10 julio 2022
El asesinado 778 que acabó erigido en símbolo
El chaval al que mataron gozaba de los suyos, de su pueblo y la música y alzaba la voz contra ETA tiñendo de gallardía su ligera tartamudez
Somos lo que somos, pero también lo que los demás recuerdan que fuimos. Hubo un Miguel Ángel Blanco -el Míguel con la tilde cariñosa que los suyos le prendían al nombre- antes de la tenebrosa tarde del 10 de julio de 1997 en que tres etarras de su misma quinta le secuestraron para matarle. Hubo otro en las 48 horas en que los terroristas le retuvieron con el reloj de arena de la ejecución sumaria corriendo en su contra, cuando él tuvo que mirar de frente a la certeza de que iban a asesinarle; y cuando ETA obligó a los periodistas y sus conciudadanos a asomarse a la existencia de aquel desconocido concejal del PP de Ermua hasta encariñarse con él, con su pelo pajizo, los ojos que se clavaban en el alma desde los carteles que clamaban por su libertad, el rostro de vecino tímido y educado, las baquetas de la batería con las que remedaba a Héroes del Silencio, esos padres y esa hermana que, de la noche al día, lo fueron de todos en su infinito dolor. Y ahí emerge el tercer Miguel Ángel, la víctima 778 en el despiadado paseo de ETA por los infiernos que acaba erigiéndose en el asesinado de los asesinados. En la efigie que simboliza el horror desnudo e imborrable, sin causa y sin excusa, aunque las nuevas generaciones no sepan -o no quieran saber- quién fue el chaval al que mataron.
El ser humano 778 en el almanaque del terror vino a la vida que le robaron el 13 de mayo de 1968, apenas un mes antes de que ETA asesinara al guardia civil José Antonio Pardines, la víctima inaugural de todas sus víctimas. Salvo esos 23 primeros días de recién nacido, Miguel Angel Blanco siempre convivió, como tantos y tantos vascos, con la violencia terrorista ganando terreno dentro y fuera de Euskadi hasta que la desalmada brutalidad de su propio secuestro y asesinato se transformó en aldabonazo moral para recuperar las calles hacia la coexistencia pacífica y democrática. Qué pensaría Miguel Ángel de sí mismo, metido en política en aquella heterogénea prole de jóvenes del PP fascinados primero por el carisma a pie de acera de Gregorio Ordóñez y concienciados luego por su asesinato, leyendo los retratos que pintamos de él teniendo que evocar quién fue y fantaseando con quién habría llegado a ser.
Una pareja humilde y laboriosa
Sí sabemos que creció en el hogar de un albañil y de un ama de casa -Miguel Blanco y Consuelo Garrido- inmigrantes de la localidad orensana de Xunqueira de Espadanedo, que se ennoviaron al calor del aluvión de trabajadores gallegos que buscaron prosperar en los años 60 en Ermua. Una pareja humilde y laboriosa que, sin atravesar penurias insoportables pero sin lujos, procuró estudios a sus dos hijos. Miguel Ángel siempre llevó consigo el amor propio, el orgullo de clase, de ser el primer universitario de la familia tras licenciarse en Económicas en la Universidad Pública Vasca; y su padre penó durante un tiempo, con los parroquianos con los que tomaba un vino fuera del tajo, porque su primogénito trabajaba con él, de obra en obra, sin terminar de encontrar un empleo acorde a su formación.
Hasta que entró en Eman Consulting, la asesoría de Eibar en la que el concejal Ibon Muñoa, el chivato del drama, fichó sus movimientos para que el 'comando Donosti' se adueñara, irremediablemente, de su vida. Con aquel sueldo que le abría la puerta a la independencia con su novia de entonces, Miguel Ángel se compró un coche. Nunca llegó a recogerlo.
Hijo común de unos padres comunes. Hermano mayor que ejercía como tal para «la niña» -esa Marimar forjada por obligación en la resistencia y el coraje-. Tío de dos sobrinas a las que dolió en lo más hondo tener que contarles cómo murió ese miembro inolvidable de la familia que gozaba de la Navidad con los suyos y, sobre todo, de la música. Música siempre, aporreando de niño las cazuelas de su madre y la batería en Póker, su banda pandillera de bodas y verbenas. Todo eso encarnaba el chaval al que mataron. También al simpatizante del PP - porque se sentía de Ermua, gallego y español- que se hizo concejal en 1995, cuando ETA ya había asesinado a Ordóñez pero casi ningún amenazado llevaba aún escolta, para dedicar su compromiso a su pueblo. Y para denunciar en los plenos, con una gallardía que camuflaba su ligera tartamudez, que los presos etarras lo eran por vulnerar los derechos ajenos.
La madre que lo llevó en su vientre temía por él. A la víctima 778, elegida por sus matarifes porque era fácil, nunca se le escuchó decir que tuviera miedo porque jamás se creyó tan importante como para que ETA le colocara fatalmente en su diana. Sí confesó, al ver la cadavérica figura de José Antonio Ortega Lara liberado del averno, que él no soportaría un cautiverio así. Somos lo que somos y lo que recuerdan de nosotros. Conocemos al veinteañero afable, alegre y con ambiciones domésticas y al emblema que dignifica a todos los asesinados. Al Miguel Ángel de aquellas 48 horas de desgarrador e irreversible ultimátum solo pueden evocarle sus asesinos.
Opinión:
Solo una pregunta y para no ahondar más en el tema de Miguel Ángel Blanco. En
ese cifra cronológica tan fría y tan concretan ¿están contabilizados los 78
asesinados en el Hotel “Corona de Aragón”?
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