domingo, 16 de agosto de 2020

15 agosto 2020 (2) El País

15 agosto 2020 



17-A. La explosión de Alcanar. Génesis de un atentado imprevisto

Si todo hubiese salido según lo previsto, Younes Abouyaaqoub no habría atropellado a cientos de personas en La Rambla de Barcelona. Si el plan inicial no hubiese saltado por los aires, la célula yihadista de Ripoll no habría lanzado un ataque suicida en Cambrils con cuatro cuchillos, un hacha comprada en un bazar chino y chalecos explosivos de pega. Si una explosión accidental no hubiese desviado el curso de los acontecimientos, el 17 de agosto de 2017 sería una fecha más en el calendario y no estaría manchada de rojo. Pero nada salió como tenía que salir. La voladura de la casa ocupada de Alcanar (Tarragona) donde los chicos de Ripoll preparaban un gran atentado con bombas en Barcelona lo cambió todo. La explosión frustró un horror planeado durante meses, pero provocó un atentado imprevisto que alcanzó la trágica cifra de 16 muertos y más de 140 heridos. Esta es la génesis del 17-A

Los atentados de Barcelona del 17 de agosto de 2017 son la consecuencia de un plan fallido. Una salida de emergencia, la improvisación del horror. Y no pueden entenderse sin saber lo que pasó un día antes, el miércoles 16, en una casa okupada de Alcanar, en el extremo sur de Cataluña. Montecarlo es el glamuroso nombre de una urbanización de casas bajas y caminos de tierra. Solo el paso de la carretera nacional bloquea el acceso directo a una playa poco atractiva, con vistas a la cementera Cemex. Lo que hay en Montecarlo son, sobre todo, segundas residencias y fincas de veraneo habitadas por franceses como André Groby. Hace unos años, Groby se interesó por una casa a los cuatro vientos pegada a la suya, de 140 metros cuadrados y cercana a una pequeña pineda. La propiedad, del Banco Popular, costaba unos 145.000 euros. Groby ignoraba que, poco después, la casa iba a ser okupada por un grupo de jóvenes magrebíes a los que vería a diario, sin prestarles demasiada atención, desde su parcela.

En 2015, Youssef Aalla se desplazó a Castellón para trabajar, como temporero, en la campaña de recogida de la fruta. Seguía los consejos del imán de Ripoll, Abdelbaki Es Satty, que habría de ejercer en él una influencia poderosa, definitiva. Contaba entonces 20 años, los mismos que su amigo del pueblo Younes Abouyaaqoub, que pronto se le unió. Vieron en Internet que una finca en la porosa frontera entre Tarragona y Castellón estaba deshabitada. Y se quedaron. Lograron incluso empadronarse en Alcanar gracias a Vanesa Flores, trabajadora social del consejo comarcal del Montsià. Flores recuerda el día en que visitó la casa que -nadie podía imaginarlo entonces- iba a convertirse en un polvorín y en el desencadenante inesperado del 17-A. Para entonces no había rastro de las sustancias explosivas ni de las 104 bombonas de butano que la célula reuniría con paciencia, robándolas o comprándolas a vecinos de la zona. Por no haber, no había “muebles, maleta ni ropa”, según su testimonio. Flores comprobó que Youssef y Younes habían pinchado la luz y recogían el agua de un pozo cercano. Los chicos le explicaron que habían buscado “casas de bancos en subasta” y que querían vivir allí, pero que se marcharían si el propietario se lo exigía. Además de empadronarles, el organismo público les concedió una ayuda de alimentos.

Cuando el imán Es Satty convenció a un grupo de amigos de toda la vida de Ripoll con lazos de sangre -el religioso influyó a los hermanos mayores, que arrastraron a los pequeños- de que debían cometer un atentado en nombre de Alá, convinieron que la casa de Alcanar era el lugar idóneo para planearlo. Es Satty conocía bien la zona: había estado preso en Castellón por tráfico de drogas y había sido imán en la mezquita de la Caridad de ese municipio. Youssef Aalla, su primer discípulo, había alquilado un piso en Ripoll donde la célula empezó a acumular material para fabricar explosivos. Pero era pequeño y llamaba demasiado la atención. La casa de Montecarlo “ofrece más espacio, discreción y un lugar donde pueden moverse con la tranquilidad del anonimato”, según un informe de la Guardia Civil incluido en el sumario. Y hasta allí, a casi 300 kilómetros de sus hogares, empezaron a trasladar en furgoneta las neveras, congeladores y bidones precintados con el material.

