09 septiembre 2024 (08.09.24)
Bomba
en la cafetería Rolando: la matanza que se quiso olvidar
Natividad
Astudillo guarda en su biografía la rara experiencia de escuchar qué dicen de
ti cuando has fallecido; solo que a las tres y pico de la tarde del 13 de
septiembre de 1974, ella estaba casi viva cuando oyó a una mujer sentenciar:
“Está muerta, está reventada”. No había perdido del todo la vida, ni del todo
el sentido, aunque tardaria días en despertar. KO por la onda expansiva de la
goma 2 y por los impactos de metralla que le quebraron el maxilar y le
perforaron el cuerpo, podía oír, pero no hablar ni abrir los ojos. No entendía
qué quería decir aquella mujer, enfermera de Urgencias, a quién se refería con
ese diagnóstico. “Es que yo no sentía nada, no sabía qué me había pasado”,
recuerda hoy.
La
explosión de entre 10 y 14 kilos de dinamita plástica con una nutrida
guarnición de 1.000 tuercas en medio de un comedor al completo es, básicamente,
un repentino huracán de llamas, un millón de esquirlas de acero, loza, madera,
cristal y hueso humano acribillando el espacio en todas direcciones y unas
toneladas de cascotes cayendo por doquier. Del horror en que se convirtió la
cafetería Rolando de la calle Correo de Madrid se van a cumplir 50 años.
Natividad estaba en El Tobogán, un bar aledaño al que atravesaron el estallido
y la metralla. Teniendo en cuenta lo que allí pasó, se puede considerar
afortunada: sobrevivió a la primera matanza masiva de ETA.
El
saldo forense del atentado fue de 13 muertos y más de 70 heridos. El saldo
penal, tres autores conocidos y cero condenados. De hecho, el crimen permaneció
44 años sin que lo asumiera la banda terrorista, flotando en los charcos de
bulos y teorías de la conspiración.
Sin
contrición
Medio
siglo después, Bernard Oyarzábal y Maritxu Cristóbal, los dos jóvenes etarras
que dejaron su bomba en la Rolando, son dos ancianos vecinos de la ciudad
vascofrancesa de Bayona que nunca han pedido perdón. No comparecieron ante
tribunal alguno, pues Francia negó su extradición. Sus víctimas muertas y vivas
están esparcidas en reguero por Madrid, Córdoba, Burgos, Málaga A Coruña,
Villablino, Rivas, Tres Cantos, Badajoz....
Todas
las investigaciones del crimen -la policial, la judicial y la historiográfica-
señalan a una autora intelectual. La escritora Eva Forest, pareja del
dramaturgo abertzale madrileño Alfonso Sastre, mujer carismática que se hacía
respetar en la extrema izquierda luciendo pedigrí de hija de anarquista
barcelonés muerto en la Guerra Civil, le había montado a ETA una red de apoyo
logístico en Madrid.
A
Forest, que sería con el tiempo senadora de Herri Batasuna, destacada activista
contra la tortura, le pareció que la cafetería Rolando sería buen objetivo para
golpear al franquismo. Dada su cercanía al edificio del reloj de la Puerta del
Sol, entonces domicilio, oficina y calabozos de la temida Dirección General de
Seguridad de la dictadura -y hoy sede de la presidencia de la Comunidad de
Madrid-, estimó Forest, y con ella la rama militar de ETA, que el golpe mataría
a muchos policías de los que a diario comían y tomaban café en el local. Como
le dijo Forest a un cercano, "gente de la represión".
Importa
en esta efeméride tanto lo que pasó dentro de la cafetería como lo que ocurrió
fuera antes y después de la masacre. De ambos escenarios se ocupa con lujo de
datos ‘Dinamita, tuercas y mentiras’, investigación de los historiadores Gaizka
Fernández Soldevilla y Ana Escauriaza, apoyada por el Memorial Víctimas del
Terrorismo de Vitoria y llevada por Tecnos a las librerías.
La
crueldad del atentado dividió a los integrantes de ETA sin que la fisura
interna evitara que 13 años después volviera la banda a a cometer una masacre,
en el Hipercor de Barcelona.
Eva
Forest murió en 2007 sin pública contrición por la matanza indiscriminada. Aún
faltaban once años para que ETA, en su último Zutabe (abril de 2018), acabara
asumiendo el atentado. “Era una mujer muy inteligente, pero extremadamente
fanática, que buscaba sustituir la dictadura franquista por otra de corte
comunista, como Cuba o Vietnam -retrata Fernández Soldevilla en conversación
con EL PERIÓDICO-. Representaba lo peor del dogmatismo y de la intransigencia.
