lunes, 23 de octubre de 2023

21 octubre 2023 The Objective

 

 

21 octubre 2023 


 

Por qué Occidente debe estar preparado para una nueva oleada de atentados islamistas

Aunque el riesgo de un gran ataque es bajo, cada conflicto en Gaza ha provocado un aumento del extremismo en Europa

Los atroces ataques del 7 de octubre no han surgido de la nada», oí comentar a alguien el otro día.

Es la misma tesis que ha apuntado en The Objective Husni Abdel Wahed, el representante de la Autoridad Nacional Palestina en España: «En la naturaleza hay una ley de la física: la presión produce explosión. Nosotros ya lo advertimos». Este determinismo ignora que, a diferencia de los animales o las bolas de billar, las personas podemos recapacitar y elegir. De la presión no tiene por qué seguirse mecánicamente la explosión.

La miseria no es la causa del terrorismo

Cuando entrevisté en mayo de 2005 al filósofo André Glucksmann, le dije que muchos españoles vincularon el 11-M con la guerra de Irak.

«Y había una conexión, sin duda —contestó—, pero hay otra aún más consistente entre los atentados y el odio islamista contra Occidente. Francia no apoyó la guerra y, a pesar de ello, apresaron a sus periodistas […]. La gente decía: «¡Pero, hombre, si nosotros somos buenos, estamos contra Bush!». La política apaciguadora de Chirac no sirvió nada, porque los terroristas siempre encuentran algún pretexto».

Glucksmann negaba que la yihad se debiera al hambre, la injusticia o la opresión.

«La idea de que la miseria es la causa del terrorismo es una simpleza. Hay millones de pobres y, sin embargo, solo una minoría revienta trenes. Desde el punto de vista estadístico, la tesis no se sostiene. Y desde un punto de vista moral, es una injuria pretender que cualquier desheredado es un criminal en potencia».

Montar en cólera

¿Y por qué sucumben algunos a la furia nihilista?

«Los clásicos ya se ocuparon de ello —decía Glucksmann—. No lo consideraban una alienación mental. Tampoco es una alienación ideológica: se puede ser islamista y no compartir los métodos terroristas. Las heroínas de Séneca, como Medea, no son islamistas, pero no les faltan razones para odiar porque las fabrican».

La llamada «bomba humana» es bomba, pero también humana; es un ser pensante, dotado de vida interior, que puede escoger y escoge matar.

«En francés —decía Glucksmann— tenemos la expresión: «se mettre en colére», montar en cólera. Refleja bien que la cólera no es una erupción incontrolada, que se adueña de ti contra tu voluntad». Es el fruto de un proceso deliberado. «Hay un primer momento en el que, en lugar de dominar el sufrimiento, nos dejamos dominar por él. Nos proclamamos los seres más desgraciados del universo, arrojamos sal sobre nuestras llagas […]. Ese sentimiento prepara el terreno para la siguiente fase: la furia. El dolor que se ha construido pacientemente se vuelve contra los demás».

Los artificieros del odio

No es esta, desde luego, una receta para la felicidad.

Como explica el psicólogo Martin Seligman, difícilmente alcanzaremos la paz si nos dedicamos a azuzar los recuerdos dolorosos. Borrarlos sin más tampoco es la solución. «Intente —escribe— no pensar en un oso blanco los próximos cinco minutos». Es inútil. «Por ello, el perdón, que deja intacta la memoria pero transforma el dolor asociado con ella, es la única opción viable».

«Yo tuve que perdonar para tener una vida plena», reconocía hace unos años Irene Villa, que en 1991 sufrió una traumática amputación a manos de ETA.

Algunos políticos no están, sin embargo, interesados en que pasemos página, porque el odio es un poderoso explosivo. Lo manipulan y lo detonan como expertos artificieros. Seligman cita los casos de Slobodan Milosevic o del arzobispo Makarios, que refrescaban «de forma incesante a sus seguidores serbios y chipriotas la larga crónica de atrocidades» que habían sufrido sus pueblos.

Ninguno ha alcanzado, sin embargo, el virtuosismo de los yihadistas.

