19 octubre 2012
El día que cambió su vida
Joan Pallarés-Personat
Con el paso del tiempo he olvidado tantas y tantas cosas que apostaría por decir que hoy, son más los olvidos que los recuerdos, sin embargo de aquel día de hace tanto tiempo, de un día cualquiera de un mes cualquiera, muchos años atrás, no podré olvidar nunca, aunque de todo aquello fui testigo lejano y mudo, y lo de mudo es lo que mejor encaja en este caso, de un hecho sangriento, sin entrañas, que cambió la vida de muchas personas, en especial de Andrés, mi compañero de trabajo, al cual entonces hacia ya mucho tiempo que conocía y hoy puedo decir que es amigo de toda la vida.
Andrés y yo habíamos entrado a trabajar en el banco muy jóvenes, de meritorios, y aun cuando nunca ascendimos mas allá de jefe de cuarta, que era nuestra categoría cuando nos pre-jubilaron en condiciones vergonzosas según unos, aun que no pocos quisieran llorar con nuestros ojos. Según Andrés, a mi me marginaban en los ascensos por ser sindicalista y a el, por aquello que le ocurrió el día aquel, el día en que cambió su vida.
Porqué si que en honor a la verdad hay que decir que Andrés, des de aquel día no cesaba de repetir, refiriéndose al suceso, como el día que cambió mi vida. Jamas le conteste a estas palabras, pero la verdad, poco más que eso, que el día que cambió mi vida, puede decir de aquel día.
En el mismo departamento, mesa por mesa, amigas nuestras mujeres, amigos nuestros hijos, Andrés ha sido des de la adolescencia, que entonces empezábamos a trabajar siendo adolescentes, siempre hemos estado juntos y aun hoy, cada semana, nos reservamos una mañana para desayunar juntos y dar un buen paseo hablando de todo, aunque siempre terminamos hablando del banco, o de lo que queda de el, irreconocible no solo por las fusiones y las transfusiones, sino por un espíritu ajeno a aquel que marcaban los banqueros de los años setenta, cuando sorprendidos íbamos degustando las enormes ventajas de su proteccionismo laboral en todas sus formas.
No por haber progresado poco, no por no haber ascendido a altas cimas y jefaturas, Andrés y yo íbamos justos de dinero. El sueldo, desde luego, no era para vivir holgadamente, pero por las tardes, las horas, no muchas, un par cada día, de lunes a viernes, que entonces trabajábamos los sábados por la mañana, nos permitían atender sin sacrificios las necesidades familiares, un par de buenos fines de semana al mes y todo agosto de vacaciones en un apartamento.
El banco, por Navidad, además del consabido lote, siempre nos daba un obsequio, un detalle. Un año un pisapapeles, otro un cuadro y hacia poco nos regalaron una cartera de cuero, que tanto Andrés como yo, utilizamos para llevar nuestras cosas: el bocadillo de la mañana, el periódico, la quiniela, el paraguas plegable, el calendario de liga, o algún que otro papel útil. Comentábamos que entrar y salir de casa con la cartera hacia que no pareciésemos simples chupatintas y en el bar del café o la portera, seguro que creían que en la cartera llevábamos documentos importantes para estudiarlos en casa.
No pocas veces, saliendo del trabajo por la tarde, nos íbamos a tomar unas cañas, a veces los dos, a veces con mas compañeros, pero el día en que cambió su vida, íbamos Andrés y yo solos. Primero fuimos a una gran cafetería céntrica, a un par de calles del Banco, luego tomamos el metro y, antes de despedirnos, al tomar cada cual su autobús, fuimos a otro local a tomar una segunda ronda. Anochecía cuando cada cual en su autobús se encaminaba a su domicilio.
Solo llegar a casa me llamó Andrés por teléfono. Había perdido su cartera y, al ser la mía igual, quería saber si era una confusión y yo me había llevado la suya. Abrí y no era la miá. Seguramente la habría olvidado en el autobús, en el metro o en alguna de las dos cafeterías en que estuvimos, porqué el insistía que estaba seguro de llevarla al salir del trabajo.
