04 septiembre 2023
Ser joven en los años de plomo del terrorismo: “Yo olvido, pero no perdono: no se puede perdonar lo imperdonable”
El libro ‘Eso que llamabas paraíso’ (Libros del K.O.) parte del testimonio del hijo del socialista asesinado Enrique Casas para ahondar en las vivencias de los niños en tiempos de terrorismo
La tarde del jueves 23 de febrero de 1984 fue desapacible, con nubes y chaparrones en San Sebastián. Entre las rachas de viento, dos hombres ataviados como obreros llamaron a la puerta del socialista Enrique Casas, en el número 12 de la travesía de la Alondra, que en aquel momento estaba preparando un discurso electoral. Casas preguntó, desde el otro lado, quién llamaba, qué quería. Los hombres respondieron que necesitaban no sé qué ayuda o cosa para la obra cercana. Cuando Casas abrió, le descerrajaron 13 disparos con dos armas, un revólver del 38 especial y una automática de casquillos SF81. Entre disparo y disparo se escuchaban los gritos del atacado: “¡cobardes!”, “¡asesinos!”. Los atacantes eran miembros de los Comandos Autónomos Anticapitalistas.
El cuerpo inerte de Casas quedó tirado en el suelo. Su hijo, Ricardo, de 17 años, que estaba en el hogar familiar estudiando piano y preparando la Selectividad, se asustó por la violencia del asalto y no quiso ver el cadáver de su padre. Luego se arrepentiría por no haber salido a defenderle. “¿Cómo le ibas a defender? Te hubieran matado a ti también”, le consolaron, sobre todo su madre, la política Bárbara Dührkop. El atentado fue sonado, por el rango del asesinado y por el viraje en la estrategia terrorista. La violencia dejaba de cebarse en policías, guardias civiles y militares, para llegar a la sociedad civil, en lo que ETA llamaría años más tarde la “socialización del sufrimiento”.
La manifestación en San Sebastián fue masiva, y Ricardo, en profundo estado de shock, fue por primera vez totalmente consciente de quién era su padre fuera de casa (físico, senador, secretario general del Partido Socialista de Euskadi y candidato a las siguientes elecciones autonómicas, para las que solo faltaban unos días) cuando vio la multitud congregada y las personalidades presentes: Felipe González, Alfonso Guerra, Txiki Benegas, Ramón Jáuregui, también Manuel Fraga, etc. “Para mí era un hombre normal, mi padre, una persona, por lo demás, muy tranquila, que no hablaba mucho, pero que cuando hablaba era muy respetada”, recuerda Casas. “Allí tomé conciencia de la importancia de mi padre”.
Fue una manifestación tensa y silenciosa, en la que el silencio se rompía con gritos contra ETA, aunque los autores del asesinato fueron los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Un grupo formado por exmiembros de ETA político-militar (los berezis); pero también por elementos surgidos de los círculos anarquistas y el movimiento de la autonomía obrera, más preocupados por la lucha anticapitalista que por el nacionalismo vasco. “Eran un grupo muy radical, descontrolado y por ello impredecible, muy peligroso”, recuerda el profesor Francisco Uzcanga, amigo de Ricardo Casas.
Los niños y jóvenes vascos de aquellos años de plomo tenían una extraña relación con el mundo que les había tocado vivir. Uzcanga, por ejemplo, como residía en el centro de la ciudad, era testigo con frecuencia de disturbios, cargas policiales, disparos al aire. “Algunas veces me asustaba, pero eso no me hizo tener una infancia traumática”. Casas, que residía en una zona más periférica, vivía todavía más alejado del conflicto. A veces se cancelaban las clases por huelgas o manifestaciones, pero en general, se trataba de proteger a los más pequeños de aquellas tragedias cotidianas, al menos en el ambiente protector y burgués del Colegio Alemán.
Un paraíso cargado de plomo
En Eso que llamabas paraíso. Una historia sobre los ecos del terrorismo, que publica el 18 de este mes la editorial Libros del K.O., Ricardo Casas Fischer, ahora médico dedicado a la gestión pública en Valladolid, le cuenta su historia a Francisco Uzcanga Meinecke, profesor en el Centro de Humanidades de la Universidad de Ulm, Alemania. Las vidas de ambos se cruzan y entrelazan, por el hecho de que ambos tienen un progenitor alemán y, por tanto, un apellido alemán.
Si Casas nació en Alemania, donde vivía su familia, Uzcanga nació en San Sebastián. Cuando Casas regresó a esa ciudad, sin hablar español, ingresó en el Colegio Alemán, donde coincidieron durante dos años, de los 12 a los 14. Ahora ambos tienen 57. “Para mí, llegar a San Sebastián en verano, con la playa, la ciudad bonita, la gente amable, una familia bien estructurada, significaba el paraíso”, dice Casas. “Pero era un paraíso cargado de plomo”.
