jueves, 18 de agosto de 2022

17 agosto 2022 (6) La Vanguardia (opinión)

17 agosto 2022 

 


Ripoll y la grieta más honda

5 años de los atentados del 17-a

La brecha comunitaria se ha ensanchado en la capital del Ripollès, hogar de los terroristas del atentado de la Rambla; aquí, la extrema derecha ha quintuplicado sus resultados

“¿Cuándo dejaréis de venir?”, implora la jefa de prensa del Ayuntamiento. En Ripoll, los periodistas no son recibidos precisamente con los brazos abiertos. Reporteros del mundo entero inundaron la capital del Ripollès en agosto del 2017, con los vecinos en shock tras descubrir que tras el terror de la Rambla y Cambrils estaban el imán y varios chicos del pueblo. Volvieron cuando se cumplió un mes, cuando se cumplieron seis, un año… y ahora a los cinco. El alcalde, Jordi Munell (Junts), no concede entrevistas. “Necesitamos cerrar la herida y no podremos hacerlo si seguimos hurgando”, razona su portavoz, Núria Perpinyà.

También quieren pasar página los responsables de la Comunidad Islámica Annour, en cuya mezquita el imán Abdelbaki es Satty reclutó sigilosamente a los diez chavales y los lanzó a matar en nombre de Alá. Acaban de inaugurar un nuevo oratorio de 375 metros cuadrados, todo un salto respecto al angosto local donde solían rezar. No dan entrevistas, ni siquiera para explicar qué medidas han tomado para que algo así no vuelva a ocurrir. “Al principio dieron la cara y hablaron mucho con la prensa, pero los trataron muy mal, y se han cansado”, justifica un musulmán que se ha ofrecido, en vano, a hacer de intermediario. “Váyase, no hay nadie”, gruñe un señor con barba que ha acudido al llamar al timbre de la mezquita.

“Los que lo hicieron están muertos o en prisión. Fin de la historia. En lugar de andar con esto, deberíais explicar lo que ocurre en Ucrania y la crisis que nos viene encima este invierno. Eso sí que es grave”, replica irritado el camarero de una tetería árabe.

Quien sí habla del tema, y a todas horas, es la concejal Sílvia Orriols, líder de Aliança Catalana, un partido ultranacionalista nacido en Ripoll tras los atentados. Junto a la independencia, promete “detener la islamización de Catalunya”, con la misma nostalgia por un supuesto pasado de grandeza y pureza étnica que la extrema derecha agita en otros países, bajo otras banderas.

El trauma del 17-A redibujó el paisaje político municipal. En el 2019, los votos ultraderechistas se quintuplicaron. Apareció Aliança Catalana (entonces Front Nacional Català), que logró 503 votos, y Som Catalans, otro partido identitario que habla de “invasión migratoria”, con 112. Un sueño que nunca alcanzó Plataforma per Catalunya, hoy desaparecido, que tocó techo en el 2011 con 312 votos y un escaño, y bajó a 122 en el 2015.

Los atentados dejaron en evidencia las grietas del modelo de integración y convivencia en Ripoll, donde las tensiones latían soterradas. Con alguna excepción, los terroristas no eran chicos conflictivos ni aislados socialmente. Llegaron de niños desde Marruecos. Hablaban catalán y castellano, casi todos tenían estudios y empleo. Algunos eran incluso considerados jóvenes ejemplares. Sin embargo, la facilidad con la que el imán Es Satty los sedujo con su ideología violenta demostró que, bajo la superficie, borboteaba un sustrato mucho más oscuro. “Cumplían todos los supuestos de la buena integración. Entonces te preguntas: ¿dónde se rompió la cadena? Todavía no hay respuesta y eso te deja una sensación muy mala dentro”, plantea Anna Prieto, de la patronal UIER, que consiguió trabajo a varios de ellos.

“La ausencia de conflictos hizo que no nos diésemos cuenta de lo que había debajo”, dice Roser Vilardell, directora del Museu Etnogràfic, junto al imponente monasterio de Santa Maria. “Tanto personal como profesionalmente me tocó mucho. Las cosas nunca pasan porque sí”, reflexiona la historiadora. “A nivel de museo, pensé que quizá no habíamos hecho todo lo que se podía hacer. Siempre hemos tenido una mirada hacia el presente del territorio, pero quizá sin prestar suficiente atención a la diversidad. Es algo que hemos tratado de corregir. A nivel personal, creo que ahora soy más consciente de las situaciones que provocas sin darte cuenta, la discriminación que tú no ves pero que es muy evidente para el que la sufre”.

Vilardell sabe bien que los ataques no suscitaron en todos sus vecinos la misma introspección autocrítica. “A algunos les ha provocado lo contrario, y se han visto legitimados para decir cosas que antes no se atrevían”, dice.