Una alcazaba junto al mar

Los vecinos de la urbanización Montecarlo verbalizarían ante la policía, solo después del ataque, sus inquietudes silenciadas: que los chicos evitaban el contacto con ellos, que intentaban ocultar sus rostros, que a veces llegaban por caminos de tierra cargados con mochilas, que descargaban la furgoneta con la parte trasera del vehículo encarada a la finca para no ser vistos... No todos estaban al mismo tiempo en la casa, pero el trasiego era constante. Danail Ivanov recuerda que un día, a su hijo Lorenzo se le escapó la pelota a la finca de los chicos, que le dejaron entrar a recogerla y le trataron con suma amabilidad. A otro vecino, francés igual que Groby, lo que más le llamaba la atención es que, con un grupo de jóvenes instalados en una casa junto al mar, “nunca hubiera ruido de música ni de fiesta”.
Para los chicos de Ripoll, la casa nunca fue un lugar de recreo, sino la alcazaba veraniega desde la que prepararon un gran ataque con bombas en Barcelona. Estudiaron la posibilidad de atentar contra discotecas gais, contra locales eróticos (como el Bagdad) o contra salas de conciertos (como Razzmatazz, que por sus características podría equipararse a la sala Bataclan de París). Pero el objetivo que tenían entre ceja y ceja y al que más empeño dedicaron fue la Sagrada Familia. Hacerla volar por los aires o al menos dejarla malherida supondría un golpe para Barcelona, pero también para el mundo cristiano. Una fundación vinculada al Estado Islámico ya había puesto el templo expiatorio de Antoni Gaudí en la diana con una vistosa ilustración justo un año antes.

Ese atentado deseado y frustrado por los acontecimientos de la noche del 16 debía ejecutarse no el 17 de agosto sino, más probablemente, el día 20 del mismo mes. Con ese objetivo en mente, y con la ayuda de manuales que encontraron en Internet, los jóvenes elaboraron peróxido de acetona. El explosivo, conocido por las siglas TATP y apodado la madre de Satán, ha sido utilizado de forma recurrente por el Estado Islámico; por ejemplo, en los atentados de París (noviembre de 2015) y Bruselas (marzo de 2016). En el verano de 2017, los preparativos ya estaban muy avanzados. En julio, compraron en tiendas de Tarragona y Castellón los precursores necesarios (acetona, peróxido de hidrógeno) para elaborar el TATP. Para el 16 de agosto, habían acumulado ya “entre 80 y 120 kilos” de esa sustancia, según los informes de la Guardia Civil.

Ese día clave, en el que todo va a cambiar, la actividad de la célula es intensa. Poco después de las 9.00, Younes -el conductor de La Rambla- y Mohamed Hichamy -otro de los mayores del grupo y la persona a cargo de los explosivos- abandonan la casa de Alcanar y recorren más de 200 kilómetros hasta la sede de la empresa Telefurgo en Santa Perpètua de Mogoda (Barcelona). Hichamy se identifica como Adam y confirma que alquilará dos furgonetas. Pero Younes no tiene la edad necesaria y se van solo con una. Regresarán por la tarde con Driss Oukabir, de 28 años (está en prisión preventiva y es uno de los tres procesados por el 17-A) y se harán con la Fiat Talento que se convertirá (ellos no lo saben aún) en el arma mortal del 17-A. Mientras tanto, sus hermanos pequeños (Omar Hichamy y Houssaine Abouyaaqoub) están en Vic, donde quedan con un tipo al que han contactado a través de Wallapop para venderle una moto. A lo largo del día, mantienen reuniones en Ripoll.

