15 julio
2018
“Jamás me he dejado llevar por el
odio ni el rencor”
Era un niño de diez años cuando una bomba colocada por ETA
le reventó la pierna izquierda. Con motivo del 36 aniversario de la tragedia,
Muñagorri relata una vida marcada por la superación ante la adversidad y los
valores que le inculcó su madre.
Podía haberse consumido en un pozo de amargura
existencial, pero desde un principio le dijo sí a la vida y no al lamento, sí a
la convivencia y a la superación ante la adversidad. A los vecinos no les llama
la atención la prótesis de fibra de carbono con la que Alberto Muñagorri acude
a la cita. Los paisanos de cierta edad, a los que saluda afectuosamente,
conocen de sobra su historia. Este hombre de 46 años, al que están habituados a
ver practicando footing sobre una ballesta de fibra de carbono
que le impulsa, es el mismo chaval al que una bomba colocada por ETA le reventó
la pierna izquierda. Era un crío. Tenía diez años cuando sufrió la amputación
tibial por debajo de la rodilla debido a la explosión. Aquella tragedia, de la
que se cumplen ahora 36 años, sobrecogió a una sociedad que en aquel mes de
junio de 1982 vivía pegada al televisor, todavía en blanco y negro, siguiendo
el Mundial de España, el de la mascota Naranjito, en el que la selección de
Italia se proclamó campeona tras derrotar a Alemania en la final.
Los más veteranos recuerdan todo ello. A los más jóvenes
les han contado la historia. Muñagorri jamás se ha dejado llevar por el rencor.
En un contexto sociopolítico como el actual, con la necesidad de tender puentes
y aunar sensibilidades que sienten los pilares de una paz definitiva, su
testimonio cobra especial relevancia. “Todo se lo debo a mi madre, a los
valores que me inculcó desde un principio: hijo,
no vivas con odio ni rencor, intenta ser feliz”. Y así lo ha hecho durante
las tres últimas décadas.
Tanto es así, que en su relato de vida sorprende el
desenfado con el que ha llegado a tomarse algunas de las consecuencias de la
tragedia. Sonríe al recordar aquella ocasión en la que subido a una telesilla
para practicar esquí cedió su prótesis por el peso de la bota y la pierna cayó
desde varios metros de altura para sorpresa de la gente. Rememora también
aquello que les decía a sus amigos en la playa. Que él era el único capaz de
apagarse un cigarrillo en la pierna. “Anécdotas he tenido mil. Siempre me he
intentado ver el lado más amable de la vida”, dice este deportista que hoy en
día participa en un sinfín de carreras populares, y que actualmente prepara un
triatlón junto a sus amigos de Kemen, la agrupación deportiva de personas
discapacitadas con las que afronta tantos retos.
Pero tras su sentido del humor, que en ocasiones ha podido
llegar a incomodar a ciertos amigos, habita una historia que no es ninguna
broma. Recuerda muy bien el 26 de junio de 1982, aquella mañana de sábado. La
mochila que contenía la bomba había sido colocada en una oficina de Iberduero
de Errenteria, donde se guardaba material para la construcción de la central de
nuclear de Lemoiz. El paquete bomba situado en la puerta del almacén debía
estallar durante la madrugada del viernes al sábado. No lo hizo.
Los informes policiales revelan que el artefacto estuvo
colocado desde la media noche. Varios vecinos avisaron de que había una mochila
sospechosa, pero los artificieros nunca se personaron en el lugar. El cordón
policial se levantó a las 7.30 horas del sábado, con el cambio de turno de la Guardia Municipal.
La cuenta atrás había comenzado para Muñagorri. “Era época de colonias, había
muchos autobuses de aquí para allá recogiendo a los chavales, y la bolsa que
contenía la bomba parecía pertenecer a uno de ellos. Tanto es así, que un
operario de Iberduero la tomó en sus manos y la puso a la vista de los críos, a
su paso, convencido de que se la había dejado algún escolar”, rememora el
errenteriarra.
