23 noviembre 2015
Los cómplices del Estado Islámico
El autoproclamado califato dispone
de mayores apoyos de los imaginados.
Si bien es cierto que representa una
amenaza global de primera magnitud, también lo es que algunos actores lo
consideran un instrumento de utilidad que conviene preservar
Los atentados de París han trasladado al corazón de
Europa la barbarie con la que conviven los ciudadanos de Siria e Irak desde
hace años. Con este ataque terrorista, el Daesh (las siglas en árabe del
autodenominado Estado Islámico) da un salto cualitativo en su estrategia al
abrir un nuevo frente para golpear al enemigo exterior.Se trata de una
derivación sumamente peligrosa, sobre todo si el Estado Islámico (ISIS, en sus
siglas en inglés) replica este patrón a otros objetivos.
Pero si hay algo inquietante en estos atentados es
que demuestran que la capacidad operativa del ISIS sigue intacta. Los 8.000
ataques aéreos lanzados por la coalición internacional contra sus feudos en
territorio iraquí y sirio han logrado frenar su avance, pero no han impedido la
consolidación de su administración. El hecho de que las principales potencias
internacionales sean incapaces de derrotar a una organización que apenas cuenta
con 50.000 efectivos nos invita a pensar que se carece de una estrategia
adecuada para derrotar a este enemigo no convencional.
La resiliencia del ISIS nos indica, al mismo tiempo,
que dicho grupo dispone de mayores apoyos de los imaginados. En realidad, su
fulgurante expansión no hubiera sido factible de no haber contado con la
complicidad de algunos actores clave de la región. Si bien es cierto que, hoy
por hoy, el ISIS representa una amenaza global de primera magnitud, también lo
es que algunos actores lo siguen considerando un instrumento de utilidad que
conviene preservar.
El régimen sirio siempre ha considerado a los
yihadistas un enemigo útil, susceptible de ser manipulado cuando llegase la
ocasión. El tiempo parece haberle dado la razón, puesto que su expansión ha
sido respondida con el establecimiento de una coalición que está haciendo el
trabajo sucio que Bachar el Asad ha rehusado asumir en los últimos años. No
debemos olvidar que fue el presidente sirio quien dio la orden de liberar a
centenares de yihadistas de las cárceles en los primeros compases de la
revuelta, precisamente para tener una coartada para reprimir dichas
manifestaciones. Entre los liberados estaban los actuales responsables del
Frente Al Nusra (la rama siria de Al Qaeda) y Ahrar Al Sham (la principal
milicia salafista). Bachar ha evitado atacar las posiciones del ISIS, labor que
tuvieron que asumir las fuerzas rebeldes que comprendieron que se trataba de un
grupo parasitario que pretendía aprovechar el caos bélico para implantarse
sobre suelo sirio. El ISIS siempre fue contemplado por el presidente sirio como
un enemigo útil que le permitía presentarse como un mal menor ante la comunidad
internacional. Por esta razón, el régimen necesita mantener con vida al ISIS,
ya que se ha convertido en el salvoconducto que podría garantizar su propia
supervivencia.
También el Gobierno iraquí tiene un papel
determinante en el nacimiento y expansión del ISIS. La intervención
norteamericana permitió que los partidos chiíes se hicieran con el poder e
instauraran un Gobierno abiertamente sectario. El ex primer ministro Nuri Al
Maliki auspició la formación de batallones de la muerte que actuaron con
absoluta impunidad, y las milicias chiíes se hicieron con el control del
Ejército. La herencia dejada por la ocupación norteamericana, el sectarismo de
Maliki y el yihadismo de Al Qaeda es desoladora: violencia institucionalizada,
corrupción endémica, pobreza estructural y frustración generalizada. No nos
debe extrañar, por tanto, que en 2006 Abu Bakr al-Bagdadi lograra granjearse el
apoyo de la castigada comunidad suní y, en especial, de destacados dirigentes
baazistas que rápidamente se unieron a sus filas tratando de recuperar el poder
perdido.
Por último, debemos referirnos a las potencias
regionales que han tenido un papel decisivo en el agravamiento de la situación
en Siria e Irak. Algunas petromonarquías del golfo Pérsico se han guiado por la
máxima del “enemigo de mi enemigo es mi amigo”, lo que les ha llevado a
financiar generosamente a una pléyade de grupos yihadistas con una agenda
abiertamente sectaria, todo ello con la voluntad de debilitar a las autoridades
de Damasco y Bagdad. Arabia Saudí e Irán, que están librando una guerra fría
por el control de Oriente Próximo, son los principales responsables de la
deriva sectaria que azota la región. El primer país tiene una dilatada historia
de colaboración con los movimientos yihadistas, que, a su vez, se consideran
puntas de lanza del wahabismo en el mundo árabe. En el pasado, importantes
jeques contribuyeron a la financiación de Al Qaeda; en el presente, Riad
considera la rama local de dicha organización en el Yemen como un aliado en su
guerra contra los Huthis. Irán, por su parte, ha movilizado a diversas milicias
chiíes libanesas e iraquíes, así como a su Guardia Republicana, para apuntalar
a El Asad. Aunque Irán sea un enemigo declarado del ISIS, lo cierto es que
también ha sabido rentabilizar su existencia en las negociaciones en torno al
acuerdo nuclear, ya que EE UU es plenamente consciente de que la
contribución iraní será imprescindible para estabilizar el caótico Oriente
Próximo.
Otra de las potencias regionales que han jugado a
esta ruleta rusa ha sido Turquía, que permitió que sus fronteras se
convirtiesen en un auténtico coladero por el cual se infiltraban miles de
yihadistas a territorio sirio. Al hacerlo pretendía acelerar la caída del régimen,
pero también impedir la consolidación de la autonomía de Rojava, el Kurdistán
sirio. De esta manera, creía matar dos pájaros de un tiro. Tan sólo la
creciente beligerancia del ISIS, que asesinó a más de un centenar de personas
en Ankara en plena campaña electoral, parece haber modificado dicha política,
aunque se han aprovechado los bombardeos contra el ISIS para destruir las bases
de los peshmergas kurdos, como si los dos grupos formaran parte de un mismo
fenómeno.
En último término no debemos soslayar la
responsabilidad de EE UU en la irrupción del ISIS. Su invasión de Irak no
sólo destruyó al régimen, sino que además desmontó el andamiaje estatal al
desmovilizar al Ejército y disolver el Baaz. En ese terreno abonado nació el
ISIS, que llegó a ser visto por algunos elementos de la Administración
americana como un instrumento que podía debilitar a Al Qaeda, su enemigo
público número uno desde los atentados del 11-S. Tras el estallido de la guerra
siria en 2011, EE UU y los países occidentales prefirieron mirar hacia
otro lado, mientras el ISIS extendía sus tentáculos y se incubaba la mayor
catástrofe humanitaria que ha vivido la región desde hace un siglo. Ni los unos
ni los otros estaban interesados en correr riesgos y se mantuvieron impasibles
ante las carnicerías cotidianas de una guerra que ha devastado el país y ha
provocado la muerte de, al menos, 330.000 personas y la desaparición de otras
65.000. Ahora recogemos la cosecha de esta errática estrategia.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios
Árabes en la Universidad
de Alicante y coordinador de Oriente Próximo y Magreb en la Fundación Alternativas.
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