martes, 2 de noviembre de 2021

31 octubre 2021 (2) El Correo

  31 octubre 2021 

 


Lo que nunca se debió amparar

Jorge Giménez Bech 

Os escribo conmovido, sosegado ya el remolino político provocado por vuestra declaración del 18 de octubre, y alejado de él. Conmovido y agradecido.

Cuando el 9 de octubre de 1982 ETA asesinó a mi padre, yo no creía que pudiera ver el final de ETA. Militaba en un partido, EIA, al que la izquierda abertzale autoproclamada «oficial» negaba la adscripción a tal corriente política, y la noticia me llegó mientras trabajaba en una campaña electoral de Euskadiko Ezkerra: mi padre yacía muerto en una acera de Behobia. Arrasado de rabia y dolor, me llevaron al lado de mi madre. Rabia y dolor, también en los ojos de mi madre. Y en sus labios, una pregunta cuyos ecos retumban desde entonces en mi interior: ¿a quién apoyáis?

Mi madre sabía de mis ideas, pero ¿qué motivo podría tener para detenerse en sutilezas cuando su corazón se revolvía contra quienes acababan de matar a su marido? No sabéis hasta qué punto comprendí la acusación de mi madre, que me incluía. La comprendí hasta hacerla mía. Hasta sentirme asesino. Asesino de mi padre.

He tenido que recorrer un largo camino para entender lo que pudiera entender. Para aprender a llamar a las cosas por su nombre; para aprender, por ejemplo, que quien asesina es un asesino, por más que mate en la convicción, real o de conveniencia, de que actúa por una causa. Y para comprender que la víctima arrebatada a la vida y a la familia no será ya más un ser humano; será una víctima, será un objetivo, un guardia civil o ertzaina o policía o traidor o funcionario o concejal o diputado…, cualquier cosa, menos un ser humano.

Pero todo ello podría ser un asunto particular mío. Algo que difícilmente podría esclarecer la razón que hoy me mueve a escribir. Palabras que jamás habrían salido de mis labios, de no haberse producido vuestra declaración pública.

Pero se ha producido. Habéis decidido enviar un mensaje a las víctimas. Y, como nunca hasta ahora, he sentido que vuestras palabras me concernían. Hasta al punto de dar forma a una poderosa exigencia interior: yo también debo pedir perdón a todas las víctimas de ETA. Porque no he alzado la voz en su favor con la energía que me era exigible; porque no he denunciado con la necesaria nitidez y honestidad la amoralidad del discurso construido por quienes ejercían la violencia y quienes mamaban de la mística de estos. Porque también yo he buscado cobijo en el silencio, tantas veces. Y ese mismo motivo es el que hoy me mueve a pediros perdón también a vosotros: por no haberos dado oportunidad de escucharme; no, claro está, porque lo que yo dijera pudiera convenceros, sino por no haber tenido siempre el valor suficiente para tomar la palabra, desde el ámbito de la euskalgintza, de la construcción social y cultural vasca, contra la barbarie y la podredumbre moral que lleva aparejada. Por no haberme enfrentado públicamente con la necesaria firmeza a la arrasadora lógica de blanco/negro, amigo/enemigo que ha regido vuestro pensamiento. Por no haber denunciado tantas veces como hubiera sido necesario las actitudes sectarias que habéis adoptado. Porque, a fin de cuentas, he contribuido –no de manera activa, pero sí por inacción– a engordar el monstruo que habéis alimentado. Porque la comodidad me ha hecho pensar que la superioridad moral era suficiente, que me bastaba con no ser asesino o apologista (notorio o vergonzante) para no convertirme en partícipe de la ruina ética de la sociedad vasca. Y, obviamente, no bastaba. Se necesitaba algo más. Se necesitaba un compromiso moral más sostenido, más tenaz, más perseverante que el mío.

Y vuestra declaración me ha enseñado que he fallado en todo ello.

Porque he visto con claridad que no albergáis rastro alguno de duelo. Porque habéis recurrido a un razonamiento más propio de sucesos accidentales –«nunca debió ocurrir»–, en lugar de reconocer con honestidad autocrítica vuestra verdadera responsabilidad –«nunca debimos hacer/encauzar/facilitar/amparar algo semejante»–. Porque allí donde debería haber contrición ética no veo sino signos de oportunidad política. Porque seguís dejando claro que vuestro dolor y el de las víctimas son, para vosotros, dos dolores diferentes. Porque seguís sin mostrar (¿sentir?) arrepentimiento alguno por haber predicado la perversión moral que encerraba la criminal «socialización del sufrimiento».

En cualquier caso, os agradezco el esfuerzo, y también el propio paso que habéis dado, porque sé bien lo costoso que resulta en vuestra trinchera reconocer que haber asesinado a mi padre o a tantos otros (fijados, algunos de ellos, con su nombre en la memoria colectiva –Llull, Ordóñez, Yoyes, Priede, Carrasco, Lidón, Blanco, Goikoetxea, Doral, Korta, Usabiaga…–; otros, con la intimidad familiar como única sepultura) solamente causó daño, y que enlodó, quizá para siempre, a los propios asesinos, a sus amparadores o apologistas y a todo el conjunto de nuestra sociedad.

No obstante, me conmovió profundamente ver que habíais sentido la necesidad de realizar la declaración del 18 de octubre. Y la propia declaración me estremeció en lo más hondo de mi ser, hasta el punto de impulsarme a escribir estas líneas.

A nadie represento. Solo me guía el propósito de contribuir a construir un lenguaje ético realmente compartible que pueda sanarnos a todos (víctimas, victimarios y todo el conjunto de la sociedad que ha padecido la herida moral causada por el círculo vicioso de la violencia). Empezando por una honesta y veraz petición de perdón. Pero, y en primer lugar, individual, puesto que ningún lenguaje colectivo es aceptable si no es guiado por una rigurosa ética autocrítica.

Si vuestro propósito fuera realizar ese esfuerzo, aquí tenéis mi mano tendida. Una mano sucia por no haber hecho lo suficiente. Tan imprescindible como la vuestra. Necesitada de perdón, al igual que la vuestra, aunque no en la misma medida.

Muchas gracias.

 

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