Los tres de la casa: Youssef, Es Satty, Houli

En la casa de Alcanar permanecen tres personas el día 16: Youssef, Es Satty y Mohamed Houli.
Youssef, que tiene 22 años, es el alumno aventajado, el primero tocado por el imán. No siempre ha sido así: adolescente “problemático” según lo definiría su padre ante los Mossos, había sido expulsado de la escuela. Hacía tiempo que se había instalado por su cuenta y ya no vivía con los padres. Tomaba drogas y bebía alcohol. Lo dejó cuando empezó a frecuentar la mezquita de Ripoll y la compañía de Es Satty, con el que compartía cada vez más tiempo y confidencias. La gente del pueblo les veía correr en ocasiones por la Ruta del Ferro, un sendero de unos 12 kilómetros que parte de Ripoll y sigue el antiguo trazado del ferrocarril. Convencido hasta la médula de la necesidad de perpetrar los ataques, el día 16 Youssef llama a empresas de alquiler de vehículos y pregunta por coches “robustos”, tipo 4x4: la idea era lanzarlos, cargados con explosivos, contra monumentos de Barcelona. También se interesa por los próximos partidos que van a jugarse en el Camp Nou; en concreto, el Barça-Betis del 20 de agosto, que estuvo en el punto de mira de la célula. Hasta 43 veces consulta información sobre las entradas y salidas del estadio azulgrana.
Es Satty había regresado hacía unos días de un viaje a Marruecos que le sirvió para despedirse de su mujer, sus nueve hijos y el resto de la familia que había dejado abandonada durante años en Tánger. A sus 44 años, sigue siendo un errante. Niño del Rif, hombre de frontera, traficante de personas y de drogas, imán en perpetua búsqueda de mezquita, confidente del CNI, adoctrinador de jóvenes y mártir frustrado. Todo eso y más fue Es Satty, cuya oscura y poliédrica biografía da para una novela. Su domicilio más estable fue la cárcel de Castellón, donde pasó cuatro años encerrado por tráfico de drogas hasta que salió en 2014, más convencido que nunca de castigar a Occidente. La Administración ordenó su expulsión a Marruecos, pero un juez la revocó. Fue uno de sus muchos momentos de fortuna, como cuando años atrás salió airoso de la investigación sobre la mezquita Al Furkan de Vilanova (Barcelona) o como cuando evitó el radar policial pese a que la policía belga hurgó en su vida cuando intentó ser imán de la mezquita de Diegem, cerca de Bruselas. Las visitas de personal del CNI durante su estancia en prisión, supuestamente para captarle como confidente, no sirvieron tampoco para sospechar de él cuando abandonó la cárcel.

En su última morada, en su último día de vida, Es Satty busca inspiración y, a lo largo de la mañana, lee mensajes de reivindicación del Estado Islámico.
Mohamed Houli confirmará ante los Mossos, en una de sus muchas (y contradictorias) declaraciones, que esa tarde ve al imán con el ordenador y escribiendo notas en árabe en un papel. En la misma prisión de Castellón en la que estuvo el imán permanece ahora, en el severo régimen de aislamiento, este melillense que entonces contaba 20 años. En la cárcel ha dicho a sus allegados que era poco más que el chico de los recados, que al llegar a la casa de Alcanar el imán le quitó el pasaporte, que se dejó llevar. Más que mostrarse arrepentido por el atentado, se arrepiente de haber arruinado su vida y la de sus padres, según fuentes cercanas a su defensa. La fiscalía pide para él 41 años de cárcel -la mayor pena de los tres procesados- por organización terrorista, tenencia de explosivos y conspiración para cometer estragos. Houli es el primogénito de sus cuatro hermanos y sigue contando, entre rejas, con el apoyo incondicional de su madre, que cree que le han engañado.

El principal procesado por el 17-A pese a que no fue autor material de los atentados (todos murieron, bien en la explosión, bien abatidos por la policía) es uno de los últimos que se incorpora a la célula. Y el único que no tiene lazos familiares con el resto de miembros del grupo. Pero jugará un papel clave en la historia. Había llegado a la casa de Alcanar apenas unos días antes engañando a sus padres, que habían reservado un ferri a Marruecos para toda la familia. Houli les dijo que no podía ir porque le había surgido un trabajo, pero que les visitaría en septiembre para la fiesta del cordero. Durante esos días, Houli graba escenas domésticas de Alcanar en las que se ve a la célula manipular los explosivos. “Si Dios quiere esto nos abrirá las puertas del jardín, del paraíso”, proclama él mismo en uno de los vídeos. El 16 de agosto, se desplaza un momento a la vecina Vinarós para vender joyas de oro. Dice que son de su madre, pero en realidad habían sido robadas a Josefina, una vecina de Ripoll. Logra venderlas por 1.180 euros. Por la tarde, regresa.

Cae la noche en Alcanar y el plan criminal de la célula desaparece en cuestión de segundos. Houli acaba de preparar la cena. Es agosto, hace calor. Está en el porche recogiendo los platos, explicará más tarde. Se dispone a entrar de nuevo cuando se produce una violenta explosión que “reduce la casa a escombros”, explicarán los Mossos, y mata a sus dos compañeros. Lo de violenta no es una redundancia. La policía catalana destacará en sus informes que “la nube en forma de hongo fue visible a kilómetros de distancia”. Son las 23.18, la hora en la que los atentados de Barcelona mudan su piel. Fueron, en realidad, dos explosiones simultáneas: la primera en el garaje donde guardaban los congeladores; la segunda en la habitación donde almacenaban el explosivo. La explosión mata en el acto al imán y a Youssef, y deja herido a Houli. Se rompe para siempre el contacto entre los tres de Alcanar y el resto del grupo, que no sabrá nada de lo ocurrido hasta la mañana siguiente.
Media hora después del incidente, mientras los primeros bomberos llegan a la casa, los hermanos Oukabir discuten por Facebook. El mayor, Driss, parece que se echa atrás en el último momento: “Tío, siempre igual, no me dejáis en paz. Yo quiero hacer las cosas a mi manera”. Moussa, su hermano pequeño, asume que no participará en el ataque: “No estás preparado”. Driss, profético -la fiscalía pide para él 36 años de cárcel- responde: “Después soy yo el que me lo comeré todo”.

