viernes, 8 de julio de 2022

08 julio 2022 (2) La Verdad de Murcia (opinión)

  08 julio 2022

 


La noche del Bataclan

A los terroristas islámicos no les importa morir o ser condenados con tal de haber hecho el mal. Nuestras leyes son impermeables a su odio Salah Abdeslam tiene mi edad y nació en Bruselas. Bélgica no es un país tan distinto a España. Imagino que hemos crecido viendo dibujos animados similares, estudiando temarios de historia comunes. Compartimos una cultura ancestral, lo que podemos llamar ‘occidental’, desde Grecia a las playas de Normandía. Él es europeo de segunda generación. Sus padres, marroquíes, obtuvieron la ciudadanía francesa hace décadas.

Ese hecho arroja cierta perspectiva, por supuesto, pero son miles los inmigrantes que forman parte de nuestras ciudades y que viven de igual a igual con respecto a una familia de veinte generaciones de apellidos normandos. Abdeslam, sin embargo, intentó ir a Siria en plena guerra e instauración del Califato Islámico. Fue detenido en Turquía. Las autoridades policiales belgas no lo consideraron un peligro entonces. La noche del 13 de noviembre de 2015, participó en el atentado que se llevó por delante la vida de 130 personas. Su cinturón de explosivos no estalló por un fallo. Sí el de su hermano, dentro de la sala Bataclan. Hace pocos días se hizo pública la sentencia del juicio por los atentados de París. Salah Abdeslam ha sido condenado a cadena perpetua irrevocable.

Durante el proceso intentó convencer al jurado de que él no dejó de ser un actor secundario durante la fatídica noche. Argumentó que sus manos no estaban manchadas de sangre. Un actor menor en la tragedia europea. Incluso alegó que no hizo estallar su chaleco explosivo, como si se hubiese comparecido de las futuras víctimas que estaba a punto de asesinar.

Se supo que ese chaleco no explotó por un fallo humano, y no por cierto tipo de caridad terrorista, a la manera de Dostoievski en ‘Los demonios’. Nada mejor para resumir el juicio que la expresión dolorida de una madre al salir del Tribunal, una vez conocida la sentencia: «La cadena perpetua la llevo yo desde que asesinaron a mi hijo».

Se ha hecho justicia, por supuesto, pero al igual que sucedió con los atentados de Madrid de 2004, queda en la sociedad una sensación de impunidad. La mayoría de los artífices del atentado están muertos o no se han sentado en el banquillo de los acusados. A los terroristas islámicos no les importa morir o ser condenados con tal de haber hecho el mal. Nuestras leyes son impermeables a su odio. Basta con leer las crónicas que ha publicado Emmanuel Carrère del juicio, testigo maratoniano de las largas sesiones, con testimonios de víctimas y acusados. El de París ha sido el ejemplo de un juicio sin aspavientos, pero que se queda corto para tanto dolor causado. Aquella noche yo acaba de volver a España.

Necesitaba una pausa de mis días parisinos. Escuché con horror por la televisión la consecución de los hechos, pensándome si sería legítimo suspender mi vida en Francia por aquel brutal ataque. Fueron seis puntos de barbarie: el primero en el Stade de France, en el barrio de SaintMartin; Denis, una explosión que pudo haber generado una catástrofe humana; el segundo en Le Petit Cambogde, un restaurante de comida étnica, a pocos metros de mi casa por aquel entonces, un lugar por el que pasaba cada día; el tercero en Casa Nostra, un popular restaurante pegado al canal SaintMartin; el cuarto en la sala Bataclan, donde arreciaron los disparos y las inmolaciones; el quinto en el bar La Belle Èquipe; el sexto en el restaurante Le Comptoir Voltaire. El ataque se perpetró contra un estilo de vida, el europeo. Los escenarios no dejan lugar a dudas: estadios de fútbol, restaurantes, salas de baile...

Aquella noche el yihadismo quiso acabar con un modelo vital representado por la juventud. Fue un disparo directo contra la música rock, contra la minifalda, contra la libertad sexual, el espíritu crítico y el laicismo. Un aviso de que la cultura occidental no encaja con la doctrina radical que pretende imponer el oscurantismo. París fue atacada por ser París, la capital de la libertad, del librepensamiento, la ciudad en la que cada uno puede hacer lo que quiera y sentirse como le plazca.

A París le cuesta respirar tras esos días. Al menos es lo que me trasmiten los amigos que quedan allí. Francia lleva sufriendo el terrorismo islamista una década. Antes del Bataclan ocurrió en las instalaciones del semanario satírico ‘Charlie Hebdo’. Después en Niza, el día nacional de Francia, mientras sonaba la Marsellesa. Un camión se llevó por delante a 86 personas. Familias con niños pequeños. También decapitaron a Samuel Paty, profesor de filosofía, por haber enseñado una caricatura de Mahoma en una clase sobre la libertad de expresión. Ojalá esta sentencia sirva para algo, pero Europa necesita políticas fuertes no para que la justicia sea ejemplar, sino para que no se vuelva a repetir aquella noche en el Bataclan.

Opinión:

Aparte de la información presentada, solo añadir un detalle. Creo que hay un grave olvido como es el de no mencionar el ametrallamiento en la cafetería “Le Carillón”.

Lo recuerdo porque desde la UAVAT estamos asistiendo, lo mejor que podemos y con los paupérrimos recursos de que contamos, a una víctima catalana de ese atentado. De hecho, hace quince minutos he estado intercambiando información con él.

 

 

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