser reconocidos como víctimas del terrorismo lo encuentro lógico y coherente.
El problema es que el legislador, o sea los representantes públicos que crean las leyes, han legislado de tal manera que, desgraciadamente, se han colado much@s list@s en la relación de víctimas “reales” del terrorismo y ello ha llevado a quienes deciden si se es o no se es víctima, a poner en práctica la frase que dice “pagarán justos por pecadores”.
Se han dado casos de personajes que han conseguido incapacidades y pensiones presentando lesiones “aparecidas misteriosamente” hasta veinte años de presenciar un atentado. Hay otros cuyo nombre aparece en la relación de heridos de una sentencia y van por la vida explicando lesiones y experiencias que nunca han vivido (como la misma sentencia aclara). Otros, haciendo gala de su posición en algunas asociaciones, reales o virtuales, exigen constantemente el ser reconocidos como víctimas o claman amenazando por la venganza de “las” víctimas. También encontramos a aquell@s que, mostrando un hipócrita interés en las lesiones de otros, las han mezclado como si fuera su propia historia. O aquellas que van detrás de algún responsable de la administración implorando recibir una pensión “bajo mano” o una subvención para que su cónyuge se pueda hacer una intervención de reducción de peso… De todo ello, no lo olvidemos, el Estado debería estar interesado en conocer a donde van los recursos, aunque otra cosa es que le interese investigar… ya sabemos aquello que tanto sirvió a algunos para obtener réditos electorales: “las víctimas siempre tienen la razón”.

Pues no, eso no es verdad. Las víctimas no tenemos siempre la razón, y menos cuando las que hablan, exigen y gritan son las que algunos llamamos “víctimas de tirita”. O ni siquiera son víctimas porque no tienen ni el derecho a solicitar una Gran Cruz o una Encomienda. Por suerte, porcentualmente son pocas pero lo suficientes para que el Estado no se fíe de nadie y…

luego está el otro lado de la cuestión, el lado de las víctimas que muestran una dignidad y una paciencia que nunca se acaba, unos seres humanos que no levantan la voz por no molestar, que viven su dolor con la esperanza de que nadie mas sufra lo mismo que ell@s... Son esas víctimas a las que se les exige 35 años después del atentado que presenten un documento original de la primera baja para cobrar una mísera indemnización… o las que llevan meses esperando que un ministerio les responda con un “si” o un “no” una pregunta muy sencillita pero que no está reflejada en la legislación… padres y madres que tienen sus secuelas psiquiátricas reconocidas simplemente como “enfermedad común” por no estar presentes en el lugar del atentado cuando les asesinaron a sus hijos pequeños… existen cónyuges de herid@s que tuvieron que visitar los hospitales para reconocer cadáveres ante la posibilidad de que su familiar estuviera entre ellos… o los que solo son noticia el día del atentado para la foto de siempre y luego no reciben ni una llamada telefónica para saber cómo están… o las que se enteran por la prensa de que una asociación y un fiscal las representa en un juicio sin siquiera haber hablado antes dos minutos o verse las caras…

Con todo lo antedicho no quiero decir que los miembros del las FCSE a las que hace referencia el excelente reportaje de Ana María Pascual no tengan toda la razón para exigir lo que creen es de derecho. Sólo faltaría, les animo a hacerlo. Pero quiero advertirles que, en 27 años de trabajo asistencial y como víctima de ETA, he visto tanta injusticia y tanto aprovechado del dolor ajeno que el hecho de que el Estado sea ahora mas restrictivo obedece, entre otras razones, al morro que algun@s han mostrado, muestran y mostrarán en el mundo de “las” víctimas del terrorismo.
¿Qué podemos esperar de un Estado al que no le importa lo más mínimo encontrar a las víctimas del terrorismo a las que tanto dice reconocer?





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