La falsa pista del laboratorio de drogas

Nada de eso se sabía entonces, claro, y el suceso frío, sin un cómo ni un porqué, apenas mereció una información breve en la edición de EL PAÍS del día siguiente: “Un muerto en una explosión en una vivienda en Alcanar”, señalaba la información desnuda, que apuntaba la existencia de media docena de heridos. Esos eran los datos que manejaban los Mossos. Y algunos más, que no trascendieron. Los vecinos les cuentan que la casa estaba ocupada de forma ilegal. Pasada la medianoche, los agentes comprueban, a través de la DGT, que dos vehículos aparcados en las inmediaciones (un Peugeot 306 con cinco bombonas de butano en su interior y una moto Kawasaki) pertenecen a Houssaine Abouyaaqoub y a Mohamed Hichamy. Pero ¿quiénes eran esos chicos aquella noche? Tan solo unos chavales de Ripoll sin antecedentes; para la policía, no son nada. Más o menos a esa hora, localizan también garrafas de líquidos inflamables. Los bomberos, por su parte, contabilizan unas 20 bombonas de butano.

El escenario del accidente (el número 9 de la calle F de Montecarlo) se complica. En una primera inspección, los Mossos piensan que la explosión se ha iniciado por un chispazo en el compresor del frigorífico. Pronto cambian de opinión. A las 2.00 llaman por teléfono a Sonia Nuez, la magistrada de Amposta que está de guardia esa noche. Han encontrado tres garrafas de color azul vacías, que según la etiqueta contenían acetona. La acetona es un disolvente que puede usarse como precursor de explosivos, pero también para fabricar sustancias estupefacientes. Los Mossos se inclinan por esta última opción y comunican a la juez -así consta en los autos judiciales- que la casa podría albergar un laboratorio de drogas. Los Tedax agregan que la zona es “segura” y que regresarán al día siguiente para seguir con las labores de desescombro. Hubo un punto de mala fortuna porque otras garrafas habían sido retiradas por los bomberos, de buena fe, a la parte trasera de una finca cercana; la policía no lo supo hasta dos días después.

Mohamed Houli es trasladado, en paralelo, al hospital de Tortosa. Por la mañana del 17, da su nombre. Explica que, “para ganar un dinero”, él y sus compañeros “traspasaban la carga de gas de las bombonas españolas a las francesas” y las vendían a turistas de la zona. Por la tarde, tras la consumación de los atentados, es detenido. Y empieza una serie de declaraciones en las que, poco a poco, va admitiendo su participación en los hechos. Primero dice que estaba allí de vacaciones y que sus amigos querían elaborar un prototipo de petardo. Luego añade que le engañaron y que no usó la cabeza. Finalmente asume que participó en la elaboración de explosivos y que pretendían hacer volar a distancia monumentos de Barcelona y, en particular, la Sagrada Familia.

La noche del 16 de agosto, el imán y Youssef están muertos, pero la juez ordena el levantamiento de lo que se cree entonces un solo cadáver: encuentran la parte posterior de un cráneo y un tórax, que olían a gasoil. “Trozos pequeños del cuerpo”, que no tenía extremidades, son hallados en un terreno contiguo de olivos. La identificación resulta “imposible”. Entre los restos de Alcanar hay todo lo necesario para identificar a la mayoría de miembros de la célula. Pero están bajo una montaña de escombros. Un trabajo descomunal que, de hecho, se prolongará hasta el 3 de septiembre. La noche no da para más.

Solo más tarde (demasiado tarde), los Mossos encontrarán el TATP; los clavos y tornillos que iban a ser usados como metralla; 19 granadas artesanales y hasta un cinturón bomba con interruptor y pulsador, listo para funcionar. Aún hoy se ignora qué causó la “explosión fortuita”, aunque los Mossos subrayan que el explosivo es “altamente inestable”. Houli declaró más tarde que, probablemente, “alguien tocó o removió algo”. Tal vez, apuntó, fuera cosa del imán, bastante torpe en esos asuntos. El primer día de Ramadán de 2017, que los investigadores consideran el inicio de la fase operativa de los atentados, Es Satty había buscado en Internet: “fabricación de explosivos para principiantes”.

