05 agosto 2017
Sergio Fariña
Aboy, hostelero que protegió su restaurante de los terroristas de Londres
“Pensé que se
había acabado todo”
El dueño español de un restaurante
se convirtió en héroe inesperado de los ataques en la capital británica
Después de 16 años trabajando en la hostelería de Londres,
a donde emigró desde su ciudad con 21 años, Sergio Fariña (Pontevedra, 1977)
era un hombre feliz el sábado 3 de junio. Había abierto su propio restaurante
con varios inversores: Arthur’s Hooper en el Borought Market, una zona de
terrazas en el centro. Ese día cumplía un mes y medio con el negocio abierto
(vinoteca y comida con inspiración española y turca, nacionalidad de su
esposa). Se encontraba en el piso de arriba del local haciendo el papeleo de un
nuevo empleado mientras miraba de reojo la hora: hacía buen tiempo y su pareja
estaría saliendo de casa para ir a buscarlo, tomar un vino y regresar juntos
bordeando el Támesis. “El mejor momento de la semana”, dice a EL PAÍS.
Entonces
observó en las cámaras de seguridad algo
que no le gustó: uno de los guardias de seguridad contratados por el
mercado para patrullar la calle se había metido dentro del restaurante. Un tipo
alto, musculoso. Lo había hecho ya en alguna ocasión; Sergio prefería que no lo
hiciese. Un enorme hombre armado y con uniforme paseándose por las mesas no es
el ambiente ideal para un restaurante.
-Le
dije que estaba todo bien. Me respondió que había escuchado a un tío pidiendo
auxilio y quería saber de dónde venía el grito.
Los dos
salieron a la puerta, giraron la cabeza su derecha y vieron a gente en masa
saltando los ventanales abiertos de un restaurante situado a unos 150 metros , un sitio
especializado en tapas españolas. El escritor Manuel Rivas dijo una vez que el
terror era la playa de Riazor vacía un día caluroso de agosto de 1936; para
Sergio Fariña, el terror fue ver a gente huyendo de los restaurantes un sábado
por la noche. A los pocos segundos
comprendió por qué.
-La gente chillaba y corría sin rumbo. Cuando se despejó la
calle vimos a tres hombres. Llevaban dinamita atada al cuerpo, en la cintura y
en las rodillas, toda a la vista, y cuchillos en las manos. Caminaban hacia
nosotros.
Primero
pensó en evacuar a todo el mundo. Dentro había unos 10 empleados y 20 clientes.
Los terroristas estaban a cierta distancia, unos cien metros. Pero tenía la
música muy alta y el personal de cocina trabaja en un piso inferior: era
imposible avisar a todos. “Gritando ‘todos fuera’ sólo conseguiría empeorarlo.
Los primeros segundos la gente siempre se queda clavada, y no teníamos tiempo”.
En lugar de
sacarlos, los metió a todos dentro. Luego cerraron el ventanal y finalmente
empezaron a bajar la verja. “Yo pensaba que si lo hacíamos todo muy rápido, con
suerte ni se daban cuenta de que esto era un restaurante”. Pero la verja aún
estaba por la mitad -una papelera la trababa- cuando los tres terroristas se
plantaron delante del local. Uno de ellos se agachó para pasar la verja y se
encaró con Sergio, que estaba cerrando la puerta: el terrorista quiso abrirla.
Sergio la bloqueó con el pie y después hizo fuerza con el cuerpo: los dos
estuvieron así varios segundos, cara a cara, empujando.
-Veía la
dinamita que tenía pegada al cuerpo y pensé que se había acabado todo. Que
aunque consiguiese que no entrase, se haría explotar y me llevaría por delante.
De hecho, habíamos dado instrucciones a la gente para que se refugiase en el
subsuelo, donde la cocina, para que no llegase la onda expansiva.
¿Él decía
algo?
-No, nada.
Tenía la cara desencajada, la mirada vidriosa, inyectada. Vete a saber lo que
se meten antes. Mientras forcejeábamos me fijé en los cuchillos: los llevaban
atados con cinta adhesiva a las muñecas.
El
terrorista se cansó y siguió calle abajo. Entonces el pontevedrés reparó en la
papelera: la quitó y bajó del todo la verja. Al llegar al final de la calle,
los terroristas volvieron sobre sus pasos. Habían terminado su plan, que
comenzó con un vehículo entrando en la zona comercial y siguió a pie apuñalando
a la gente con la que se cruzasen, entre ellos un español que les hizo frente,
Ignacio Echevarría.
Ya no
quedaba nadie en la calle salvo ellos y la policía; ahí sí empezaron a gritar.
Uno de ellos se arrodilló, extendió los brazos en alto y se puso a rezar. “Como
en la escena de Platoon”, dice Sergio. Los tres murieron tiroteados. Habían
asesinado a ocho personas y herido a 48.
¿Y la
dinamita? “No explotó. Quieren sembrar el pánico con ella y evitar que un grupo
de gente los rodee y los reduzca. Con la dinamita todo el mundo huye: es
normal, qué vas a hacer”. El infierno no acabó para Sergio con la muerte de los
terroristas. Llamó a su mujer, que hace el recorrido que siguieron los
suicidas, y ella no cogió el teléfono. “Tuvo como 25 llamadas perdidas en tres
minutos”. Estaba en la ducha.
Cuando
habló con ella, las preocupaciones de Sergio se redujeron a las de cualquier
propietario de restaurante: uno de los peatones que refugió de los terroristas
estaba borracho. “Me dio la brasa no sabes cuánto. Cuando estaba forcejeando
con el terrorista lo tenía detrás hablando. Luego se dedicó a ir bebiendo el
vino que quedaba en las mesas vacías. Fue al primero que eché cuando acabó todo".
El vídeo de
las cámaras de seguridad del forcejeo de Sergio Fariña se convirtió en viral
(lo emitió en exclusiva Diario de Pontevedra). Sergio optó por desaparecer del
mapa. “Vino gente con regalos, clientes encantadores y generosos, y llamaron
medios de comunicación de todo el mundo. En aquel momento no podía hablar con
nadie”.
Opinión:
Ya se que lo que escribiré a continuación podrá molestar a ciertas
instancias pero recomendaría a Sergio Fariña que acudiera a un psicólogo en el
plazo del primer año tras el atentado. Si le aparecen secuelas psicológicas
pasado ese periodo de tiempo, tendrá dos soluciones.
Una, conformarse con la patada en el trasero que le dará la
administración.
Dos, revisar mediante engaños otros casos de atentados anteriores e
inventarse secuelas físicas para, al mezclarlas con las psicológicas y
mostrando unas excelentes dotes interpretativas, solicitar una incapacidad como
algunos personajes han aprendido a hacer con el paso de los años.
¿Quizás algún día aparecerá alguien con ganas de descubrirlo todo?
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