17 noviembre 2015
La guerra,
manual de instrucciones
Hay que llamar a las cosas por su
nombre y tratar al enemigo como tal. La alternativa está clara: si no hay
tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro
Pues bien, aquí está la guerra.
Una guerra de un nuevo tipo.
Una guerra con y sin fronteras, con y sin Estado;
una guerra doblemente nueva porque mezcla el modelo desterritorializado de Al
Qaeda con el viejo paradigma territorial que ha recuperado el Estado Islámico
(ISIS).
Pero una guerra, en cualquier caso.
Y ante esta guerra que no deseaban ni Estados
Unidos, ni Egipto, ni Líbano, ni Turquía, ni hoy Francia, solo podemos hacernos
una pregunta: ¿qué hacer? Cuando nos cae encima una guerra así, ¿cómo responder
y ganar?
Primera ley: llamar a las cosas por su nombre. Al
pan, pan, y al vino, vino. Y atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra,
frente a la que lo deseable, lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de
las democracias, pero también su debilidad, es rechazarla hasta los límites de
su comprensión, de sus referencias imaginarias, simbólicas y reales.
La grandeza y la ingenuidad de Léon Blum, que en un
famoso debate con Elie Halévy dijo que no lograba concebir —salvo como una
contradicción— ni la idea misma de una democracia en guerra.
La dignidad y los límites de las grandes conciencias
humanistas a finales de aquellos mismos años treinta, que vieron surgir,
espantados, a Georges Bataille, Michel Leiris, Roger Caillois y otros colegas
del Collège de Sociologie con sus llamamientos al rearme intelectual de un
mundo que creía haber dejado atrás su parte maldita y su Historia.
Ahí estamos hoy.
Pensar lo impensable de la guerra.
Consentir esa contradicción que es la idea de una
república moderna obligada a combatir para salvarse. Y pensarlo aún con más
tristeza porque varias de las reglas establecidas por los teóricos de la
guerra, de Tucídides a Clausewitz, no parecen servir para ese Estado fantoche
que lleva la llama más allá en la medida en que sus frentes están desdibujados
y sus combatientes tienen la ventaja estratégica de no establecer diferencias entre
lo que nosotros llamamos la vida y ellos llaman la muerte.
Las autoridades francesas lo han comprendido, hasta
en las más altas instancias.
La clase política ha aprobado unánimemente su gesto.
Quedamos usted, yo, el cuerpo social en su conjunto
y en su detalle: queda la persona que, cada vez, es un blanco, un frente, un
soldado sin saberlo, un foco de resistencia, un punto de movilización y de
fragilidad biopolítica. Es desesperante, es atroz, pero así están las cosas, y
es necesario actuar con la mayor urgencia.
No es terrorismo. No es una
dispersión de lobos solitarios ni de desequilibrados
Segundo principio: el enemigo. Quien dice guerra,
dice enemigo. Y a ese enemigo no solo hay que tratarlo como tal, es decir (las
enseñanzas de Carl Schmitt), verlo como una figura a la que, según la táctica
escogida, se puede engañar, hacer dialogar, golpear sin hablar, en ningún caso
tolerar, pero sobre todo (enseñanzas de san Agustín, santo Tomás y todos los
teóricos de la guerra justa), darle, también a él, su nombre auténtico y
preciso.
Ese nombre no es terrorismo.
No es una dispersión de lobos solitarios ni de
desequilibrados. En cuanto a la eterna cultura de la excusa que nos presenta a
los escuadrones de la muerte como individuos humillados, empujados al límite por
una sociedad inicua y obligados por la miseria a ejecutar a unos jóvenes cuyo
único delito era que les gustaba el rock, el fútbol o el frescor de una noche
de otoño en la terraza de un café, es un insulto para la miseria y para los
ejecutados.
No.