Es Satty debía llevar puesto, el día de los atentados, un chaleco bomba con ocho tubos de PVC y un circuito eléctrico que “le permitía detonar la carga explosiva en cualquier momento”. No pudo morir como un mártir, pero voló de todos modos en mil pedazos. Sus intenciones las dejó por escrito en un folio que fue hallado (cuando todo ya había pasado) entre los escombros. Dirigida a “judíos y cruzados”, la carta -que tiene partes ilegibles y otras ininteligibles- describe una de sus obsesiones: Al Andalus y la reconquista árabe de la península Ibérica. Y supone la reivindicación de un atentado inminente: “Los occidentales quieren corromper a los musulmanes” (...), “los muyahidines siguen luchando con la bendición de Dios contra ellos” (...), “nosotros los soldados del Estado Islámico en la tierra usurpada de Al Andalus”. Y así. La fecha es significativa: “Domingo 27 del mes de Dhu-I-qada”. Corresponde al 20 de agosto.

Un atentado involuntario

Lo ocurrido en Alcanar no solo evaporó el plan inicial de los terroristas y eliminó físicamente a dos de ellos: aunque involuntario, fue un atentado en sí mismo. La explosión nocturna causó lesiones a 13 vecinos de la urbanización Montecarlo, incluido André Groby, que tardó más de un mes en curarse de sus heridas, sufrió estrés y padeció molestos pitidos en los oídos durante semanas. Pero Alcanar todavía iba a dar para más sorpresas. La mañana del 17, durante las labores de desescombro, se localiza un documento de Instituciones Penitenciarias a nombre de Es Satty al que nadie da importancia. Por la tarde, la pala de la retroexcavadora trasladada a la finca impacta con el explosivo almacenado en lo que había sido el cuarto de baño. Se produce una nueva explosión que hiere a otras 21 personas entre mossos, bomberos… y el operario de la retroexcavadora.

Pese a que los atentados de Barcelona y Cambrils dejaron 16 muertos y 140 heridos, los de Alcanar son los únicos para los que la Fiscalía pide indemnización. Como los autores materiales de los ataques murieron, no acusa a los tres procesados (Driss Oukabir, Mohamed Houli y Said Ben Iazza por colaborador) de los asesinatos, sino de organización terrorista y otros delitos. Les pide que indemnicen a los vecinos de Montecarlo por las lesiones y por los daños en 15 viviendas.
Como si fuera un géiser, la segunda explosión del día 17 expulsa a la superficie prendas de ropa, documentos y otras pertenencias de todos los jóvenes que habían pasado por la finca de Alcanar. Facilitará, pues, que los Mossos encuentren cientos de pruebas sobre la célula terrorista. Pero será, otra vez, demasiado tarde. Suena a broma macabra, pero la deflagración se produce a las 16.53 horas. En ese mismo momento, Younes conduce su furgoneta por la zona peatonal del paseo más emblemático de Barcelona.

Mala suerte, buena fortuna

A la 1.30 de la madrugada del 17 de agosto, mientras los Mossos se adentran sin saberlo en el infierno de Alcanar y Houli está fuera de juego en el hospital de Tortosa, los hermanos Oukabir, que habían estado charlando por Facebook, deciden verse. Será la última vez. Moussa, menor de edad, abraza a su hermano: “Cuídate mucho. Te quiero. Y cuida a tu madre”. Eso fue, por lo menos, lo que Driss contó a los policías cuando fue detenido. Es altamente improbable que Moussa o algún otro miembro del grupo supiera esa noche lo que había ocurrido en Alcanar. No es probable que Houli, herido, pudiera avisarles de alguna forma desde su cama del hospital. O que se enteraran por los medios de comunicación. Se ignora por qué Omar Hichamy y Houssaine Abouyaaqoub (los pequeños de sus familias, muy amigas entre sí) recorrieron de madrugada los más de 100 kilómetros que separan Ripoll del aeropuerto de El Prat. ¿Querían ver a alguien? ¿Huir? En cualquier caso no lo hicieron y a las 4 de la madrugada volvían a estar en el pueblo. La célula conoció el desastre de Alcanar a la mañana siguiente -y no precisamente a primera hora- por una nueva carambola del destino.

