viernes, 15 de marzo de 2024

12 marzo 2024 (10.03.24) Contexto (opinión)

 

12 marzo 2024 (10.03.24) 


 

La gran tragedia, la gran mentira

El exdiputado del PP repasa los dos días posteriores al atentado del 11-M en los que la pena se mezcló rápidamente con la incredulidad al constatar que los dirigentes de su partido no contaban la verdad

Jesús López-Medel

Es abogado del Estado. Ha sido observador de la Organización de Estados Americanos (OEA) y presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la OSCE.

La mayor tragedia en nuestra democracia aconteció el 11 de marzo de 2004. Y esto se simultaneó sin escrúpulos con la mayor mentira pública desde la Constitución de 1978. La primera gran falsedad se había producido un año atrás, en febrero de 2003, para justificar la implicación de nuestro país en una guerra injusta, ilegal e inmoral. Dijo entonces José María Aznar: “El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva. Pueden estar seguros de que les estoy diciendo la verdad”. Él sabía que mentía ya entonces. Un año después, relacionados con esos hechos, se produjeron los atentados en Madrid. La manipulación y la mentira fueron entonces brutales. Ambos engaños fueron ejecutados por un presidente del Gobierno en retirada y más pendiente de sí mismo, su inmenso ego y sus intereses, que de la sociedad española. Nunca expresaría ni un mínimo arrepentimiento, solo soberbia.

La canción de Manolo García Dónde estabas entonces acude a mi memoria al recordar aquel día. Escuché la noticia de las bombas pasadas las siete y a las pocas horas intuí que el ataque había sido dirigido contra la implicación de Aznar en la guerra personal contra Irak.

Yo era candidato por el PP para el Congreso, precisamente por Madrid, para las elecciones generales que se celebrarían el domingo 14 de marzo. Había sido antes cabeza de lista por Cantabria, pero en esa ocasión era un “paracaidista” por la capital. El nuevo candidato, M. Rajoy, quiso llevarme en su lista. Lo que me merecía su antecesor está labrado en mi alma, entre otras cosas, por el hecho de que el año anterior había sido yo la única voz, tanto dentro del PP en el Congreso como fuera de él, que criticó la disparatada decisión de Aznar de apoyar esa locura de invasión de Irak.

Lo que siguió a eso se lo ahorro al lector, aunque alguna reflexión y testimonio quedó colgado de mi artículo publicado en CTXT “Irak en la memoria y en el corazón”. Ahí conté por vez primera cómo en un acto institucional en Colombia, apenas un mes antes del atentado, el todavía presidente del Gobierno español en funciones dejó a un conciudadano y además diputado, y de su mismo partido, con una mano colgada en el aire sin estrechar.

Así pues, aquella mañana del 11 de marzo sentí lo que muchos españoles sentían, pero también algo más. Además de mi pensamiento puesto en las víctimas y sus familias, mi mente voló a lo acontecido un año antes, entre febrero y marzo de 2003, con ocasión de la decisión de José María Aznar de involucrar a España en una guerra absurda en la que no se nos había perdido nada salvo la dignidad.

Eran las siete y media de esa mañana tan atronadora en las radios y al tiempo enlosada en un profundo silencio. Enseguida se cancelaron los actos de la campaña electoral. Poco después, como candidato, yo tendría que haber mantenido un encuentro con pequeños comerciantes de Fuenlabrada. Estaba previsto que me acompañara Estanislao Rodríguez-Ponga, secretario de Estado de Hacienda, al que yo no conocía, y que resultaría tiempo después, en 2016, condenado por corrupción, y cumpliría condena en la prisión de Soto del Real. A esta gente de entonces parece que los elegían con lupa… ¡Y yo ahí, con esa panda!

Cancelada la campaña, decidí regresar a Santander, donde estaba mi familia. En ese viaje hacia el norte en furgoneta, en el que no encontré ningún control policial, escuchaba la radio mientras rumiaba tanto la información que iba publicándose como mis propias intuiciones. La rueda de prensa a la una y media de la tarde ofrecida por el ministro del Interior, Ángel Acebes (al que yo había rechazado en dos ocasiones ofrecimientos de mayor responsabilidad política), me pareció muy extraña. Me sorprendió tanta insistencia en hablar más de la autoría que de los hechos y de las víctimas. No entendí la contundencia y absolutísima convicción con la que hablaba sobre los autores del atentado. Parecía que reiterar quiénes habían sido los culpables era el eje de su intervención, como también le ocurría al portavoz del Gobierno en aquel momento, Eduardo Zaplana. Pero hubo un dato que se les escapó en relación al coche utilizado por los terroristas: se habían encontrado dentro unas cintas con versículos del Corán. Sin embargo, ellos no dejaron de hablar de ETA. Todavía no había llegado a Santander y ya me encontraba estupefacto.

