miércoles, 17 de agosto de 2022

15 agosto 2022 (4) La Verdad (opinión)

15 agosto 2022 

 


Regreso a las Ramblas cinco años después

Javier no tarda ni un segundo en sacar su tarjeta de presentación. «Las alas de Xavi», una pequeño pin con dos alas blancas de ángel, las de su hijo Xavi, asesinado aquel jueves con solo tres años. Javier, en el conocido Café Zurich, en la plaza de Catalunya, en el inicio de la Rambla, no para de hablar. Y lo hace con pasión. Pero su mirada siempre está perdida.

En realidad parece irse muy lejos, sumergirse muy profundo, cuando recuerda ese jueves a las 16:50 horas. «Nunca bajábamos a Barcelona en julio o agosto. Pero habían venido los tíos de mi exmujer y decidieron venir desde Rubí para darse una vuelta en las Golondrinas (barcas turísticas) del puerto. Yo estaba trabajando justo aquí al lado». Martínez enciende el enésimo pitillo como si la nicotina le diera fuerzas para seguir su relato. «Me llamó mi exmujer. Me dijo que habían atropellado a Xavi, pero se cortaba y yo entendí que había sido una 'furgoneta de atestados' en lugar de un 'atentado'. Me lancé a la calle. Sabía que habían ido al puerto y empecé a buscarles por debajo de las Ramblas. Había mucha gente corriendo pero el silencio era sepulcral. Era un silencio extraño, como el de un iglesia llena de gente pero en silencio», rememora.

Javier, por fin, encontró a su exmujer y a su hija Marina, de siete años, en el Centro de Asistencia Primario (CAP) de las Ramblas. Estaban ensangrentadas pero vivas. También allí había un «extraño silencio». «Había gente con la boca partida, brazos y rodillas partidas… pero nadie se quejaba. Sabían que allí estaban intentado salvar la vida a un niño». La voz de Javier se entrecorta. «Desde el principio las noticias no fueron buenas. Había estado mucho tiempo en parada cardiorespiratoria y no iba a quedar bien».

Lo llevaron, todavía con un hilo de vida, al Hospital de la Santa Creu i Sant Pau. En el camino, el pequeño sufrió dos nuevas paradas respiratorias. La tercera, la última, cuando le estaban realizando un TAC.

La furgoneta se quedó frenada junto al mosaico de Miró, que forma parte de una trilogía con la que el artista quiso recibir a los visitantes de la ciudad por tierra, mar y aire: una escultura en el Parque Joan Miró, el mosaico de las Ramblas y un mural en el aeropuerto.

El relato de Javier se corta justo en el lugar donde la furgoneta embistió la sillita de su hijo y a la persona que la empujaba en esos momentos, su tío abuelo Francisco López, quien también falleció. Estamos casi justo encima del mosaico de Miró, el lugar donde el terrorista acabó los 550 metros de atropellos. «Hasta allí voló Xavi… hasta allí».

Javier parece estar viéndolo todo, parece haber vuelto a ese 17 de agosto de 2017. «No se me olvidará nunca mi madre en el hospital cuando nos comunicaron que mi niño había muerto. Me decía una y otra vez: 'déjamelo a mí. Déjame abrazarlo. No está muerto. Lo único que tiene es frío'».

Las sirenas de una ambulancia que en esos momentos pasa por unas Ramblas en la que nada recuerda lo que pasó aquí hace cinco años sacan a Javier de sus recuerdos. «Las sirenas me ponen nervioso. Las aglomeraciones me ponen nervioso. No duermo, no trabajo… Bueno, ahora mi trabajo es Xavi».

Y es que Javier Martínez ha convertido en el único objeto de su vida «llegar hasta la verdad» y exigir a las instituciones, y muy en particular al Ministerio del Interior, que renueve sus «inhumanos protocolos» de atención a las víctimas. Él cree que los atentados de la Ramblas no fueron solo un ataque islamista, sino una «conspiración» de la que todavía se desconoce casi todo. Y ha decidido consagrar su vida a buscar pruebas de lo que pasó de verdad. «Todos me dicen que lo deje. Que me estoy volviendo loco. Pero es lo único que me conforta», afirma desolado, mientras muestra en su móvil uno de los últimos vídeos de su hijo vivo, jugando con su padre en una piscina de plástico aquel verano. «Papa, mira, ¿a que estoy nadando?», se escucha.

Edita escucha absorta las palabras de Javier. Cada dos por tres rompe a llorar. Es un verdadero manojo de nervios. Desde el atentado no había puesto un pie en las Ramblas. De hecho, aunque se mueve por asiduidad por el centro de Barcelona, siempre las evita. Desde aquel 17-A está en tratamiento. Ella, como Javier, no es capaz de escuchar una sirena sin llevarse un respingo. El enésimo vehículo de emergencias y volver a las Ramblas le aviva los recuerdos. «¡Boom! ¡boom! ¡boom!… ¡plas! ¡ plas! ¡plas!… el sonido de la furgoneta llevándose por delante a la gente todavía retumba en mi cabeza. ¡Plas! ¡ plas! ¡plas!».