La mala fortuna de los terroristas fue, en cierto modo, subaraka. Y la maldición de los investigadores, que no solo no pudieron evitar los ataques sino que, de forma involuntaria, precipitaron las acciones de las horas siguientes. Pasadas las 14.00 del día 17, un agente de los Mossos d’Esquadra llama a Hicham Abouyaaqoub, el mayor de la familia, que nada tiene que ver con los atentados. Consta como propietario del Peugeot 306 visto en Alcanar. El policía le informa de que ha habido una explosión y que el vehículo está afectado. Se lo cuenta a su hermano pequeño, Houssaine, que sale pitando de casa y llama de inmediato a Younes. La escena la explica Anna Teixidor en su libro Los silencios del 17-A. Todo se precipita.

Younes había estado por la mañana en Parets del Vallès (Barcelona) con su amigo Mohamed Hichamy para alquilar otra furgoneta. A las 14.00, cada uno al volante de un vehículo, ponen rumbo a Alcanar. Younes conduce la Fiat Talento que estrellará contra los peatones de La Rambla. Paran en un punto de la AP-7 a rezar. Aunque se comunican por teléfono, no acaban de entenderse sobre el lugar de encuentro: Mohamed abandona la autopista por El Vendrell y Younes, por Altafulla.
Alertado por su hermano del desastre de Alcanar, Younes parece que actúa por su cuenta. Su rastro se pierde para los demás hasta que aparece en el corazón de Barcelona. Su hermano Houssaine logra finalmente contactar con Mohamed. “Tú sabes que la casa ha volado?” “No, no lo sé”, contesta Mohamed. “Pues que sepas que ha volado. Da la vuelta y ven para que hagamos un plan”. El plan b, si es que existía, se pone en marcha, aunque los investigadores se inclinan por pensar que los hechos de Alcanar “les obligaron a improvisar” (Mossos) y que las acciones de Barcelona y Cambrils no fueron más que un “plan de contingencia”.

Sin tiempo de reacción, y ante el temor de ser capturados por la policía, los terroristas de Ripoll no se muestran demasiado originales. El atropello múltiple había sido probado hasta cinco veces en el último año por el Estado Islámico: el 14 de julio de 2016, un camión embistió a la multitud en Niza; el 19 de diciembre de 2016, otro camión arrolló a los visitantes del mercado navideño de Berlín; el 22 de marzo de 2017, un todoterreno enfiló el puente de Westminster de Londres; el 7 de abril de ese año, un camión desató el pánico en una vía comercial de Estocolmo y el 3 de junio, una furgoneta invadió la zona peatonal del puente de Londres.

Zig-zag y huida

Mientras Younes va camino de Barcelona, Mohamed ya está en Cambrils. Los hermanos pequeños de ambos y el resto de la célula permanecen en Ripoll. Todo parece salir mal. A las 15.25, Mohamed sufre un accidente de tráfico con otro vehículo en la autopista AP-7. Cuando un testigo dice que va a llamar a la policía, abandona la vía por un camino y logra llamar a Houssaine. Quedan en verse. Mohamed también intenta contactar con Younes, pero sin éxito. A las 16.51, la Fiat Talento de Telefurgo deja la calle Pelai y sube a la zona central de La Rambla, de uso exclusivo para peatones y hoy protegida por pilones.

Ahsan Ameen, de 37 años, estaba en la parada del metro de plaza de Cataluña con un amigo. “Me dijo que pensaba que era un borracho. Yo quería correr, pero no me dio tiempo. Esquivé de milagro que me arrollara de frente, pero me dio fuerte en el brazo izquierdo”, recuerda. Dice que tuvo suerte de caer en la parte lateral y no frontal del vehículo, y que por eso se cuenta entre los más de 300 heridos y no entre los 14 fallecidos por el atropello. Casado y con dos hijos, este taxista pakistaní pasó un año de baja. Recibió una carta del Ministerio del Interior en la que se le anunciaba el pago de unos 100 euros como compensación y se le recordaba que disponía de la vía judicial para reclamar por los daños. “No quiero ninguna ayuda porque he salvado mi vida y eso es lo importante. Pero es un poco vergonzoso que ofrezcan 100 euros. Llevo en España tanto tiempo que lo siento mi país”.

Ameen, que con cada nuevo invierno siente una punzada de dolor en el brazo, dice que ni Younes Abouyaaqoub ni el resto de los miembros de la célula son musulmanes. “En el Corán está escrito que, cuando matas a alguien, es como si mataras a todo el mundo”. No quiere ahogarse en recuerdos que le hacen sufrir, pero rememora cómo la furgoneta aceleró arrollando a la gente en dirección a la estatua de Colón y “haciendo zigzag”. No fue una impresión suya. Otros testigos han dicho lo mismo y la policía ha corroborado que Younes hizo “cambios bruscos de dirección” al analizar los 700 metros que la furgoneta recorrió desde la plaza de Cataluña hasta el mosaico de Joan Miró, junto al mercado de la Boqueria. En uno de sus informes, los Mossos reprochan el “evidente desprecio” de Younes por las víctimas y recuerdan que en La Rambla había “gran cantidad de niños pequeños paseando con sus padres”.

