miércoles, 1 de enero de 2020

29 diciembre 2019 (5) La Vanguardia (opinión)

29 diciembre 2019 



La tentación de apretar el gatillo
Lluís Uría

“A las víctimas tengo que reconocerles la injusticia y el daño que les causamos. Y luego, agradecerles la generosidad. Porque la generosidad de las víctimas ha sido bestial… Que no llegara nadie a la venganza, eso es un milagro. Si no, hubiera sido una guerra civil. Estuvimos a punto de que lo fuera. No lo fue porque las víctimas renunciaron a la venganza”. Quien habla así es un antiguo etarra, Jon Aldalur, miembro del comando de ETA que en 1976 secuestró y asesinó al empresario Angel Berazadi. Su estremecedor testimonio contribuye –junto al de muchos otros, a dibujar el impresionante fresco de  Zubiak, el final del silencio, la monumental serie de Jon Sistiaga sobre la organización terrorista vasca. Todos aquellos nacionalistas que se sienten fascinados por la lucha armada de ETA –que los hubo, los hay y los habrá- deberían verla para comprender la inmensidad de la tragedia que sacudió al País Vasco.
En sus sesenta años de historia, ETA asesinó a cerca de 900 personas, mientras que los muertos en campo etarra –por las fuerzas de seguridad o el terrorismo de Estado de los GAL- fueron cerca de un centenar. Pudo haber sido peor. Si, como reconocía Jon Aldalur, las víctimas se hubieran revuelto contra los verdugos –sabían donde golpear, en Euskadi todo el mundo se conoce-, hubiera habido una violenta confrontación civil.
Es lo que sucedió en Irlanda del Norte. Las luchas que se sucedieron en la provincia británica durante los treinta años del periodo conocido como The Troubles  (1968-1998) entre católicos republicanos y protestantes unionistas –con el IRA por un lado y grupos paramilitares lealistas por el otro-, dejaron un reguero de más de 3.600 muertos. El Acuerdo de paz del Viernes Santo, firmado en abril de 1998, puso fin a la confrontación, pero la fractura entre las dos comunidades permanece. Aún hoy perviven –en Belfast y otros lugares- un centenar de los llamados Muros de la Paz, que separan a los barrios católicos y protestantes, y que son cerrados a cal y canto por grandes portalones de hierro durante la noche. Con hasta siete metros de altura, coronados de cámaras de videovigilancia y alambradas de espino, son una cicatriz abierta del conflicto. (Quienes en Catalunya, por cierto, importaron con alegre insensatez la jerga propia del Ulster adquirieron una grave responsabilidad: todo empieza siempre por palabras).
La paz del Viernes Santo, ratificada mayoritariamente en referéndum en las dos Irlandas, permitió la recuperación del gobierno autónomo en Irlanda del Norte, compartido por unionistas y republicanos –nunca se valorará suficientemente el coraje que demostraron los dos antiguos enemigos, Ian Pasley y Martin Mcguiness, ya desaparecidos, para acallar las armas- y abrió por primera vez la posibilidad de una reunificación de la isla, a través de una consulta, a partir del momento en que se intuyera la existencia de una mayoría clara.
La frágil arquitectura de la paz, sin embargo, amenaza ahora con el colapso. Con el gobierno autónomo suspendido de facto desde 2017 –el ejecutivo cayó por un asunto de corrupción y ambos campos no han logrado hasta ahora superar sus desavenencias-, los resultados de las negociaciones del Brexit y de las recientes elecciones legislativas británicas han abierto un periodo de incertidumbre y desasosiego.
Irlanda del Norte, al igual que Escocia, votó contra la salida del Reino Unido de la Unión Europea y, desde entonces, el temor a que la reimplantación de una frontera física entre las dos Irlandas arruinara el proceso de paz ha atormentado a unos y a otros. Al final, y para zozobra de los unionistas, el acuerdo alcanzado por el Gobierno de Boris Jonson con Bruselas deja provisionalmente a Irlanda del Norte bajo los parámetros regulatorios de la UE e implicara en la practica la instauración de una frontera invisible –pero real, puesto que habrá controles aduaneros- en el Mar de Irlanda, entra la provincia y Gran Bretaña.
Para añadir leña al fuego, las elecciones del 12 de diciembre al Parlamento británico dieron por primera vez la victoria a los republicanos (Sinn Fein y SDLP, con nueve diputados) frente a los unionistas (el DUP obtuvo siete), algo nunca visto desde la partición de la isla en 1921. Circunstancia que ha llevado ya a algunos a pedir u referéndum de independencia para unirse a la Republica de Irlanda. Un poco precipitadamente, todo hay que decirlo, puesto que en voto real los unionistas (42%) siguen por delante de los republicanos (37%).
En medio de toda esta inseguridad y efervescencia, hay indicios preocupantes sobre el riesgo de un retorno a la violencia. El segundo informe de la Independent Reporting Comisión (IRC), del 4 de noviembre, constata que la actividad de los grupos paramilitares, de un lado y del otro, ha aumentado en el último año y advierte que la situación es “seria y preocupante”.
En el campo de los “disidentes republicanos” se cuentan cutro atentados con explosivos –entre ellos, un coche bomba frente a la corte de justicia de Londonderry-, siete heridos por arma de fuego y una víctima mortal: la periodista Lyra McKee, muerta accidentalmente en abril en Creggan cuando un miembro del New IRA –organización creada en 2012- disparó contra agentes de la policía. En el campo de los “paramilitares lealistas” se cuenta también una víctima mortal – Ian Ogle, apuñalado en enero en Belfast-, cinco heridos y un ataque con explosivos.
Lo más inquietante no son las acciones violentas en sí mismas –de hecho, desde el Acuerdo de Viernes Santo hace más de veinte años, no han cesado nunca del todo y ha habido casi 160 muertos-, sino el nuevo ambiente que las propicia. El líder de la formación republicana Azorad (“liberación”), creada en el 2016, que rechaza el Acuerdo de Viernes Santo y pasa por ser el brazo político del New IRA, Brian Kenna, hizo en agosto unas alarmantes declaraciones en las que juzgó que la vía de las armas “es inevitable”. “Legítima” empiezan a considerarla también en las filas lealistas, que en las últimas semanas han organizado reuniones a lo largo de todo el territorio, con la participación de jefes de los grupos paramilitares, para estudiar cómo responder al abandono de Londres.
Tales voces amenazan con encontrar eco especialmente entre los jóvenes, en una historia mil veces repetida. Jon Aldalur era muy joven –“acababa de cumplir 18 años, teníamos un romanticismo exacerbado”,- cuando se sumó a ETA, seducido por “el enconamiento de la violencia”. En una entrevista realizada por Channel  4 en octubre, un portavoz del New IRA reconoció que la mayoría de militantes de su organización también so son: “Nacieron después de 1998”. Nunca vivieron los Troubles. Ni saben los muertos que costó la paz.