Rechazaba la evolución que había tenido el PCE, que se había hecho posibilista
en el exilio y apostaba por vías pacíficas. Era una ególatra que se creía
destinada a la gloria y la grandeza y que veía a las personas como meros
instrumentos de sus planes. Fascinada por la violencia, se las arreglaba para
que la practicasen otros”
Para
el historiador vasco, el atentado de la cafetería Rolando no habría sucedido
sin el protagonismo de Forest. “Y luego, durante la instrucción judicial, Eva
Forest quiso implicar al PCE, que no había tenido nada que ver, y delató a
personas inocentes, como Lidia Falcón, que pagaron sus mentiras con la cárcel”.
Con
la perspectiva del tiempo cabe preguntarse más cómodamente sobre las
circunstancias que propiciaron que el ámbito de la lucha antifranquista diera
cabida a personajes como aquel. “Eva Forest no fue una rareza en esa época, la
de la tercera oleada internacional de terrorismo -reflexiona Fernández
Soldevilla-. Hubo personajes muy parecidos a ella en distintos países, en los
que había desde democracias consolidadas a dictaduras, y con distintas ideas
políticas, desde el neofascismo a la extrema izquierda o el etnonacionalismo.
Lo que les unía a todos era su rechazo a la democracia parlamentaria liberal.
Todos ellos se radicalizaron en el ambiente de finales de los sesenta y
principios de los setenta, apostaron por la violencia y contribuyeron a causar
dolor pero también a crear una coyuntura aún más tensa y polarizada”.
Puede
que nunca se pueda afirmar a ciencia cierta si este tipo de personas modeló la
época o fue la época y su ambiente lo que las edificó. “Entiendo que hay que
ver a Forest de las dos formas: como producto del contexto, pero a la vez como
una creadora de ese mismo contexto”, apuesta el historiador.
Intrahistoria
y dolor
Al
coruñés Ramón Barral, aquella bomba le mató al padre y la madre, jóvenes
pasteleros gallegos que estaban de vacaciones en Madrid. Con unos ahorros
acababan de montar una panadería en su tierra y aprovecharon un viaje que
debían hacer a la capital para suplir la luna de miel que nunca habían tenido.
Aquel día 13 estaban en una mesa del comedor de Rolando. “No era raro -explica
Natividad-. En Sol habían abierto el primer Corte Inglés de España, y venía
mucha gente de fuera a comprar... y luego tomaba café en los bares de la zona”.
Los
abuelos maternos de Ramón Barral, emigrantes gallegos en el Reino Unido,
tuvieron que hacerse cargo de él, con tres años, y de un hermano aún bebé. Y
separarse: ella, quedarse en A Coruña, y él seguir ya solo currando en
Inglaterra.
Las
penurias de esa familia decapitada, sin pensión, ni indemnización ni ayuda
alguna se funden en el océano de intrahistorias dolorosas de las víctimas del
terrorismo, especialmente las de la Transición. “Todo se hizo mal -lamenta hoy
Ramón-. Años sin resolver porque algunos prefirieron dejarlo correr”. La
versión de que el atentado formó parte de la lucha contra el franquismo “vino
bien a los que dieron la amnistía, y también a los que la disfrutaron”, dice.
Entre los amnistiados entró Eva Forest antes de que se le formulara condena.
Bulo
parapeto
Entre
tanto, triunfó entre la izquierda antifranquista y más allá un falso relato que
sirvió de parapeto a ETA: que la bomba fue obra de la ultraderecha y las
cloacas de la dictadura para favorecer una involución tras el asesinato del
almirante Luis Carrero Blanco.
“La
adulteración sobre el atentado no surgió de ETA, sino probablemente de
ambientes de extrema izquierda, y se difundió con rapidez -explica el coautor
de Dinamita, tuercas y mentiras-. Al menos en un primer momento el PCE,
formaciones a su izquierda y el nacionalismo vasco hicieron suya esa teoría de
la conspiración. Fue una tabla de salvación para ETA”.
Influyó
además, de nuevo, el pedigrí. “El prestigio de Alfonso Sastre, que impulsó una
campaña a favor de su esposa encarcelada, hizo que la mentira de un atentado de
falsa bandera fuera aún más fácil de creer para un sector importante del
antifranquismo y la izquierda europea -cuenta Fernández Soldevilla-. Por
ejemplo, Jean Paul Sartre, el más claro exponente del grupo de intelectuales
franceses fascinados por la violencia política, siempre que no les afectase a
ellos. El historiador Tony Judt lo explicaba bien”.
Dos
mecanismos propiciaban la flotabilidad del bulo durante lustros: “La
solidaridad antirrepresiva con los arrestados, la lógica de que el enemigo de
mi enemigo es mi amigo, y la romantización de los terroristas, que eran vistos
como luchadores antifranquistas, lo que los etarras jamás fueron. Cometieron el
95% de sus asesinatos tras la muerte de Franco”, recuerda el investigador.