A las 11.00 horas, una hora antes de la explosión, Alberto
se dirigió a casa de su abuela a pedirle la paga. La amona le pidió que le
acompañara a hacer la compra, pero el plan de ir a jugar con los amigos junto a
la academia Iztieta, como acostumbraban, era mucho más atractivo para aquel
chaval de diez años. “Sobresalían unos plásticos negros de la mochila. Recuerdo
que caminaba por la acera al encuentro de mis amigos y que cerca de mí paseaban
dos chavalas a las que dejé pasar. Siempre se dijo que yo le di una patada a la
mochila, pero eso no es así. Esa fue una versión que dio mi padre a los
periodistas que le preguntaban insistentemente en el hospital cómo pudo
ocurrir. Él dio aquella versión, pero yo no soy zurdo, y perdí la pierna
izquierda. Lo más normal habría sido que, en caso de golpearla, le hubiera dado
a la bolsa con mi pierna derecha”, reflexiona.
La onda expansiva le desplazó cinco metros, quedando
tendido sobre la carretera. La explosión se oyó desde todos los rincones de
Errenteria. Los ecos de la barbarie también llegaron a oídos de su hermano
Fran, que acudió al lugar de la tragedia. Alberto estaba ensangrentado,
ennegrecido por efecto de la onda expansiva. Su hermano no le reconoció
inicialmente, hasta que acabó por asumió la verdadera dimensión del drama
familiar que se estaba gestando. “¡Ama, que a Alberto le ha explotado una
bomba!”. Presa de la agitación, apenas podía pronunciar aquellas palabras, y
encima su madre no le tomaba en serio. “¡Cállate loco!”, le respondió, cansada
de las bromas que le solían gastar habitualmente sus hijos por el interfono.
Pero poco tardó en darse cuenta de que el estruendo que
había escuchado poco antes guardaba relación con el desconcertante relato de su
hijo. “Salieron disparadas, mi madre y mi abuela. Cuando llegaron yo estaba
consciente. Solo pedía que me tapasen, que tenía frío, hasta que vino la
ambulancia”. En ningún momento perdió la consciencia. Los sanitarios le
preguntaban cómo se llamaban sus padres, y él contestaba que Sara y Jose Mari.
También supo darles el teléfono de casa.
Ingreso en la UVI
La conmoción social y la repercusión mediática fue
tremenda. A un niño le acaba de explotar una bomba colocada por ETA. Aquel niño
de Errenteria, el mismo que poco antes le había pedido la paga a su abuela para
ir a jugar con sus amigos, se había convertido en el centro de atención de
medio mundo.
El legendario portero de la Real Sociedad Luis
Miguel Arconada le regaló sus guantes. Jesús María Zamora su camiseta, y
recibió la visita en su casa de los jugadores del Athletic Club de Bilbao. “El
impacto fue tremendo. Inicialmente hubo un acercamiento institucional, pero lo
más importante para que yo saliera adelante fue la capacidad de lucha que me
inculcó mi madre. Estuve ingresado quince días en la UVI , y durante dos meses en el
hospital, con un equipo médico que me dispensó un trato humano impagable. Pero
fueron los valores que me inculcó mi madre los que me permitieron salir hacia
adelante. Su mensaje era siempre el mismo: que no tuviera odio ni rencor, que
intentara ser feliz”.
Era fácil decirlo, pero por aquel entonces no era más que
un niño de diez años que cuando despertó en la UVI pensaba que le habían ingresado por un
empacho de caramelos. ¿Cómo explicarle lo ocurrido? Fue trasladado a planta, y
comenzaron a hablarle de La
isla del tesoro, la novela de aventuras escrita por el escocés Robert Louis
Stevenson. Le dijeron que le había explotado una bomba, y que él iba a ser a
partir de entonces algo así como Long John Silver, el célebre pirata de su
infancia, que usaba una muleta porque le faltaba una pierna. “Yo no me creía
todo eso, hasta que un día levanté la sábana...”.
