18 noviembre 2015 El País
Corrupción y terror
La comunidad internacional ha
tolerado y apoyado Gobiernos corruptos a cambio de seguridad. Sobre la
impotencia que provoca la injusticia actúan los extremistas religiosos
ofreciendo pureza espiritual como contrapunto a una sociedad sucia
Victor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas
de la Universidad
de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes (Editorial Península).
Qué nos impulsa al lado oscuro?
¿Por qué tantos jóvenes de “discreta vida” se
transforman en terroristas dispuestos a inmolarse en el nombre de una creencia
religiosa extremista? Decía Dostoievski que no hay nada más fácil que condenar
al malhechor, pero nada más difícil que comprenderlo. Y en pocas ocasiones esta
afirmación resulta más acertada que en el caso del terrorismo yihadista. A las
élites culturales occidentales nos consuela pensar que el motor del terror son
la pobreza y la falta de educación. Estos días nos hemos hartado de oír brindis
al sol, y a la media luna, sobre cómo combatir las causas “socioeconómicas de
fondo” del terrorismo. Sin embargo, los estudios que han investigado la
relación entre pobreza y (poca) educación con terrorismo no ofrecen resultados
concluyentes. Los terroristas no suelen ser más pobres ni tener menos estudios
que los ciudadanos de su entorno. A veces, es al contrario: son menos pobres y
están más educados. Sin duda, la pobreza y la incultura no ayudan a la
moderación. Sin duda, hay que combatirlas por motivos humanitarios. Pero no son
causa necesaria ni suficiente de la radicalización extremista.
Tiene que
haber algo más. Esa es la teoría de Sarah Chayes, autora de Thieves
of State: Why Corruption Threatens Global Security (Ladrones de Estado: por qué la corrupción amenaza la
seguridad global), mitad autobiografía, mitad tratado sobre qué
fomenta la radicalización religiosa. A través de sus conocimientos históricos y
de su experiencia vital, sobre todo en Afganistán pero también en otros focos
de radicalización, de su contacto directo con ciudadanos y empleados públicos a
todos los niveles, Chayes es capaz de captar lo que se le escapa al complejo
militar-intelectual encargado de la lucha antiterrorista: cómo se transmite el
veneno extremista.
n sus relaciones con el mundo
islámico, la comunidad internacional, y a la cabeza EE UU, opta por esta
secuencia: primero, seguridad, y, luego, buen gobierno. Apostemos por líderes
locales que puedan asegurar un orden mínimo, aunque ello suponga tolerar unos
ciertos niveles de corrupción, o incluso fomentarla, pues en ocasiones damos
sobres por debajo de la mesa a las figuras clave del régimen. Total, estos
pueblos ya están acostumbrados a Gobiernos corruptos. La corrupción como mal
menor ha sido una actitud tradicionalmente compartida en determinados círculos
de poder y sostenida por reputados teóricos. Para Samuel Huntington, por ejemplo,
la corrupción podía ser un “lubricante” que facilitara la modernización de una
sociedad en transición.
Chayes
narra cómo funciona ese lubricante en la realidad. Ofrece todo lujo de detalles
sobre cómo funcionaba el Gobierno de Karzai en Afganistán, donde no solo
millones de dólares destinados a la reconstrucción del país acabaron en los
bolsillos de unos cuantos amigos, sino que el aparato estatal acabó
reproduciendo los esquemas de una organización criminal verticalmente
integrada. Chayes narra las semejanzas de Afganistán con otras “cleptocracias”
también aceptadas, o apuntaladas, durante décadas por la comunidad
internacional, como Egipto, Túnez, Uzbekistán o Nigeria. En todas estas
sociedades se reprodujo una fractura entre un grupo reducido de ciudadanos de
primera, con acceso a todo tipo de privilegios, licencias y prebendas, y una
mayoría que se sentían ciudadanos de segunda.