Aquella tarde no solo Andrés y yo íbamos de cañas, una mano criminal también recorrió nuestra cafetería, una mente perturbada, en nombre de la libertad había colocado una bomba en una de las cafeterías en la cual habíamos estado, en la que estaba a unas calles de nuestro banco. Lo descubrí por la noche, estupefacto, cuando las noticias de televisión daban la noticia y difundían unas imágenes espantosas, un amasijo de ruinas, hierros, cristales, sillas y un montón de muertos ademas de numerosos heridos y rabia, mucha rabia e impotencia frente a la barbaridad obscena de un atentado cruel, loco.
Por la mañana siguiente conté a mis compañeros de trabajo que Andrés y yo habíamos estado allí y me extrañó que Andrés no hubiese acudido al trabajo, pero lo achaqué a que tal vez, la impresión de que por cosa de una hora nos escapamos de lo peor, le había hecho pasar mala noche, de manera que no llamé por no despertarlo, pero al poco vino el jefe y nos contó que Andrés estaba entre las víctimas, que al parecer había salido bastante bien parado, incluso por su propio pie de la cafetería, pero que estaba muy afectado.
Cuando hablé con Andrés me contó su historia, una narración que se la he oído repetir cientos de veces, la del día que cambió su vida, con especial énfasis en los momentos que se produjo la terrible explosión y como había logrado salir, pisando cadáveres, arrastrando de la mano una criatura, del ambiente de confusión, de como un señor que pasaba lo atendió, de que a el no le pasó nada porque uno de los muertos le hizo de pantalla... terrible.
¿Que había pasado? Cuando Andrés llegó a su casa y se percató de la perdida de la cartera, llamó a la cafetería, llevaba en el bolsillo una servilleta de papel, en la cual anotó algo, y la servilleta tenia impreso el numero de teléfono de la cafetería, allí le dijeron que habían recogido su cartera y el deshizo el camino para ir a recogerla, produciéndose la explosión cuando estaba en el local.
Entre los escombros apareció su cartera, se la devolvieron unos días después y aun la conserva y la muestra. Realmente fue el día que cambió su vida. Unos meses de baja, angustias, pesadillas, el psicólogo, el psiquiatra, las secuelas, los juicios, testigo, demandante, pruebas, ofertas de arreglarlo todo con cuatro duros y pasar página, pleito por la indemnización, Andrés con las víctimas de otros atentados, incluso una condecoración, pero todo ello dilatado en el tiempo, en un calvario interminable, dilatado en el tiempo, con los criminales en la cárcel, con el recuerdo de los muertos, una larga historia quizá no por demasiado cruel si repetida hasta la saciedad en nuestra geografía, la historia de una locura eternizarte que Dios quiera haya terminado.
Decía al principio, al empezar el relato de El día que cambio su vida, la vida de Andrés, que de aquel hecho fui testigo lejano y mudo y lo he sido, especialmente mudo, durante todos estos años. Nunca le he preguntado nada a Andrés, pero siempre ha sido para mi un misterio, o una evidencia, si Andrés me llamó por teléfono des de su casa, que entonces no había móviles, unos cinco minutos después de las ocho de la noche, justo cuando finalizaban en la radio el boletín informativo horario, como a las ocho y cinco, y todos los testigos, la prensa, el atestado y las actas judiciales, indican que la explosión se produjo un par de minutos después de las ocho, de manera que el informativo de televisión ya pudo ofrecer alguna imagen. ¿Como se las arreglo para que le sorprendiese el atentado?.Andrés es así, porqué fuese como fuese, fue el día en que cambió su vida.
Opinión:
Agradezco a Joan que me permita colgar en mi humilde blog el presente relato que me hizo llegar tras su excelente conferencia impartida hace unos días en Barcelona – La Sagrera. Lo llamaremos “cuento” aunque sea un caso muy real.
Como dice un refrán español “a buen entendedor pocas palabras bastan”. Venga, a descubrir la verdad….
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