¿Por qué se detuvo Younes? Solo por una cuestión mecánica. No pudo avanzar más “debido a la gran cantidad de personas atrapadas en los bajos del vehículo”. Las cámaras de vigilancia de los locales de La Rambla captaron el atropello. Una en especial lo grabó al detalle, con una crudeza insoportable. Es mejor que esas imágenes no salgan nunca a la luz (no lo han hecho hasta ahora) por la “dignidad” de las víctimas, en opinión del juez del caso, que ordenó eliminarlo de la nube digital y guardar solo una copia en el juzgado. Las imágenes “podrían herir la sensibilidad de los familiares y de las víctimas” y aumentar su sufrimiento, argumentó. Con la cantidad de testigos e informes policiales sobre el suceso, el CD que contiene esas imágenes “no aporta datos relevantes a la investigación”.

Finalizada su carrera, Younes se ve “atrapado”. Y bien pudo no haber salido nunca libre de esa furgoneta. Pero, mientras el infortunio parece guiar las acciones de sus compañeros, a él la suerte le sonríe. La suerte y las amenazas de hacer explotar el chaleco falso que llevaba adherido a su cuerpo. Un hombre llega a abrir la puerta del vehículo cuando el terrorista bajaba y forcejea con él, según relataron los testigos. Younes consige ganar tiempo al levantar una mano y gritar: “¡Bomba, bomba!” El hombre no se arredra y, al comprobar que no hay bomba, intenta atraparle, pero se le escabulle. Younes se adentra en el mercado de la Boqueria, donde se cruza con Neus Verdú, que va grabando con su móvil y pregunta a la gente qué ha ocurrido. Younes tiene la sangre fría para decir: “Está pasando ahí”, señalando a La Rambla. Sigue su camino, inconsciente de que hubo una segunda oportunidad de atraparle. Un mosso que se dirige a la plaza de Cataluña se cruza con él. Entonces pensó, declarará, que el joven “parecía ocultar un objeto” y mostraba una extraña “cara de satisfacción”. Se quedan a cinco metros uno del otro. Cruzan las miradas unos segundos. Pero el policía no le para. Sigue su camino para “atender a los heridos” y Younes el suyo, que le lleva a apuñalar en la otra punta de Barcelona a Pau Pérez para robarle su Ford Focus y seguir su huida.

Los chicos del pañuelo rojo

Mientras Barcelona entra en pánico, los Mossos empiezan a atar cabos: detienen a Houli en el hospital, arrestan a Driss en Ripoll. Una hora después, cinco miembros de la célula están ya en la provincia de Tarragona. A las 21.50 compran un hacha por 8,95 euros y cuatro cuchillos en Mercasa, un bazar chino de Cambrils. Y se dirigen a un antiguo restaurante abandonado de Riudecanyes, a solo 14 kilómetros. Allí emprenden lo que se conoce como “el camino de no retorno”. Queman su documentación, escriben cartas de despedida. Se colocan alrededor de la cintura artefactos explosivos simulados. Trocean una camiseta roja de Tommy Hilfiger con la que confeccionan pañuelos que se cuelgan al cuello siguiendo el ejemplo de Abu Dujana, el “guerrero del pañuelo rojo”, un contemporáneo de Mahoma que entraba en combate luciendo esa prenda. Tampoco en eso fueron originales: los autores de los atentados del 11-S en Estados Unidos o del 13 de noviembre de 2015 en París ya se vistieron como Abu Dujana. La policía encontrará en el terreno cerveza y vodka, que quizás tomaron “para desinhibirse”.

Los cinco terroristas suben al Audi A3 negro y, a la una de la madrugada del 18 agosto, arrollan a las personas que pasean por el paseo marítimo de Cambrils. Ana María Suárez, zaragozana de 67 años, será la última víctima de los atentados. El coche embiste un control de los Mossos junto al club náutico y vuelca. Los terroristas salen con las armas blancas. Y entra en acción el mosso 11888, sobre el que se ha especulado hasta la saciedad. Él solo abate a cuatro de los terroristas. En su declaración, el agente explica que esquiva el Audi A3 tirándose al suelo y que, al levantarse, coge su arma y se prepara. El primero de ellos corre hacia él con un hacha en la mano, gritando Allahu akbar. A pocos metros, le dispara y le mata. Dos más le persiguen. Logra correr un poco más deprisa, se distancia de ellos y prepara de nuevo el arma. Se gira y dispara de nuevo. El quinto terrorista es abatido no lejos de allí, por un compañero.

