martes, 18 de julio de 2017

17 julio 2017 La Vanguardia (opinión)

17 julio 2017



Victimario selectivo

Antoni Puigverd

ETA acosaba, perseguía, atemorizaba, mataba. Era un esqueje representativo de la tradición belicosa española. Una tradición inspirada en la vieja ley del más fuerte. En la selva hispánica, las vidas son menos importantes que las ideas. Un somero repaso a los siglos XIX y XX nos demostraría el arraigo de tal selvática filosofía política, que los falangistas sintetizaron: “Dialéctica del puño y las pistolas”. Guerras carlistas, golpes de Estado liberales o reaccionarios, pronunciamientos, dictaduras, Guerra Civil, cunetas, juicios sumarísimos, checas, exilio, matanzas, fusilamientos, exclusiones.
Además de la ley de la selva, en España también impera otra ley. Cínica: la ley de la indiferencia. Insensibilidad y apatía por las víctimas que no son del propio bando. Los relatos de cada bando relativizan o invisibilizan el mal que las restantes facciones han recibido. Subrayan tan sólo a sus muertos. Lo hace la Iglesia con sus mártires; y el nacionalismo español, heredero del franquismo. Lo hace el nacionalismo catalán y la vieja o nueva izquierda comunista. Lo hace el republicanismo socialista, etcétera.
Ahora bien: que lo hagan todos, no quiere decir que todos sean responsables de un mal análogo. El prestigioso historiador Paul Preston ha demostrado que el franquismo (en guerra y en dictadura) equivale al holocausto de la población española (la catalana incluida) que no compartía la visión patriótica de la derecha. La responsabilidad de los herederos de esta derecha es enorme. No es, por supuesto, una responsabilidad directa: los hijos no heredan los crímenes de los padres. Pero sí indirecta: los hijos y nietos del franquismo heredaron posición, fortuna e influencia orgánica. Tienen la obligación moral de reconocer y reparar los daños de la historia. Si realmente quisieran construir una democracia inclusiva y cordial, deberían implicarse vivamente en el reconocimiento de las víctimas de la guerra y del franquismo. Dado este paso, deberían seguirles los nietos y bisnietos de todas las demás corrientes: todos nuestros ancestros, por acción u omisión, tienen las manos manchadas de sangre fraternal.
Veinte años después del repugnante asesinato de Miguel Ángel Blanco no hemos avanzado un centímetro en la buena dirección. ETA cometió aquel día, además de una indecencia, un error estratégico colosal. Anunciando el secuestro en la era de las televisiones, suscitó una extraordinaria expectativa social. Toda España, con la emoción a flor de piel, esperaba el desenlace feliz del secuestro. El final trágico generó un rechazo de dimensiones históricas. Recuerdo la manifestación gerundense de condena del asesinato: no he asistido nunca a un acto tan transversal. Allí estaban los votantes del PP, pero también los antifranquistas de toda la vida, allí estaban los politizados y los despolitizados, los nacionalistas catalanes y los españoles, las derechas y las izquierdas, gente que sólo mira Telecinco y la que sólo mira TV3.
Aznar supo transformar magistralmente el colosal rechazo a ETA en una gran hegemonía de los postulados del PP, que ahora se tambalean, aunque siguen perdurando. Los postulados de esta hegemonía impli­caron la desautorización ética del nacionalismo vasco y catalán, de la que el frustrado Estatut nuevo y el actual proceso inde­pendentista son efectos rebote. ETA, con aquel cruel asesinato, perdió toda credibilidad, mientras que el PP, apropiándose de aquel mártir que suscitaba afecto y compasión generales, no desaprovechó la ocasión para construir un templo particular de obligado cumplimiento colectivo. Desde entonces, en España, sólo merecen respeto las víctimas de ETA. Las víctimas anteriores han quedado invisibilizadas por la ley de Amnistía de 1977. Las del atentado islamista de Atocha o las del metro de Valencia fueron obscenamente despreciadas. Y no hablemos de las víctimas políticas de extramuros, como el pancatalanista Agulló: consideradas espurias, su drama ha sido silenciado.
Como se vio el otro día, en Madrid, du­rante el homenaje a Blanco, gracias a la beatificación institucional de las víctimas de ETA, el Partido Popular cuenta con una fuerza de choque muy eficaz. Es una fuerza que llega a pasar por encima de Manuela Carmena, que en enero de 1977 salvó la vida, por casualidad, en el célebre atentado de Atocha en el que murieron sus compañeros abogados laboralistas, en un atentado del franquismo policial que se resistía a cambiar de camisa.

Sobre el altar selectivo de las víctimas no se construirá nada que valga la pena, en España. El sentimiento positivo de rechazo al asesinato de Miguel Ángel Blanco habría podido servir para propugnar una piedad patriótica compartida. Sirvió para construir la hegemonía política del PP. Más allá de la feliz rendición de ETA, el 20.º aniversario del asesinato de Blanco nos recuerda que estamos donde estábamos: una visión de España pugna por imponerse a las otras. Estamos más lejos que nunca de “la limosna mutua de perdón y tolerancia” que Salvador Espriu, en su versión del mito de Antígona, pedía para esta tórrida, erosionada y sufrida Piel de Toro.

Opinión:

Solo decir que el artículo de Antoni Puigverd me parece categórico, no se puede describir mejor la opinión en la que muchas víctimas coincidimos. Y que esa opinión la pueda hacer pública alguien que conoce muy bien la labor desarrollada por unas pocas víctimas le da toda la credibilidad posible a sus palabras.
Porque hy mucho sufrimiento que todavía exige reparación. 

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