07 julio 2018
“Tienen todo mi
miedo”
Sílvia
Gallart, trabajadora de una ONG, en Ripoll, recibe ayuda psicológica tras
salvarse de ser arrollada por la furgoneta
“No sé decirte cuánto tiempo
estuvimos abrazados llorando. Si fueron 10 segundos o 10 minutos. O si nos
caímos o no. No lo sé. Pasó todo muy rápido y en cambio lo recuerdo a cámara
lenta. Íbamos caminando por La
Rambla , a la altura de Pintor Fortuny, y le comenté a Lluís,
mi marido, algo de unas flores. Oí entonces un ruido extraño. Levanté la cabeza
y vi a personas volando. De pronto, la gente se abrió y de entre medio apareció
la furgoneta que venía hacia nosotros, haciendo eses, en zigzag, como buscando a grupos de personas. Pensé:
‘Aquí se acaba todo. De esta no sales’. Empujé a Lluís a un lado —“¿Qué pasa?”,
me gritó— y la furgoneta pasó a un metro de mí, como una exhalación. El cerebro
seleccionó dos ruidos que me despertaron muchas noches: la aceleración del
motor y el escalofriante impacto de los atropellos. Ahora ya no.
Tuvimos suerte de que cogimos el momento del
volantazo del conductor. No le vi. Para mí es solo una sombra. Luego el abrazo
con Lluís y gente tirada por el suelo y charcos de sangre. Y detrás —“No mires,
no mires”, me rogó— la misma escena. Recuerdo a un urbano corriendo con pistola
en mano, en dirección al terrorista, diciendo: ‘A
cubierto, a cubierto’. Creo que la furgoneta golpeó a un chico que
estaba a mi lado. Me parece que murió. En ese momento, con las piernas y manos
temblando, llamé a mi hija Laia que estaba con una amiga en el Starbucksde
la plaza de Catalunya. Ni me acordaba de su número y tuve que mirar los
contactos. No se había enterado. ‘No te muevas. Ha habido un atentado. Hay
muchos muertos’, le dijimos. Subimos por Portal de l’Àngel y un ruido provocó
una estampida de gente. Nos refugiamos aterrorizados en un portal. El miedo
salía por los poros. Llegamos desencajados hasta la tienda Desigual donde estaba Laia junto a un agente de
seguridad que nos esperaba.
Nos juntamos unas treinta personas. Una chica
inglesa no paraba de llorar bajo unas escaleras. Los trabajadores se portaron
muy bien: nos dieron agua y cargadores de móviles. Tengo pendiente ir a darle
las gracias a la encargada. Nos enviaron al sótano, a la planta dedicada al
hogar. Estábamos destemplados y nos dejaron toallas y albornoces para
abrigarnos. Fueron horas de mucha angustia. Teníamos cobertura y se decía que
había un secuestrador con rehenes en un bar. Llegaron fotos y vídeos... y saber
que los terroristas eran de Ripoll. Allí trabajo en una ONG.
Salimos de la tienda sobre las
21.15 y la imagen de la plaza de Catalunya fue impactante: siempre está llena
de vida y estaba limpia. Sólo había coches de mossos con
sus luces azules y las naranjas de las ambulancias. Y el único sonido las
sirenas y el flap-flap de
los dos helicópteros en suspensión. Cuando enfilamos la Rambla Catalunya ,
hubo otra estampida y nos refugiamos en la antesala de una tienda. Apretamos
tanto contra la puerta metálica que pensé que se rompería. Mi hija gritó:
‘¡Mama! ¡Nos matarán a todos!’ Es que entonces no sabíamos nada. Lluís la
calmó. La Rambla
de Catalunya se llenó de sandalias y chancletas esparcidas que la gente perdió
al huir. Nos costó encontrar un taxi pero al final llegamos a Sant Andreu donde
viven mis padres.
Teníamos el coche aparcado en
el Maremágnum y lo recuperamos por la mañana. Barcelona estaba desierta, vacía,
muerta. Antes, cuándo hablábamos de terrorismo, yo decía: ‘No tendrán mi
miedo’. Me equivoqué: lo tienen todo y más. No me gustó el lema de No
tenim por. Es que yo tenía terror. La reacción fue espontánea y
bonita con el homenaje de las flores. Fue una forma de exorcizarlo porque
seguía flotando en el aire. Soy de Barcelona y me encanta La Rambla. Me encantaba
pero ahora la esquivo. Volveré pero ya no es lo que era. No es aquel río de
vida: pienso en una alfombra de muertos.
Solo he vuelto en octubre a
cerrar el círculo y a despedirme de las víctimas. Aquel día empezó feliz para
todos. Nosotros habíamos ido al Museo de Historia de Catalunya, comido marisco,
nos detuvimos un momento delante del Liceo. Y acabamos todos compartiendo
momentos terribles. He dejado de hacer cosas: Ahora, por ejemplo, huyo de las
aglomeraciones. Viví el carnaval con angustia y en mayo no fui a las Fiestas
Mayores de Ripoll. Sufro más por mis hijos. Vivimos una experiencia muy próxima
a la muerte. Voy al psicólogo una vez a la semana y me duele estar triste. Me
siento mal porque estamos vivos y hay mucha gente que lo ha perdido todo:
padres, hermanos, hijos. Pienso en el chico de mi lado. La muerte pasa por tu
lado, no te elige y te da una segunda oportunidad. Se te modifican los
parámetros. Hay que aprender a valorar las cosas pequeñas porque igual sales de
casa y no vuelves. ¿El carácter? No, no me ha cambiado pero me dicen que antes
sonreía mucho y ahora no. Y eso es verdad. Espero recuperar la sonrisa bien
pronto”.
Opinión:
En cada ocasión que desde
UAVAT tenemos la oportunidad de asistir a afectados (como es el caso de Silvia
o de Lluis) descubrimos unos ejemplos de fortaleza y resiliencia que, pese a
los años de experiencia, nos siguen sorprendiendo.
Es un orgullo colaborar en la asistencia
a personas tan dignas…
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