El conflicto central de la historia

«El Islam es una religión de paz —me comentó en cierta ocasión un guía omaní—. No había ningún problema en Oriente Próximo hasta que aparecieron los judíos».

Nada más lejos de la realidad. Los musulmanes llevan toda la vida peleándose. El tunecino Ibn Jaldún incluso teorizó en el siglo XIV que la historia estaba gobernada por un conflicto central entre el desierto y la ciudad. En las jaimas de las dunas se incubaban corrientes que preconizaban el regreso a los valores ancestrales. Sus promotores iban ganando adeptos hasta que asaltaban la capital y derrocaban a los dirigentes corruptos.

Luego, los encantos de la vida urbana seducían a los nuevos líderes y preparaban así el terreno para el siguiente ciclo.

El enemigo lejano

Este choque entre tradición y modernidad se reavivó tras la abolición del califato.

El politólogo Gilles Kepel cuenta que la comunidad de creyentes lleva desde aquel instante sumida en la división o fitna. Durante décadas fue un enfrentamiento de carácter doméstico y asimétrico. La minoría islamista perpetraba atentados con los que intentaba desatar la «espiral acción-represión», que tan bien había funcionado en Argelia. Allí, la feroz respuesta de Francia a los atentados del Frente de Liberación Nacional había estimulado la rebeldía, en lugar de desincentivarla y, en 1961, cuando la independencia se sometió a referéndum, seis millones de personas votaron a favor y 16.000 en contra.

La guerra de guerrillas se anotó otra victoria en 1988, cuando los talibanes obligaron a la URSS a retirarse de Afganistán.

Pero a partir de ahí la yihad no hizo más que encadenar derrotas y, a finales de los 90, Aymán al-Zawahiri, a la sazón número dos de Al Qaeda, se dio cuenta de que la estrategia estaba agotada. La práctica sistemática del terror les había enajenado el apoyo popular y no estaba logrando desestabilizar a los gobernantes inmorales, el «enemigo cercano».

Para recuperar el favor de sus compatriotas, concluyó, había que volverse contra el «enemigo lejano».

Los cachorros de la yihad

Estados Unidos y sus aliados, a quienes muchos árabes (religiosos y laicos) atribuyen su postración, nos hemos convertido desde entonces en blanco de sus operaciones. Y en honor de al-Zawahiri hay que decir que sus previsiones se han cumplido. Tras las salvajadas sucesivas del 11-S, el 11-M y el 7-J, los yihadistas recobraron el aura romántica de luchadores de la libertad y la afluencia a las mezquitas se disparó.

Algo parecido cabe esperar, por desgracia, tras la invasión de Hamás.

Aunque el riesgo de un gran atentado es bajo, porque «tardan meses en planificarse», escribe Jason Burke en The Guardian, cada conflicto en Gaza «ha provocado un aumento del activismo extremista en Europa y el actual no es diferente». Las imágenes de la matanza del festival no pretenden tanto sembrar el terror entre los enemigos como el entusiasmo entre los amigos. Sus destinatarios últimos son los mismos que compraban vídeos de decapitaciones en los bazares de Bagdad durante la guerra de Irak.

Son los cachorros de la yihad.

Cualquier pretexto es bueno

Hay muchos problemas pendientes en el mundo, en general, y en Oriente Próximo, en particular.

La situación en los territorios ocupados es intolerable y Benjamín Netanyahu tira piedras contra su propio tejado cuando deja que se pudra en el olvido. «Israel —editorializa The Economist— tiene que demostrar que combate a los terroristas, no a la población de Gaza. Una vez acabe la guerra [contra Hamás], debe impulsar un programa de reconstrucción y prometer que no estrangulará la economía palestina».

Pero no nos engañemos.

Aunque judíos y musulmanes pactasen mañana una paz duradera y un reparto justo del territorio en dos estados, la amenaza yihadista persistiría. Como dice Glucksmann, «los terroristas siempre encuentran algún pretexto». Si no es Gaza, es la prohibición del velo, la portada de Charlie Hebdo o la recuperación de Al Andalus.

Cualquier motivo vale para atizar el odio y convertirlo en la fría cólera de la que han surgido los atroces ataques del 7 de octubre.

 

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