Hay otro dato que quisiera aportar. Hasta la disolución de las Cortes, dos meses antes, yo había sido presidente de las comisiones de Interior y Justicia del Congreso, ambas muy activas. Se celebraban sesiones cada semana. Allí comparecían con muchísima frecuencia, entre otros, el ministro Acebes, el secretario de Estado Ignacio Astarloa (un moderado que se pasó al aznarismo integrista y que ahora es académico de Jurisprudencia y Legislación) y también la entonces subsecretaria del Ministerio, y luego política de largo recorrido, Dolores Cospedal (el de se lo puso después en el Registro Civil, lo cual se supone que ennoblece, como a Rodrigo de Rato). Así pues, yo conocía muy bien a los personajes de esa área tan singular, la de Seguridad Nacional, y también la propia materia, sobre la cual tenía cierta información.

Eso me ayudó a interpretar lo que estaba sucediendo, como el hecho de escuchar que el presidente del Gobierno había convocado y celebrado un comité de crisis en el que faltaban varias personas que debían formar parte de la Comisión de Seguridad Nacional, puesto que su composición se encuentra regulada por ley. Me resultó muy elocuente un dato: faltaba el secretario de Estado más importante, el director del CNI, quien poseía información sobre quiénes y cómo habían preparado y ejecutado la acción terrorista. Aznar no le convocó. No le interesaba para su estrategia de mentiras. Por el contrario, sobraba otro secretario de Estado, el de Comunicación, Alfredo Timermans, del clan de Valladolid, quien tomaría después la decisión de desaparecer. ¿Qué hacía ahí este último, por qué faltaba el primero, cuando lo que se había producido era una masacre de casi dos centenares de personas?

En Santander viví con desolación y sensación de tormenta interior aquellos dos días larguísimos. La intervención en los medios ese mismo día de Eduardo Zaplana, un político con nula credibilidad para mí, me confirmó el propio 11 de marzo que, frente a la tragedia, el Gobierno del PP estaba mintiendo gravemente. La rueda de prensa del ministro a las 20 horas refiriéndose a ETA y la nula mención a esta por el Rey solo media hora después, era otro dato.  Durante aquellos dos días, ni siquiera atender y jugar con mis hijos pequeños me distrajo ante la patraña brutal. Ese día 11 por la tarde me sentí invadido de dolor y zozobra. ¿Qué iba a hacer yo, candidato por un partido cuyo presidente mentía, y cuyo nuevo candidato se estaba poniendo de perfil?

La manifestación del 12 de marzo de solidaridad con las víctimas… y “en defensa de la Constitución” (lo cual no sé qué pintaba en la pancarta dictada unilateralmente por Aznar sin convocar a los demás, ni siquiera a Zapatero), vivida en Cantabria, donde había sido cabeza de lista en las dos elecciones anteriores, me llevó a tomar en silencio la decisión sobre a quién votar aquel domingo, si al partido del cual era candidato en Madrid, o contra este que engañaba burdamente a los españoles. Era un intenso debate interno y muy personal, pero, igual que un año antes con la invasión de Irak, me dejé llevar, al votar, por mi conciencia, que era un aluvión y torrente de emociones. Cuatro días después de las elecciones, yo escribiría en El Mundo el artículo Votar con la razón y con el corazón que, me consta, desagradó mucho a Eduardo Zaplana, designado por Rajoy como portavoz. Empezaba una legislatura muy tortuosa para mí, que me condujo, finalmente, a ‘exiliarme’ con dedicación a los derechos humanos en el mundo postsoviético y en Centroamérica.

Con ocasión de la sentencia por el 11-M a finales de octubre de 2007, el director de El Periódico de Catalunya, donde colaboré 16 años, me pidió anticipadamente una carta abierta a M. Rajoy. Le dije que mis cartas las mandaba directamente al destinatario (al cual yo ya había comunicado, sin contestación, que abandonaba la política) y que, a lo sumo, haría un artículo el mismo día de la lectura de la sentencia. Tras escucharla y desde la emoción quedó Verdad, justicia, futuro.

Tras cuatro años de intensa crispación (siempre es así cuando el PP está en la oposición), dos meses después de la sentencia, concluiría la legislatura. Yo cesé como diputado y pedí la baja de un partido del que estaba ya muy lejano.

Opinión:

Conocí al señor López Medel en una visita al Parlamento español hace mucho tiempo. Y debo reconocer que me sorprendió su empatía y su interés en la situación del colectivo de víctimas del terrorismo.

Solo he hablado con él, que yo recuerde, en aquella ocasión. Y entiendo perfectamente la decisión que tomó y que describe en su artículo.

Desde aquí, un abrazo.

 

 

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