domingo, 27 de agosto de 2017

24 agosto 2017 (5) Levante Mercantil Valenciano

24 agosto 2017 


Yo sí tengo miedo

María Amengual

Yo sí tengo miedo. El miedo es un mecanismo que sirve a los animales para protegerse de los peligros. Es inherente al instinto de supervivencia. Cuando mi vida está amenazada, tengo el mismo miedo que una gacela que ve acercarse al león. ¿Cómo no me va a dar pavor que, mientras paseo tranquilamente por la calle, una furgoneta me embista a toda velocidad u otro transeúnte me clave un cuchillo jamonero? Es precisamente ese temor el que me hace exigir a quien tiene en su mano la posibilidad de hacerlo que me proteja. Sabiendo que no es infalible. No colocar bolardos porque «es lo que querrían los yihadistas» es un insulto a la inteligencia. No. Los terroristas quieren matarnos; precisamente lo que esperan es que no nos custodiemos. Pero nos resistimos a hacerlo, porque queremos volver a la «normalidad».Un retorno a la rutina que exige disfrazar nuestra cobardía de valentía. Que pide mirar hacia otro lado lo más rápido posible. Que hace que nos molesten las imágenes de las víctimas tendidas en el suelo de Las Ramblas. Lo mejor es huir hacia adelante; no pensar. No reconocer que el terror da miedo. Hacer que –cuanto antes– vuelva a ser un lugar para el paseo, la diversión, la cultura. Homenajear a las víctimas durante una semana. Dos. Cuatro. Con flores y cantando Imagine. Y no hacer nada más que esperar el siguiente. En Barcelona, o en París, o Niza, o Londres.
Ojalá para dar lecciones de periodismo se exigiera al menos haber pasado por la universidad. Como pasa con la química, o la informática. Resulta ahora que el plano general de una masacre –en el que no se reconoce a ninguna de las víctimas– es una portada abominable para un periódico. Yo me pregunto qué habría sido de esta profesión sin las imágenes del Holocausto, la guerra de Vietnam, las hambrunas en África. Todas y cada una de las masacres contemporáneas se han fotografiado y filmado. Porque, cuando las palabras no bastan para explicar lo inexplicable, la imagen aporta mucha más información. Claro que hay límites: no todo vale. No se puede transmitir en directo cuando los cuerpos de seguridad están pidiendo que no se haga. Sin embargo, fueron los mismo Twitter, WhatsApp o Facebook que nos dan lecciones quienes compartían los vídeos y fotos en los que sí se reconocía a las víctimas. Y muchos quienes las grababan en lugar de socorrerlas.
No se puede entrar en una casa precintada por la policía: es lamentable. Ahí está la línea que separa el morbo de la información. ¿Qué aporta un plano de la casa del terrorista con los cacharros lavados en la encimera? Sin embargo, las portadas del pasado viernes pueden ayudarnos a saber a qué nos enfrentamos. Si queremos combatir el terror, no creo que la mejor manera de empezar sea hacer como si no existiera. Inundar las redes de gatitos y las portadas de crespones negros cuando quince personas han sido vilmente asesinadas no es periodismo. Si quieren ver gatitos, es mejor que pongan Disney Channel. Ser adulto es mirar la realidad de frente, reconocer que es jodida e injusta y que da miedo. Y entonces decidir –consciente y voluntariamente– que la libertad es más importante. Que vale la pena luchar contra ese pavor, sobreponerse a él y luchar por defenderla. Y volver a Las Ramblas.
La normalidad a la que deseamos retornar ya no existe. Y puede que no vuelva. Para que lo haga hay que mirar al terror a la cara. Preguntarse por los procesos que llevan a un adolescente inmigrante de segunda generación a convertirse en un asesino. Analizar los mecanismos de radicalización. Curiosamente, son muy similares a lo que ocurría con ETA: jóvenes que buscan su identidad en un ambiente que es el caldo de cultivo perfecto porque jalea su «heroica valentía en la lucha». Ver quién siembra el odio hacia todo el que piensa diferente. Dónde lo hace. Matar es muy fácil; mucho más si no importa morir en el intento porque se está convencido de librar una guerra santa. Frenar una amenaza global y atomizada va mucho más allá de las detenciones policiales –sin que eso desmerezca su imprescindible labor–. Sólo en Cataluña hay 98 mezquitas donde se predica el salafismo. La libertad religiosa no puede ser un paraguas que ampare a quienes pretenden destruir la sociedad que les acoge.

Pretender que el principal problema que tenemos son las fotografías que han publicado los periódicos o las imágenes de televisión –aunque algunas de ellas sean censurables, no voy a caer en el corporativismo– es no haber entendido nada. La culpa no es del periodismo, es de los criminales. Este país ha tenido –desgraciadamente– experiencia en la lucha antiterrorista. Fueron años de bombas y tiros en la nuca mientras el entorno aplaudía. Hasta que la sociedad no se atrevió a mirar el miedo de frente no cambiaron las cosas. Me pregunto cuántos cadáveres más serán necesarios para que el yihadismo tenga a su Miguel Ángel Blanco.

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