El caos es total; el miedo es más fuerte que nunca.

Nadie sabe entonces que la pesadilla ha terminado. Salvo por un cabo suelto: Younes, que sigue su huida hacia el sur. Su camino acabará abruptamente el 21 de agosto gracias, en parte, al olfato de sabueso de Lilian Bobeica. Expolicía en Moldavia, Bobeica regresaba del trabajo en coche cuando vio a un joven caminando solo por el lado izquierdo de la carretera. “Se parecía a la persona que había salido en las noticias”, dice sobre su primer encuentro con Younes. Recuerda que llevaba una camisa azul clara, pantalones largos rojizos, gafas oscuras y un objeto bajo el brazo que parecía una botella de agua. Pasó de largo. Pero algo le dijo que tenía que volver sobre sus pasos. Lo hizo. Y alertó al 112. “Tengo experiencia y sé analizar rápidamente la información visual. Eso explica por qué actué así”, cuenta Bobeica, quien asegura que tuvo que “huir” de su país y que está escondido en España por su pasado en las fuerzas de seguridad moldavas.

Fragmentos de vida y muerte

Pasan las 15.30 cuando Bobeica llama al 112. Las patrullas que llegan a la zona sitúan a Younes en una zona cercana a una gasolinera, unas pistas de pádel y un terreno de viñedos. Ven cómo se adentra en una pista forestal. Se agazapa entre unos matorrales y vuelve a salir al camino. Se levanta la camisa para que vean con claridad que lleva un chaleco de explosivos. Es de pega, pero nadie lo sabe. “Parecían metálicos porque el sol reflejaba en ellos”, explicará uno de los policías. Younes se dirige hacia ellos gritando Allahu akbar. Los agentes le disparan y el conductor de La Rambla cae. Pero se levanta y vuelve a correr hasta que una nueva lluvia de disparos le derriba para siempre.

Si todo hubiese salido según lo previsto, Younes no habría muerto entre viñedos en el Penedès. Según las declaraciones de Houli, debía ser el encargado de “conectar los pulsadores para accionar los explosivos a distancia” y derribar la Sagrada Familia.
El día en el que Younes es finalmente capturado y abatido, los Mossos envían a la juez un informe preliminar sobre Alcanar. Pero la actividad en la casa no cesa. Se trabaja con intensidad. Aparecen nuevos restos humanos. Aparece el chaleco bomba que, supuestamente, iba a llevar Es Satty el día 20, símbolo del atentado que pudo ser y no fue. Y aparecen cientos de objetos que se analizan de forma minuciosa para encontrar respuestas, porqués, tal vez pistas que conduzcan a otros terroristas, quizás la conexión internacional (Francia, Bélgica, Marruecos) que ha llevado a la investigación a callejones sin salida o escasamente fructíferos.

Muchos pertenecen a Es Satty, que, eterno nómada, parece viajar cargado con una caja de documentos: el escrito de la Subdelegación del Gobierno de Castellón que revoca la orden de expulsarle de España por su condena; un billete del ferri entre Tánger y Algeciras; un currículum vitae en el que ofrece “incorporación inmediata y disponibilidad horaria”.

Una descomunal fuente de pruebas surge de los restos de Alcanar. Son, también, indicios del paso de los jóvenes de Ripoll por el mundo, pruebas de que tuvieron una vida anterior al 17-A en la que fueron estudiantes, trabajadores, amigos, jugadores de fútbol.

Un carnet jove de La Caixa propiedad de Youssef Aalla. La evaluación de Houli en el módulo de electromecánica, en la que se destaca que “le cuesta mucho” y que “se ha de esforzar más”. Una nómina de la empresa Hilado Motos a nombre de Younes Abouyaaqoub. El pasaporte marroquí de Mohamed Hichamy. Libros en árabe. Un diccionario árabe-español. Un folleto con los horarios de autobús entre Castellón y Vinarós. Batas blancas del colegio con sus nombres inscritos (‘Moha’). Una nota del instituto Abat Oliba, donde estudiaron la mayoría de los chicos de Ripoll, informando a los padres de una salida para asistir a la obra de teatro Canvi de marxa, para prevenir accidentes de tráfico. Una chilaba de color marrón, otra de color negro. Unos pantalones de chándal con el escudo del Real Madrid.


Fragmentos de vida y muerte abandonados en Alcanar una noche de verano.

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