Uzcanga, que es ahora el que vive en Alemania, encargado de la redacción del proyecto, insiste en que no es un libro sobre una víctima del terrorismo (como el reciente y exitoso Salir de la noche, de Mario Calabresi, hijo de un asesinado por las Brigadas Rojas italianas). “Trata sobre la vida de una persona, Richard, que es médico, que es pianista de cine mudo, y cuyo padre, en un momento de su vida, en efecto, es asesinado”, precisa. Precisamente la muy particular condición de pianista de cine mudo de Casas es la que les vuelve unir, cuando Uzcanga, muchos años después de haber perdido el contacto, tiene noticias de las sesiones en las que su excompañero, por diferentes localidades de España, va poniendo con sus dedos música a películas de Chaplin, Eisenstein o Murnau. Y, de hecho, amplias secciones del libro no tratan de política o terrorismo, sino que son prolijos ensayos sobre música y cine mudo. Para cuestiones políticas remiten a otro libro: Enrique Casas, un socialista entre balas (Catarata), de Pedro Ontoso. En este libro hay otro arrepentimiento, además del Casas por no haber tratado de salvar a su padre. “Me arrepiento de haber perdido el contacto con Richard, de no haber estado ahí cuando él lo necesitaba”, reflexiona Uzcanga.
La biografía de Uzcanga también se hilvana en el libro, porque su existencia fue determinada por la violencia. En 1980 su familia se muda a Madrid, después de que su padre fuera amenazado por los mismos Comandos Autónomos Anticapitalistas que mataron al padre de Casas. “Mi padre, un donostiarra de toda la vida, de pronto se ve ‘desterrado’ a Madrid”, explica Uzcanga, “le destrozaron la vida, porque nunca llegó a integrarse, y extrañaba su tierra”. Desde el Madrid de los años 80, una ciudad tan vibrante, Uzcanga prefirió olvidarse de aquel País Vasco desde el que solo llegaban “noticias funestas”. Era como si aquel conflictivo lugar al norte de la península, entre el mar y las montañas, no existiese para él. No fue hasta años después cuando se reconcilió con su tierra a través del estudio del mundo rural y marinero, de los libros de Bernardo Atxaga, de las películas de Julio Medem, cultivando una vascofilia cultural que aún hoy practica.
La vida tras la violencia
“El tiempo va tamizando los traumas”, dice Casas. Según cuenta, la falta de figura paterna le hizo dar algunos tumbos en la vida: el atentando sucedió en un momento de decisiones de futuro y aquel chaval no sabía muy bien qué camino transitar. Faltaba la figura paterna. “Pero creo que, de todas formas, hubiera llegado al mismo sitio”.
Muchos años después, la sombra del terrorismo es alargada, aunque las bandas hayan desaparecido o hayan abandonado la lucha armada, vemos que ETA sigue en el debate público, sobre todo utilizada como un arma política que la derecha utiliza contra la izquierda. “No creo que haya que volver a sacar figuras del pasado, que ya no intervienen con actos violentos”, opina Casas. “No me parece bien que haya candidaturas de gente con delitos de sangre, pero creo que se puede hablar con un partido democrático que se ha desmarcado de la violencia y que contribuye a la política”.
“El recuerdo del terrorismo se presta a manipulaciones y usos partidistas”, apunta Uzcanga. Cree, no obstante, que es importante que no caiga en el olvido entre las generaciones jóvenes, esas que ya no empuñan las armas para defender sus causas, como sí lo hicieron las de la segunda mitad del siglo XX, cuando una ola de terrorismo recorrió Occidente. “Creo que fue algo anómalo, animado por el triunfo de la Revolución Cubana, el movimiento contra la guerra de Vietnam o el mayo del 68, corrientes que se fueron radicalizando”, dice el profesor, “hoy, en cambio, lo que me preocupa, aquí en Alemania, son las derivas violentas de los neonazis y la extrema derecha”.
Lo que le parece más triste a Uzcanga es que, casi siempre, para avanzar en la convivencia haya que ser más flexible en cuanto a la consecución de la justicia. “Suele ocurrir en etapas de transición, como en la propia Transición Española, donde se olvidaron muchos crímenes franquistas. Y también pasa con el terrorismo. Es el dilema de los demócratas, entre justicia y convivencia. Pero probablemente sea bueno priorizar la convivencia”.
Casas quiere dejar todo aquello atrás. “Todo lo que esté relacionado con el mal, cuanto más lejos mejor: no me interesa hurgar en el rencor, ni en el horror, ni en las pulsiones que llevaron a alguno hacer lo que hicieron. Me interesa cultivar la belleza, la cultura, la convivencia, la preciosa suma de cosas diferentes”. Respeta a las personas que quisieron conocer a los asesinos de sus seres queridos, como Maixabel Lasa, la mujer de Juan María Jáuregui. “Yo olvido, pero no perdono, porque no se puede perdonar lo imperdonable”, concluye Casas.
Opinión:
Cuando se habla de Enrique Casas siempre me viene a a mente la visita realizada al Parlamento Europeo para mantener entrevistas con diferentes parlamentarios españoles. Ninguno del Partido Popular nos quiso recibir. Una de las eurodiputadas socialistas tampoco quiso hacerlo. Su nombre es Rosa Díez y no lo hizo porque, según nos comentó gente de su oficina “ustedes vienen desde Cataluña”.
Quien sí nos recibió, con una amabilidad y deferencia extrema, fue Bárbara Dührkop, con quien todavía tengo el honor de mantener el contacto desde entonces.
Por ello, todo lo que venga de la familia Casas-Dührkop me merece el mayor de los respetos y, seguramente, coincidiré en todo lo que declaren. Como es el caso ahora.
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