La brecha comunitaria no solo no se ha cerrado sino que se ha ensanchado, opina Teresa Jordà, de ERC, que fue alcaldesa de Ripoll en el 2003-2011 y hoy es consellera de Acció Climática en el Govern de la Generalitat. “No creo que se pueda hablar de convivencia, sino más bien de coexistencia. Cada uno hace su vida y nadie se preocupa demasiado de la de los otros. Eso ya ocurría antes, pero ahora la coexistencia ha empeorado. Los atentados han hecho mucho daño”, lamenta la consellera. Jordà considera que la extrema derecha ofrece un discurso simplista que no aporta soluciones. “En lugar de apaciguar, lo que hace es tensar las cuerdas y crear malestar. Ahora bien, no sería honesto decir que este malestar no existía antes de los atentados”.

Con casi 11.000 habitantes, Ripoll tiene una tasa de inmigración del 14%. Los marroquíes son, de lejos, los inmigrantes más numerosos, aunque crece la población latinoamericana. “Es un pueblo de tradición industrial, donde los empleos pasaban de padres a hijos, siempre ha estado un poco encerrado en sí mismo. Ha entrado poca savia nueva”, señala Jordà. “Nunca ha habido una buena integración. Sin justificar lo injustificable, porque la violencia lo es, nadie se ha preocupado por cómo se sienten estos chavales más allá de si están aparentemente integrados. Cuando sus referentes no son fuertes puede aparecer alguien que canalice sus inquietudes hacia un mensaje extremista. Educadores y trabajadores sociales se han dejado la piel, pero a nivel político no se ha ido al fondo de la cuestión”, lanza la exalcaldesa.

Detrás de la barra del cafè Canaules, magnífico restaurante en la céntrica plaça Gran, su dueña, Joselina Soldevila, observa el pueblo con ojo clínico. “Ripoll ha quedado fragmentado, entre los de aquí y los de fuera. Hay muchos recelos, aunque todo el mundo hace ver que no pasa nada. Esto es como la ONU: están ahí todos sentados, disimulando, pero se tienen manía”, sentencia la mestressa.

“De Ripoll salieron once terroristas. ¡Es un equipo de fútbol! No es un accidente. El sistema no funciona”, sostiene la exconcejal Fina Guix. En el 2019 dejó el grupo municipal de Junts para ir de número dos en la lista de Orriols. El alcalde lo supo a un mes de las elecciones.

Guix, que ya ha dejado la política, critica la forma en que el Ayuntamiento aborda la inmigración. “Hacia el 2015, en Ripoll vimos un cambio en la comunidad musulmana. Antes, si no se habían integrado, al menos se habían adaptado. De repente cada vez veíamos más mujeres con velo. Desde el Consistorio preguntamos, nos dijeron que era el imán. Pero no hicimos nada. Cuando yo hablaba del velo, o decía que todos debemos tener derechos y deberes, mis propios compañeros me trataban de racista”, dice Guix.

La exconcejal califica de “antidemocrático” que el resto de partidos aplique uncordón sanitario a Aliança Catalana. “De inmigración hay que hablar. Y Orriols es la única que lo hace, aparte de Vox”.

“Cinco años son pocos para cerrar heridas. Somos muy conscientes de que tenemos años de trabajo por delante”, dice Elisabeth Ortega, jefa del consorcio de Benestar Social del Ripollès. Junto a la técnica Núria Riera, han trabajado incansablemente en la elaboración de lo que llaman un “nuevo modelo de convivencia”. Han realizado más de mil entrevistas, recibido el asesoramiento de expertos internacionales, e incluso viajado a lugares como Toulouse, que en el 2012 sufrió los atentados de Mohamed Merah. Con todos sus desafíos, Ripoll es un lugar casi idílico en comparación con los guetos de las urbes francesas, reconoce Riera.

Los atentados obligaron a Ripoll a mirarse al espejo y, a ellas, a cuestionar su trabajo. “Una de las cosas que nos dimos cuenta que habían fallado es el sentimiento de pertenencia”, apunta Ortega. Más que de integración, han empezado a hablar de inclusión. Y no como una cuestión que incumba solo a los inmigrantes sino al conjunto de la población. “Si quieres que las personas migradas se sientan incluidas, hay que dejarles un espacio. Es un error trabajar exclusivamente con los que llegan, la comunidad receptora también necesita un acompañamiento para hacer frente a todas las transformaciones que vivimos y que suscitan miedos. No es solo la inmigración. Son muchas las diversidades que nos interpelan: la LGTB, de género, edad...”, expone Riera. Entre otras actuaciones, han impulsado un programa pionero que, a través de juegos de rol, intenta que los participantes tomen conciencia de cómo se generan los mecanismos de inclusión y exclusión.

Ortega admite que la reflexión no ha llegado lo lejos que querrían. Además de las resistencias de ciertos sectores, el contexto político y social no ha ayudado. “Han sido años intensos, de gran polarización. Los atentados fueron en agosto y menos de un mes y medio después llegó el 1 de octubre. Una cosa tapó la otra. Y luego la pandemia. El proceso que habíamos iniciado se interrumpió”.