Por supuesto, el Gobierno
estadounidense sabía que gran parte del inmenso dinero invertido en Afganistán
se desviaba para beneficio privado de unos pocos, pero aplicaban la lógica del
economista académico. Damos 100 millones y, aunque 80 se pierdan en corruptelas
varias, los 20 restantes llegarán a la comunidad local en forma de, por
ejemplo, pozo de agua, escuela u hospital. Si la población es fríamente
racional, preferirán esas infraestructuras a nada. Con lo que acabarán
agradeciendo y colaborando con las fuerzas ocupantes y el proceso de
democratización del país. Pero, en realidad, ni los afganos ni nadie somos
fríamente racionales. Diversos experimentos muestran que los humanos somos como
los monos capuchinos que rechazan un trozo de pepino si su compañero recibe un
grano de uva por hacer la misma tarea: reaccionamos frente a la injusticia
renunciando a nuestro propio bienestar. Tiramos las migajas que nos dan si
percibimos que otros, sin un motivo justo, se apropian de la barra de pan.
Priorizamos el sentido de justicia sobre nuestra propia utilidad. No es un
detalle menor. Tiene implicaciones profundas para el diseño de políticas
públicas, como el fracaso estadounidense en Afganistán atestigua.
Frente al
racionalismo economicista de las agencias gubernamentales, Chayes adopta el
sentido común de la observadora participante. Su experiencia de la vida
cotidiana afgana, que incluye montar una fábrica de jabón gracias a la
generosidad de Oprah Winfrey, le indica que lo que fomenta el extremismo es la
impotencia que sienten muchos afganos ante un Gobierno corrupto, parcial e
injusto. No es la pobreza per se, sino el ver a los hijos de las
familias influyentes paseándose en lujosos todoterrenos, lo que indigna a los
afganos. Y ahí es donde entran los extremistas religiosos, que ofrecen pureza
espiritual como contrapunto a una sociedad sucia. Orden eterno frente a un
mundo injusto.
Es una
constante a lo largo de la historia. La reforma protestante en el siglo XVI,
sobre todo en sus versiones más puritanas, fue una reacción frente a la
percepción de que había una corrupción endémica en el catolicismo, como con la
venta de indulgencias. En el caso del yihadismo la reacción puritana es
especialmente sangrienta y repulsiva. Pero, por desgracia, el derramamiento
purificador de sangre ha estado también presente en demasiados episodios
trágicos de nuestro pasado.
Los propios militantes
radicalizados confiesan la importancia de la corrupción en su conversión.
Chayes cita un estudio en el que se interrogó a prisioneros talibanes sobre las
causas que los llevaron al extremismo. Curiosamente, las motivaciones étnicas o
religiosas, incluyendo la falta de respeto al islam, o políticas, como la
ocupación americana, desempeñaban un papel secundario. El principal motivo para
muchos talibanes era la percepción de que el Gobierno afgano era corrupto.
Un sentimiento paralelo puede
estar impulsando a muchos jóvenes a combatir por el Estado Islámico, de Siria a
las calles de París. No, los jóvenes de las banlieues no se enfrentan a un Estado corrupto
en Francia. Y, en términos absolutos, quizás tienen más oportunidades objetivas
para progresar socialmente que los jóvenes de otros muchos países. Pero, en
términos relativos (que son los que nos motivan a los primates), se sienten
ciudadanos de segunda.
Es esa percepción de injusticia,
de discriminación, la que alienta la búsqueda de una pureza espiritual. De una
justicia divina. Y del infierno terrenal que tan frecuentemente se deriva de
ella.
Opinión:
De todo el artículo me quedo con
una frase que me hace pensar, pensar mal, por cierto: “en
Afganistán, la ayuda para la reconstrucción del país fue a los bolsillos de
unos cuantos amigos”.
También me
gustaría recordarles a algun@s expert@s la mala utilización de la palabra “inmolarse” para que, de una vez por todas, aprendamos
que inmolarse significa “DAR LA VIDA
EN PROVECHO DE ALGUIEN O ALGO, POR UNA CAUSA, UN IDEAL O MPOR
EL BIEN DE UNA PERSONA”.
Mejor llamarles
lo que son: suicidas.
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