Esos hombres que están en contra del placer de vivir
y la libertad propia de las grandes metrópolis, esos bastardos que odian el
espíritu de las ciudades tanto —dado que son lo mismo— como el espíritu de las
leyes, del Derecho y la dulce autonomía de los individuos liberados de antiguas
sumisiones, esos incultos a los que habría que replicar, si no les fueran
completamente desconocidas, con las bellas palabras de Victor Hugo cuando
gritaba, en plenas matanzas de la
Comuna , que atacar París es más que atacar Francia porque es
destruir el mundo, merecen el nombre de fascistas.
Mejor dicho: fascislamistas.
Mejor dicho: el fruto del cruce que vio venir otro
escritor, Paul Claudel, cuando en su Diario, el 21 de mayo de 1935, en uno de
esos destellos cuyo secreto solo poseen los grandes, anota: “¿Discurso de
Hitler? Se crea en el centro de Europa una especie de islamismo...”
¿Qué ventaja tiene dar un nombre?
Poner las cosas en su sitio. Recordar que, con este
tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad.
Y forzar a cada uno, en todas partes, es decir,
tanto en el mundo árabe musulmán como en el resto del planeta, a decir por qué
lucha, con quién y contra quién.
Eso no significa, por supuesto, que el islam tenga
afinidad alguna con el mal, como no la tienen otras formaciones discursivas.
Y la urgencia de este combate no debe distraernos de
esa otra batalla, también esencial, que es la batalla por el otro islam, por el
islam de las luces, el islam en el que se reconocen los herederos de Massud,
Izetbegovic, el bangladesí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán
de Marruecos que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a
los judíos de su reino.
Pero eso quiere decir dos cosas, o quizá tres. Para
empezar, que, como se supone que la tormenta fascista de los años treinta no
rebasó el perímetro de Europa, las tierras del islam son las únicas del mundo
en las que se ha eludido asumir la memoria y el duelo que sí han llevado a cabo
los alemanes, los franceses, los europeos en general, los japoneses.
Con este tipo de adversario,
la guerra debe ser sin tregua y sin piedad
Después, que hay que poner de relieve con más
claridad la disyunción decisiva, primordial, que enfrenta esas dos visiones del
islam, enzarzadas en una guerra letal que es, pensándolo bien y por utilizar
una expresión conocida, el único choque de civilizaciones en activo.
Y, por último, que ese trazado de la línea sobre la
que se enfrentan los seguidores de un Tariq Ramadan y los amigos del gran
Abdelhawahb Meddeb, ese señalar lo que, a un lado, puede alimentar el “Viva la
muerte” de los nuevos nihilistas, y al otro, el tipo de trabajo ideológico,
textual y espiritual que bastaría para conjurar el regreso o la llegada de los
fantasmas, debe ser, sobre todo, obra de los propios musulmanes.
Conozco la objeción.
Oigo gritar a los biempensantes que llamar a quienes
son buenos ciudadanos a desvincularse de un crimen que no han cometido es
suponerlos cómplices y, por tanto, estigmatizarlos.
Pero no.
Porque ese “no en nuestro nombre” que esperamos de
nuestros conciudadanos musulmanes es el de los israelíes que se desvincularon,
hace 15 años, de la política de su Gobierno en Cisjordania.
Es el de las masas de estadounidenses que en 2003
protestaron contra la absurda guerra de Irak.
Es el grito más reciente de todos los británicos,
fieles o simples lectores del Corán, que decidieron proclamar que existe otro
islam —manso, misericordioso, apasionado de la tolerancia y la paz— que no es
ese en cuyo nombre pudieron apuñalar a un militar en plena calle.
Es un grito hermoso. Es un bello gesto.
Pero, sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia,
que consiste en aislar al enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje
de sentirse como pez en el agua en una comunidad para la que, en realidad, es
una vergüenza.
Porque quien dice guerra dice otra vez,
inevitablemente, la identificación, la marginación y, si es posible, la
neutralización de esa fracción enemiga que actúa en el territorio nacional.