“Nosotros somos quienes hemos sufrido más. Han salido dos partidos fascistas en Ripoll. Y no es solo eso. Antes éramos un pueblo, ahora todo se ha roto. Los musulmanes llevamos un estigma. Sabemos que tenemos los ojos clavados en la nuca, que cualquier fallo que cometamos hay gente que lo va a hacer grande”, dice, en perfecto catalán del Ripollès, un repartidor de origen marroquí. No quiere dar su nombre por miedo a perder clientes, algo que ya le ocurrió tras el 17-A. “Mucha gente me giró la cara. Amigos con los que me había emborrachado de joven, chicas con las que había salido. Esto me afectó. La palabra moro siempre la he oído, pero cuando es gente que aprecias quien de repente la dice, es distinto”, dice este hombre de 45 años, que llegó al pueblo siendo un niño de diez.

En este tiempo, reflexiona, “Ripoll ha cambiado igual que ha cambiado el mundo”. “Cuando mi familia vino aquí, en los ochenta, era un pueblo lleno de fábricas, sobraba el trabajo. Nos recibieron con los brazos abiertos. Yo estoy muy agradecido a esta tierra. Soy independentista. Me siento catalán, aunque algunos me hagan sentir que no lo soy”, dice.

La reacción de muchos musulmanes ha sido cerrarse, advierte la orientadora laboral Fadua Hamda Addaraa, nacida hace 40 años en Sant Joan de les Abadesses de padres marroquíes. También ella, como Teresa Jordà, ve una oportunidad perdida. “Antes de los atentados coexistíamos. Cuando ocurrió, hubo una voluntad de encontrarnos los unos con los otros, de saber por qué había ocurrido. Nacieron muchas entidades, en Benestar Social se pusieron manos a la obra. Todo eso se ha diluido y hemos vuelto donde estábamos. Al si tú no me molestas, yo no te molesto a ti”.

Una de esas organizaciones ciudadanas surgidas en el 2017, hoy desaparecida, se llamaba Som Ripoll y se proponía preservar la concordia social y evitar derivas xenófobas. Google arroja un dardo metafórico: al escribir “Som Ripoll”, el buscador dirige a la cuenta local de Som Catalans, el partido ultra. “Después del 17-A mucha gente se vio con fuerza para decir en público cosas que solo se decían en privado. Todo salió a la superficie”, opina Addaraa.

Los atentados han provocado mucho sufrimiento y es comprensible la tentación de querer pasar página, dice. Ella teme que sea en falso y, sobre todo, que se esté abonando el terreno a los ultras. “Entiendo que hablar de cosas complejas y dolorosas es difícil, pero callar allana el camino a la extrema derecha. Orriols lo tiene fácil, nadie rebate lo que dice. No se hacen mesas de diálogo, ni se contraponen evidencias y datos a sus argumentos”, se indigna.

Ella, que no lleva velo y habla catalán sin rastro del idioma de sus padres, sabe bien lo que son las barreras de cristal. “Me doy cuenta a través de mi hija. Tiene ocho años y nunca le he dicho que ella sea musulmana ni marroquí. Ha nacido aquí, hablamos catalán en casa, pero se está encontrando con las mismas situaciones que yo me encontré de niña. Las etiquetas que yo no le he puesto se las van poniendo otros”. Los encasillamientos llegan por ambos lados. Su hija tiene compañeras de origen marroquí que le dicen que su madre no puede ser musulmana porque no lleva hiyab.

Bajo un sol inclemente de mediodía, Azeddin, un marroquí de 20 años que prefiere dar solo su nombre de pila, camina por uno de los puentes de piedra que cruzan el Ter. Llegó a España hace tres años en patera, aún menor de edad, y ha pasado por centros en Cádiz, Barcelona y Girona. “Me fui de Marruecos para buscar mi futuro. No se lo dije a mis padres. En España hay muchas puertas abiertas, si te esfuerzas. Mi sueño es estudiar informática”, confiesa.

Ha acabado en Ripoll porque fue donde consiguió un contrato de un año, como barrendero, requisito para regularizar los papeles. Pero tiene claro que su camino está en otra parte. “En Ripoll hay muchos marroquíes y andan todos vigilándose, chismorreando. Yo prefiero las ciudades, me gusta conocer a gente distinta. En cuanto pueda me iré de aquí”.

Cuando llegó a Ripoll fue un par de veces a la mezquita. Hasta que le contaron que de ahí habían salido unos terroristas. “No he vuelto. Ahora rezo en casa. No quiero problemas, ¿sabes?”. 

Opinión: 

Sinceramente, es difícil de entender que exista ese sentimiento de “buenismo” hacia una serie de personas que, desgraciadamente, no han condenado los atentados de agosto de 2017 en Catalunya.

Y aún es más difícil de entender (ya no digo de aceptar) que encima se quejen de que se les consulte sobre el tema o acusen a otras personas de “estigmatizar” a quien, con conocimiento o no, todavía defiende aquello de “es que eran muy buena gente”.

No, no eran muy beuna gente.

Solo parecían buena gente. Que no es lo mismo…

 

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