Edita Cedeño aquel jueves de hace cinco años estaba particularmente alegre. «En realidad fue el último día feliz que recuerdo», apostilla. Había viajado desde Hospitalet al centro de Barcelona para regalarse una tarde de compras y la cosa había ido bien. Decidió tomarse un respiro y recargar su botella de agua en la mítica fuente de Canaletas. «Y fue justo allí donde sucedió todo. Faltaban unos minutos para las cinco. Lo recordaré siempre porque miré el reloj justo tras llenar la botella. Vi la furgoneta que acababa de entrar (Canaletas está al inicio de la Rambla) , la gente… venía en zigzag. ¡Ay! ¡ Los golpes! ¡Los gritos! Me quedé paralizada. Y solo al final reaccioné. Me tiré a la calzada y eso me salvó. Fue por unas milésimas».

Edita no sufrió daños físicos, pero los graves daños mentales de aquel día han hecho que sea reconocida por sentencia como víctima de los atentados. No ha vuelto a ser la misma. Ver lo que vio tan de cerca le ha dejado una herida que «no cura y no creo que cure nunca». Estuvo atrapada durante horas en unas Ramblas donde se temía que siguiera habiendo terroristas y aquello todavía empeoró un cuadro ya de por sí grave. Su cuadro de estrés postraumático sigue siendo tratado. «No he vuelto a recuperar la alegría», dice antes de volver a romper a llorar.

Este durísimo paseo por las Ramblas ha hecho que Edita se haya hecho íntima de Virginia Salas, a la que apenas conocía de vista antes de hoy. Ahora, las dos marchan del brazo como viejas amigas por las aceras que cambiaron sus vidas. «Solo entre las víctimas nos entendemos», remacha Edita. Virginia asiente.

Esta mujer menuda sufrió los dos tipos de heridas. Se dañó la rodilla derecha y sufre un «trastorno de estrés agudo» desde hace cinco años. También ella está viva de milagro. «Aquel domingo era el último que mi amiga escocesa Kirsten Pyllatt estaba en Barcelona. Vinimos de Hospitalet al centro a ver la Pedrera, la Casa Battl… Al final decidimos ir a las Ramblas para comprar un souvenir. Y fue en ese momento. Probablemente no estaría viva si no hubiera sido por Kirsten. Si ella no me hubiera avisado… 'se acabó Lucas'. Yo estaba de espaldas y me gritó: «¡¡¡Virginia, a van!!!! (¡¡¡Virginia, una furgoneta!!!)». Ella ni recuerda cómo se apartó antes de que el vehículo acabara por impactar contra el quiosco en el que estaban comprando un recuerdo. Su amiga no tuvo tanta suerte: la furgoneta la lanzó contra el quiosco y le destrozó la cadera.

Ambas, heridas, corrieron y corrieron, sorteando cuerpos, sin saber dónde, hasta acabar en el Hotel Niu, donde las atendieron e intentaron curarles las heridas. La físicas, porque las mentales siguen cada día más presentes. «Es tremendo. Dudo que los miedos se vayan a ir alguna vez. Es el miedo a no saber si vas a volver cada vez que sales. Es un infierno». Virginia, agarrada siempre al brazo de Edita, se sincera a la sombra del quiosco donde volvió a nacer y que hoy vende imanes con la silueta de la Sagrada Familia.

Quioscos convertidos en armas. No solo para Virginia. A Carlos Andrés Valencia, otros de los quioscos de las Ramblas, le destrozó el codo derecho. De hecho, este colombiano, todavía hoy, hay veces que se ve obligado a portar el cabestrillo. La furgoneta, solo unos metros antes de frenar, embistió un último quiosco y parte de la estructura cayó sobre Carlos, que instintivamente intentó salvarse de lo que se le venía encima. «Era mi día libre y había venido al centro, a Western Union, para hacerle la transferencia mensual a mis hijas. Escuché de pronto un ruido. Al principio pensé que era gente de juerga. Pero por esas cosas de Dios, me dio por voltear a mirar cuando vi que venía la furgoneta prácticamente encima. Solo me dio tiempo a echarme al lado del quiosco, pero toda la estructura se me cayó encima». Ese último golpe hizo frenar definitivamente la furgoneta a la altura del famoso mural de Miró. Allí acabaron los 550 metros de la matanza de Younes Abouyaaqoub. Aquí acaba hoy también el paseo de Javier, Edita, Virginia y Carlos Andrés. Los tres últimos contienen la respiración mientras observan a Javier, que tiene la mirada perdida en la acera en la que la furgoneta lanzó a su hijo instantes antes de frenarse por fin.

Opinión:

Solo queda aportar el link en el que se pueden escuchar las grabaciones con la voz de las cuatro víctimas que aparecen en el reportaje. La información es, como en todos los reportajes de estos días de Melchor Sáiz y su equipo, absolutamente inmejorables.

Link: https://www.diariosur.es/nacional/regreso-ramblas-cinco-anos-despues-matanza-20220814164048-ntrc.html

 

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