Opinión:

Leer el artículo de Lluís Uría me ha causado un contraste de opiniones.
Por un lado, es uno de los mejores artículos que he podido leer desde que me interesa conocer el problema del terrorismo en Irlanda, como consecuencia de haber sufrido el atentado en Hipercor el 1987 y descubrir que había muchos analistas, especialistas y más palabras acabadas en “istas” que decían que el problema del terrorismo de ETA y del IRA tenían connotaciones y orígenes muy comunes. Es evidente (al menos a mí me confirma en mi criterio) que el terrorismo en Irlanda tiene unos orígenes RELIGIOSOS innegables mientras que el terrorismo de ETA en España tiene un origen más bien territorial y de imposición de una ideología política, sin que la religión sea una de las principales cuestiones a discutir o imponer.
Además, Lluís Uría proporciona una serie de datos que muestran la enorme diferencia entre un terrorismo y el otro. Mientras que tras la declaración de “paz” en Irlanda han continuado ocurriendo atentados y dos muertes, en el caso del terrorismo etarra no hemos tenido que lamentar ninguna víctima desde octubre de 2011… y aunque es cierto que todavía quedan muchas consecuencias por solucionar, no es menos cierto que si en ese octubre de 2011 nos hubieran dicho que a finales de 2019 no habría habido ningún atentado etarra, seguramente “casi” nadie nos lo hubiéramos creído.

Por otro lado, le agradezco a Lluis Uría el agradecimiento que envía a “LAS” víctimas aunque está equivocado. Desgraciadamente no somos “LAS” víctimas las que hemos sido generosas sino un enorme grupo de víctimas comparativamente hablando en relación con aquellas que o bien han mostrado enormes momentos de rencor, venganza y desprecio o bien se han aprovechado para obtener enormes beneficios personales, económicos, jurídicos y hasta políticos del dolor que SI hemos sufrido otras víctimas reales. En el trabajo de Jon Sistiaga hay algún que otro ejemplo.

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