24
abril 2020
“Los espías del CNI en Irak
solo pensaron en cumplir con su deber”
El nuevo libro de Fernando Rueda, especialista en
los servicios secretos españoles, reconstruye la vida de Alberto Martínez,
quien se desplazó a Irak a mediados del 2000, y José Antonio Bernal así como la
del resto de compañeros del Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Todos
sufrieron la mortal emboscada en Latifiya (29 de noviembre de 2003) en la que
murieron siete agentes. Otro agente fue asesinado un mes antes.
El autor de «Yo confieso»
-libro sobre Mikel
Lejarza, el espía que se infiltró en ETA con el alias de «El
lobo»- explica que «esta es una historia que no había sido contada hasta ahora,
la historia de ocho militares, ocho oficiales de inteligencia, que fueron
destinados a Irak para cumplir una peligrosa misión. La historia de ocho
hombres con una familia, unos sueños por cumplir, una personalidad… que la
gente desconoce». Desde su lanzamiento hace dos meses lleva vendidos más de 10.000
ejemplares, en papel y digital.
La historia de unos auténticos héroes...
«un retrato humano de ocho espías», como dice.
Para entender lo que les
pasó a los agentes es necesario remontarse a la llegada de Alberto Martínez en
el año 2000 como jefe de la delegación del servicio secreto. Él, junto con José
Antonio Bernal, que llegó posteriormente, eran dos agentes de campo, que
estuvieron durante dos años captando fuentes para conseguir la mejor
información, sintiendo en su cogote el aliento de la peligrosa Mujabarat, la
policía secreta de Sadam Husein. Pero para comprender lo que pasó también hay
que entender que tras la invasión estadounidense de Irak y el envío por parte
del Gobierno español de 1.300 soldados, el CNI mandó cuatro agentes entre los
que estaban Carlos Baró y Alfonso Vega, pertenecientes a la unidad operativa de
La Casa , con una
exquisita formación en comandos especiales, paracaidismo, conducción
evasiva…dos auténticos James Bond. Y para entender lo que pasó también hay que
conocer a Ignacio Zanón, un radiotelegrafista encargado de las comunicaciones,
perteneciente al Ejército del Aire, que llegó a Irak sin formación previa
específica, del que Martínez dudaba que estuviera preparado, pero que llegado
el momento del atentado, ese momento en el que te juegas la vida en unos
minutos, vio cómo sus compañeros iban cayendo uno detrás de otro, pero no huyó
y optó por quedarse abrazando a un compañero que se estaba muriendo aún a
sabiendas que eso le costaría la vida.
¿Cree que la sociedad
española sigue en deuda con este grupo de hombres?
Por desgracia la sociedad
en su gran mayoría ha olvidado esta epopeya. Los que están en deuda con ellos
son los poderes públicos que todavía les deben el reconocimiento adecuado.
¿Qué falló para que la
emboscada a los agentes del CNI se produjera? En su libro relata la gran
desprotección a la que se veían expuestos...
La trampa que les tendieron
es lo que muchos recuerdan, que en el libro solo ocupa diez páginas. La
explicación de ese desastre que costó siete vidas y también la explicación del
asesinato un mes antes de Bernal en la puerta de su casa, hay que buscarla a lo
largo de todo el libro. Martínez y Bernal, los que más tiempo llevaban, se
encontraron tras la invasión con que la Mujabarat y otros fieles al Sadam derrocado, les
conocían perfectamente y ansiaban vengarse de ellos. El CNI tomó la decisión de
aceptar el riesgo y que siguieran porque ellos eran los que tenían las fuentes,
la información y conocían el terreno. Tras el asesinato de Bernal en octubre,
el informe de los investigadores del servicio recomendó sacar del país a
Martínez, que poco tiempo después comenzó a recibir amenazas de muerte por su
teléfono móvil, igual que Ignacio Zanón, su par. Por otro lado, el CNI
reconoció tras los atentados que había cambiado los protocolos de seguridad, un
reconocimiento de que no habían servido. Por ejemplo, si hubieran ido en coches
blindados, en el primer momento del ataque los insurgentes no habrían asesinado
a Martínez y Vega y herido a otros dos, y quizás se habrían salvado.
Cómo era el día a día de
esos agentes en Irak. ¿Qué detalles de su vida personal le parecieron más
curiosos?
«Destrucción masiva» es la
historia de ocho hombres buenos que lo dieron todo para cumplir con su trabajo.
En contra de algunas noticias aparecidas en los días y meses posteriores, los
agentes estaban muy preparados e hicieron un gran trabajo. Cuento muchos
detalles que ayudan a conocer su misión y a ellos, como los sobres que
repartían para ganarse voluntades o el permanente estado de alerta que vivían
para evitar la persecución de la
Mujabarat durante la época de Sadam. También me llamó mucho
la atención que Baró consiguiese un taxi, al que cambiaba frecuentemente de
matrícula, con el que persiguió a terroristas de Al Qaida mientras escuchaba
una cinta que se había llevado con canciones de Joaquín Sabina, su músico
favorito.
¿Lo que más le impactó a la
hora de elaborar el relato?
Sin duda la calidad humana
de los protagonistas. Cuando les llegó la hora de la verdad, uno podía haber
pensado en la novia con la que deseaba casarse dos meses después y otro en el
hijo que acababa de nacer y no conocía. Sin embargo, solo pensaron en cumplir
con su deber. Como me dijo hace unos días el coronel Vicente González, delegado
de Defensa en Castilla y León y compañero de ellos durante la misión en Irak:
«Los soldados vamos donde nos dicen y cumplimos lo que nos ordenan».
¿Cree que Alberto tenía
acceso a la mejor inteligencia en relación a las armas de destrucción masiva?
Alberto Martínez y José
Antonio Bernal llevaban varios años enviando información sobre el tema a sus
jefes en la sede central del CNI. Cuando comenzó la campaña de Bush buscaron
nuevos datos que les dijeron lo mismo: esa armas no existen y la posibilidad de
que pudieran utilizarlas en unos meses era imposible. Pero los informes del CNI
les tenían a ellos como una fuente de calidad, pero disponían de otras
informaciones, incluidos satélites que utilizaron para desmentir algunas
informaciones que EE.UU. había ofrecido en el Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas.
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