domingo, 27 de agosto de 2017

22 agosto 2017 (26) La Vanguardia

22 agosto 2017  



Espacios, niveles y temporalidades del terrorismo
Michel Wieeviorka

De dónde viene ese sentimiento, tan ampliamente compartido y a menudo expresado, de una distancia infranqueable entre lo que se dice en un contexto de atentados, como los que acaban de golpear Barcelona y Cambrils, y lo que habría que decir? ¿Entre la emoción, lo vivido, que invaden con toda razón las conciencias, y la comprensión cabal y plena del acontecimiento?
Por un lado, recibimos las informaciones suministradas por las autoridades policiales o judiciales,
escuchamos con mayor o menor atención las declaraciones de circunstancia de los actores políticos, no tardamos en exasperarnos ante el desfile de los innumerables especialistas y otros expertos que acuden a los medios de comunicación a aportar sus competencias, por lo general vacuas y con escaso valor añadido. Y, por otra, la incomprensión no se despeja, la conmoción moral e intelectual se encuentra a la altura del drama: esta vez, una quincena de muertos, decenas de heridos, centenares de personas y familias golpeadas más o menos directamente.
Y es que el terrorismo condensa en unos pocos segundos, en un lugar preciso, preguntas que conciernen tanto a individuos, a personas en su existencia singular, víctimas y culpables, como a comunidades que pueden ser locales (aquí: una avenida, la Rambla, una ciudad, Barcelona, Cambrils), regionales (Catalunya), estatales (España), supranacionales (Europa), planetarias. El terrorismo es un fenómeno total, espacialmente complejo y de cierta densidad histórica, pero que se manifiesta bajo la forma de una síntesis instantánea y localizada, mientras que el análisis enseguida hace aparecer dimensiones múltiples, relacionadas con espacios, temporalidades y niveles diferenciados.
En primer lugar, los espacios. El terrorismo golpea en un lugar determinado, pero busca suscitar un terror nacional e internacional, un efecto que se obtiene a través de los medios de comunicación. Mata y hiere a sus víctimas en un lugar. Sin embargo, este es elegido por los terroristas porque acoge a personas que acuden desde más o menos lejos, incluso de diversos países, o que encarnan al menos simbólicamente una mayor o menor espacialidad: el terrorismo la emprende con una modernidad susceptible al mismo tiempo de ser cosmopolita (la Rambla acoge a un turismo verdaderamente internacional) y de estar hecha de tradiciones populares (los fuegos artificiales del 14 de julio en el caso de Niza en el 2016) o de religión (el asesinato del sacerdote de Hamel en una pequeña iglesia cerca de Ruán en julio del 2016). Los propios autores de un atentado vienen de más o menos lejos, funcionan en red; el tema del “lobo solitario” es más un invento que una realidad comprobada. Los terroristas pueden haber tenido una experiencia, europea, africana o mesoriental, pero sin dejar de albergar entre ellos lazos forjados también localmente, como por ejemplo en un barrio (hay que leer en el contexto actual la obra de Jérôme Ferret: Crisis social, movimientos y sociedad en España hoy, Sibirana, 2016), en una mezquita o una cárcel, o incluso en el seno de una hermandad.
A continuación, las temporalidades. El terrorismo, cuando golpea, pide primero medidas inmediatas basadas en conocimientos muy concretos: policía, justicia, servicios de información, ejército, diplomacia, se movilizan con objeto de frustrar los atentados en fase de preparación, garantizar la seguridad, neutralizar a los culpables. En caliente y, por lo tanto, a muy corto plazo, el análisis se basa en unos indispensables saberes policiales y de seguridad. No obstante, cuanto más nos alejamos de la actualidad, más se imponen otros conocimientos si de lo que se trata es de comprender y preparar políticas públicas, o de pensar la diplomacia: ¿cómo se formaron los terroristas y sus redes?, ¿qué lazos existen entre unas lógicas locales o nacionales (la experiencia vivida en Catalunya por los inmigrantes procedentes Marruecos, por ejemplo) y la geopolítica de Oriente Medio, la guerra, los objetivos de un Daesh que se está viendo privado de sus bases territoriales? Y, si queremos ir más lejos aun en el tiempo, ¿qué lazos existen con la historia, por ejemplo, con el pasado árabe-musulmán de España y la Reconquista, o con la colonización y descolonización por parte de Francia de buena parte del norte de África? No necesitamos ese tipo de conocimientos y reflexiones para poner en pie medidas de seguridad y vigilancia; y, de modo simétrico, ese tipo de saberes no tiene gran cosa que aprender de lo que sucede en la actualidad de un momento o un periodo terrorista.
Por último, los niveles. Una cosa es examinar una a una a las víctimas (también para ayudar a quienes lo necesiten a la hora de enfrentarse a un traumatismo que puede resultar devastador) o interrogarse sobre la personalidad, la psicología e incluso la patología de los actores terroristas. Y otra es interesarse por la resiliencia de una ciudad, una región, un país, o incluso por la capacidad de acción supranacional con la que cabe contar frente al terrorismo (por ejemplo, en el plano europeo). El terrorismo debe pensarse haciendo la gran separación, yendo de lo más singular y subjetivo en cada lugar hasta lo más global y supranacional.
Ciertas dimensiones del fenómeno recorren esos espacios, esas temporalidades y esos niveles. Es lo que ocurre hoy con la religión, lo cual conduce a importantes interrogantes. ¿Hay que incriminar únicamente al islamismo y su radicalidad? ¿Al islam en general? ¿A todos los monoteísmos? ¿Hay que esperar del islam o de todas las religiones que desempeñen un papel activo en los esfuerzos por asegurar el declive del terrorismo islámico? Las respuestas pueden variar según los espacios, los niveles y las temporalidades que se contemplen. Y también según las sensibilidades políticas y las orientaciones filosóficas de cada uno.
En caliente, cuando se producen las explosiones, cuando los camiones o los coches bomba provocan carnicerías, cuando los tiroteos causan sus estragos, la opinión pública y los medios de comunicación se interesan muy poco por los análisis que adoptan cierta distancia, sea en el espacio o el tiempo: se quiere saber si se van a producir nuevos atentados, dónde se esconden los terroristas, si la policía es o no eficaz. En frío, tales cuestiones interesan menos, y los análisis distanciados sólo tienen un público muy limitado.

Sin embargo, todos sentimos que, más allá de la emoción, del momento dramático (y puede que incluso ya en ese contexto), sólo podremos enfrentarnos de un modo duradero y eficaz a un mal como el terrorismo si lo consideramos en su complejidad, sin reducirlo a un nivel, una temporalidad o un espacio únicos. No obrar de ese modo supone ceder a la idea de que pueden bastar las soluciones inmediatas puramente represivas, susceptibles de dar paso al autoritarismo y de debilitar la democracia. Eso es entrar en el juego de los terroristas. No se trata de negar la importancia del drama vivido, la conmoción colectiva, la urgencia por parte de la autoridades de garantizar la seguridad de población, ni tampoco de excusar a los terroristas, sino, bien al contrario, abogar por cierta capacidad de tomar distancia, o altura, y reconocer la complejidad de lo vehiculado por esos actos y esos designios criminales.

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