02
septiembre 2017
Política y terrorismo
La
filosofía espontánea del político gira en torno a unos elementos básicos:
simplificación en el análisis (que favorece la alineación de unos contra
otros), lógica binaria (consecuencia de la lucha por el poder), unidad nacional
como ficción, el miedo como instrumento principal de sumisión de la ciudadanía,
la tendencia natural al abuso de poder, la priorización del interés propio.
Sobre
este marco mental irrumpe el atentado terrorista. Es una situación excepcional
por el enorme impacto social que tiene. El asesinato indiscriminado de
ciudadanos es un sinsentido de tal envergadura que funciona como implacable
instrumento para la propagación del miedo que es lo único que buscan los
yihadistas. Nos remite al territorio del absurdo de la condición humana y
genera inseguridad (podía haber tocado a cualquiera) por más que intentemos racionalizarlo
y que las estadísticas nos digan que la probabilidad de que un ciudadano
europeo muera en atentado es ínfima.
La
gestión política de un momento criminal y emocional de estas dimensiones está
llena de tentaciones. Más todavía en una situación como la actual en que los
Estados están perdiendo poder día a día frente a los poderes económicos y su
función se reduce cada vez más a la de garantes de la seguridad de los países.
Situados en el caso de España, con la cuestión soberanista en momento de alta
tensión, las cosas todavía son más complejas. No es fácil hacer encendidas
apelaciones a la unidad con las dos partes, al mismo tiempo, tratando de
cargarse de razones cara al conflicto que viene.
Todo
Gobierno tendrá que responder a preguntas incómodas ante un atentado
terrorista. Todos sabemos que la seguridad absoluta no existe y que habrá otros
atentados. Pero en democracia es obligatorio plantearse qué pasó y qué podría
hacerse para que las cosas vayan mejor. Los Gobiernos acostumbran a aprovechar
el momento emocional para eludir este debate. E intentan capitalizar el miedo.
Es el discurso de la unidad que acompaña a los atentados en el primer momento.
Ante la gravedad de la situación todos a una. Forma ya parte del rito de
elaboración del luto. Pero este momento ofrece tentadoras oportunidades de
capitalización, a partir de la magnificación del problema para convertirlo en
una prioridad absoluta respecto a todo lo demás, corriendo así una cortina
sobre las fracturas sociales o sobre la corrupción e intentando condicionar
otros debates, como el soberanista en este caso.
La
magnificación del problema —recuerden que el presidente Hollande llegó a
declarar la guerra al ISIS— no ayuda en absoluto a la definición de las polí-
ticas de respuesta. Pero favorece la propagación del miedo, instrumento natural
del poder. Y va siempre acompañada de dos cosas: endurecimiento de las leyes y
del teatro de la seguridad y una lectura simplista de la realidad. No se admite
el tratamiento complejo de la cuestión: es una guerra de los malos —islamistas—
contra las sociedades occidentales. La evidencia de que la mayoría de las
víctimas de este conflicto están en otras partes y que los yihadistas no tiene
ninguna posibilidad de alcanzar sus presuntos objetivos (si las democracias
evolucionan hacia el autoritarismo posdemocrático no será por el yihadismo,
sino por el cambio de modelo económico-social) se presenta como buenismo. Y la
introducción de otros elementos de análisis como el factor geopolítico o las
pulsiones nihilistas que irrumpen regularmente en la historia, es catalogada
como pérdida de tiempo. Afortunadamente, la ciudadanía, aquí como en el
entorno, parece haber entendido que la mejor respuesta es la defensa activa de
la normalidad.
Evidentemente,
los Gobiernos deben someterse al escrutinio de su gestión. Por ejemplo, me
sigue sorprendiendo que las policías europeas hayan asumido la norma de tirar a
matar al yihadista y nadie pida explicaciones a los gobernantes. ¿Era
inevitable que los Mossos abatieran a los terroristas? ¿Qué esperan los
partidos a plantear esta pregunta en sede parlamentaria? Son cuestiones de
fondo —que atañen a nuestros valores— que no deben eludirse. Creo que urge
restaurar el lugar de cada cosa (el terrorismo yihadista no es el principal problema
de Espa- ña); renunciar a las explicaciones simplistas que solo sirven para
columpiarse en la construcción de la islamofobia, sin respeto para muchos
conciudadanos; y no utilizar el terrorismo ventajistamente en problemas que no
tienen nada que ver, como el soberanismo catalán. De nada sirve buscar
contaminaciones absurdas.
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