Camareros
perplejos
Eva
Forest estuvo entre otros adulteradores del relato. “Intentó implicar al PCE en
el crimen para que la Policía fuese por ese camino, lo que creó gran confusión,
ya que se llegó a afirmar en la prensa que comunistas y etarras habían
colaborado, llevó a la detención de inocentes, permitió que los autores
materiales de la masacre escaparan y sirvió de combustible a una campaña de
intoxicación del servicio secreto franquista SECED. No es de extrañar que el
PCE ordenase a sus abogados no defender a los procesados”, explica Fernández
Soldevilla.
Recuerda
el historiador que “evidentemente, a partir de entonces el PCE tuvo una actitud
muy distinta con la banda, que se volvió de condena rotunda en cuanto se
recuperó la democracia. Como ha estudiado mi compañero Raúl López Romo, las
primeras manifestaciones contra el terrorismo de ETA que tienen lugar en
Euskadi las organiza el PCE”.
La
mentira y la posterior desmemoria y abandono han supuesto una segunda aflicción
para las víctimas. De 83 afectados, solo a 11 los ha indemnizado el Estado.
Con
aportaciones de EFE, la Fundación Víctimas del Terrorismo (FVT) ha montado la
exposición ‘Cincuenta imágenes para la memoria’, repaso en paneles gráficos que
se inaugura este lunes en un edificio de la Comunidad de Madrid, a 20 metros
del lugar de los hechos. “Hemos querido que la muestra sea sobre todo un
inmemorian de las víctimas de aquel atentado, las grandes olvidadas”, explica
el responsable de comunicación de la FVT.
En
la acera de enfrente, tras la fachada de la vieja Rolando hay hoy un moderno
restaurante argentino, La Adriana. Ninguna placa recuerda en la pared de
granito lo que ocurrió. Los camareros se quedan perplejos al enterarse de la
historia. “¿Y dónde dice que pusieron la bomba?”, preguntan mirando al comedor.
Siendo
alcaldesa de Madrid Ana Botella, un pleno aprobó que el consistorio colocaría
placas con los nombres de las víctimas en cada punto de la ciudad donde el
terrorismo segó vidas. El proyecto quedó en el olvido con la alcaldía
siguiente, de Manuela Carmena.
Cuenta
el gallego Barral que lo que siente 50 años después no es rencor, “pero sí me
indigna -explica- que se haga hoy lo que en los 70: conformarse con un relato
de concordia. Concordia no es equidistancia. Concordia no puede haber sin dejar
claro antes quiénes eran buenos y quiénes malos”.
Los
“objetivos”
“Lamentablemente,
cincuenta años después hemos aprendido poco del primer atentado de ETA con
víctimas indiscriminadas”, concluye Barral.
No
les salió el plan a Forest y los duros de ETA: mandaron al cementerio a un solo
policía; las demás víctimas mortales fueron gente de la calle y empleados del
local. Marceliano Gutiérrez vio espantado sus cuerpos entre los escombros. El
13 de septiembre de 1974 era un policía de 24 años que tomaba café en la barra.
“¿Objetivo? -dice con ironía- Allí eras objetivo solo porque estabas ahí”.
Si
hoy pasara por la calle Correo con un desconocedor de lo que pasó, Gaizka
Fernández Soldevilla abreviaría el relato: “Le diría que unos terroristas
pusieron allí una bomba a la hora de la comida y mataron a 13 personas. Y que,
aunque la banda ya no existe, todavía hay quienes creen que el fin patriótico
justificaba esos medios sangrientos”.
Recoge
su libro el asombro del director del Hospital de la Cruz Roja de Madrid ante
las heridas atroces de las personas que le llegaban aquella tarde, machacadas
por las tuercas. “En mi vida he sacado de unos cuerpos más metralla que ahora”,
relató.
Los
autores del bombazo sabían que se llevarían por delante a personas de todo
tipo. Y Gutiérrez pudo ser uno de ellos, pero no le había llegado la hora.
Salió por la ventana empapado de la sangre del camarero que le atendía, con los
tímpanos rotos y escalando cascotes como un zombi. Durante seis meses de baja,
“un enfermero me fue quitando trocitos de cristal de la cara con paciencia
monacal”, recuerda.
Cincuenta
años después, Marceliano Gutiérrez no tiene mucho que comentar cuando este
diario le recuerda que los asesinos viven en Bayona y nunca han pedido perdón.
“Sinceramente, no sé qué les diria -responde con hastío- Quizá por qué. ¿Por
qué os hicísteis dueños de nuestras vidas? Nadie es dueño de la vida de otro.
Nadie”.
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