Es lo que hizo Churchill cuando encarceló, en el
momento de la entrada de Gran Bretaña en guerra, a más de 2.000 personas, a
veces muy próximas —su propio primo, Geo Pitt-Rivers, número dos del partido
fascista inglés—, a los que consideraba enemigos interiores.
Y es, salvando las distancias, lo que debemos
decidirnos a hacer hoy, por ejemplo prohibiendo a quienes predican el odio;
vigilando más de cerca a los miles de individuos fichados y marcados con una
“S”, es decir, sospechosos de yihadismo; o convenciendo a las redes sociales
estadounidenses de que no permitan los llamamientos a cometer atentados
suicidas a la sombra de la
Primera Enmienda.
Es un gesto delicado, que está siempre al borde de
las leyes de excepción. Y por eso es crucial, en estos momentos, no ceder ni
sobre el derecho ni sobre el deber de hospitalidad, más necesarios que nunca
ante la avalancha de refugiados sirios que huyen precisamente del terror
fascislamista.
Seguir recibiendo inmigrantes al mismo tiempo que se
incapacita al mayor número posible de células dispuestas a matar.
Abrir aún más los brazos a los fugitivos del ISIS
ahora que nos disponemos a ser implacables con quienes, entre ellos, quieren
aprovecharse de nuestra fidelidad a nuestros principios para infiltrarse en
tierra de misiones y cometer sus crímenes.
No es contradictorio.
Es la única forma de no dar al enemigo la victoria
que da por descontada, que es vernos renunciar al tipo de convivencia abierta y
generosa que caracteriza nuestras democracias.
Y es, lo repito, ese razonamiento inherente a toda
guerra justa que consiste en no mezclar lo que tiene vocación de división, y
mostrar, en este caso, a la gran mayoría de los musulmanes de Francia, que no
son solo nuestros aliados, sino nuestros hermanos y conciudadanos.
Y, para terminar, lo fundamental.
La verdadera raíz de esta irrupción del horror.
Este Estado Islámico que ocupa un tercio de Siria e
Irak y que ofrece a los artificieros de posibles futuros Bataclan bases,
centros de mando, escuelas de crimen y campos de entrenamiento, sin los que no
sería posible nada.
Sabemos que la semana pasada, en el Sinjar, los
peshmerga lograron, con la coalición internacional, una victoria decisiva.
Podríamos mencionar numerosos ejemplos, desde hace
seis meses, en los que los kurdos, que hasta ahora son los únicos que han
entablado combate cuerpo a cuerpo, han visto retroceder sin resistencia a los
malvados soldados de Daesh.
Y, como en otro tiempo en Sarajevo, como en la época
en la que presuntos expertos agitaban el espectro de los cientos de miles de
soldados que iba a hacer falta desplegar sobre el terreno para impedir la
limpieza étnica, en realidad, llegado el momento, será suficiente un puñado de
fuerzas especiales y de asalto: estoy convencido de que las hordas del ISIS son
mucho más valientes a la hora de hacer volar a unos jóvenes parisienses
indefensos que cuando se trata de enfrentarse a auténticos combatientes de la
libertad, y por eso pienso que la comunidad internacional, si quiere, dispone
de todos los medios para acabar con esta amenaza a la que se enfrenta.
¿Por qué no lo hace?
¿Por qué somos tan tacaños con la ayuda a nuestros
aliados kurdos?
¿Y qué es esta extraña guerra que Estados Unidos,
con Barack Obama al frente, no parece querer ganar?
Lo ignoro.
Pero sé que la clave está ahí.
Y que la alternativa está clara: “No boots on their ground” equivale a “more blood on our ground” (si no hay
tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro).
Opinión:
No puede negarse la evidencia...
la “peña” viene muy fuerte... pero tras el 11M no recuerdo que nadie escribiera
algo parecido. No sé, me da la sensación de que hay víctimas que merecen más respuesta que otras...
Si se hace con la intención de
acabar con la amenaza yihadista ¿por qué no se hizo entonces?
Preguntas sin respuesta.
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