Nuevamente, su madre cobra a partir de ese momento un papel
crucial. “Me dijo que tenía que aprender a vivir con lo que había pasado. En la
habitación del hospital no dejaba llorar a nadie. Decía que bastante estaba
pasando yo como para escuchar lamentos. Fue mi madre la que me inculcó que mi
vida iba a ser diferente, con la pérdida de visión del ojo derecho y la amputación
de la pierna izquierda”. Fue ella quien le dio a elegir: “Hijo, tienes dos
opciones, o quedarte arrinconado y vivir dando pena, o aprender a vivir con lo
ocurrido”. Y no tuvo dudas.
A partir de entonces, en aquel desconcierto en el que
vivía, con aquellas sensaciones fantasmas en su miembro amputado, se dio cuenta
de que vivir con rencor no le iba a llevar a ninguna parte. “En mi casa nunca
hubo espacio para la rabia. Sentir odio no iba a cambiar mi pasado”. Pero no
todo era un camino de rosas, y había que enfrentarse al día a día.
El 12 de septiembre de 1982 salió del hospital. Él niño se
negaba a reincorporarse al curso escolar sin su pierna, y tuvo que llegar a un
pacto con su madre. “Te dejo que te quedes una semana en casa con los juguetes,
pero luego vas al cole”. Y así, regresó al aula al cabo de los días, amputado.
“Cuando me caía en casa, mi abuela siempre estaba encima, tendía a ser muy
protectora, y era mi madre la que nuevamente estaba ahí. Decía que me dejara
levantarme solo, que durante mi vida iba a tener muchas caídas”. Aquella
filosofía de vida, sin la más mínima cesión a la autoconmiseración, ha hecho de
Alberto una persona madura. Un hombre fuerte que aprendió a valorar la vida.
“Iba a la playa con mis amigos con una prótesis especial. La gente se quedaba
mirando pero nunca me preocupó”. En la cuadrilla el que más ligaba era él, y
nunca tuvo complejo alguno a la hora de mantener relaciones con chicas.
Usted sonríe constantemente. ¿Cómo
se puede llegar a reír uno de lo ocurrido?
En este punto de la conversación Alberto toma aire durante
un par de segundos para poner palabras a esa mezcla de dolor y superación. “No,
de lo ocurrido nunca me he reído, ¡cómo voy a hacerlo! Cuando hay alguien que
me dice algo sobre mi pierna, todo depende de cómo me lo digan. Pero sí es
cierto que he llegado a bromear con mis amigos, diciéndoles que soy el único
que se puede apagarse un cigarro en la pierna. Quien me quiere, sabe que cuando
me voy a la cama lo hago sin la prótesis, o que me ducho también sin ella. No
es reírse de lo ocurrido, es aprender a ser feliz a pesar de las
circunstancias”.
Al lado de los que sufren
El niño que fue noticia en aquel trágico arranque de la
década de los 80 fue dejándolo de serlo en la medida que se sucedían los
atentados de ETA. Entretanto, Muñagorri fue creciendo guiado por los valores
que le inculcaron. “He aprendido a valorar la vida y a ponerme en el lugar de
las personas que sufren. Durante todo este camino ha habido momentos en los que
no me he sentido identificado con algunos mensajes de las víctimas. Nunca me he
enrocado en el odio, en el rencor, en el ojo por ojo. Me pasaría horas
hablando. Jamás he abandonado mi pueblo, y llegué a ser delegado de clase en
plena kale borroka. Nunca he cambiado mi dinámica de vida. Recuerdo que le
detuvieron por actos de kale borroka a un compañero de clase que fue torturado.
Yo le preguntaba a su hermana a ver qué tal estaba, y ella se quedaba a cuadros
por el hecho de que mostrara preocupación. ¿Por qué no iba a hacerlo? No
compartía su ideología pero era mi compañero de clase. Habíamos tenido
contacto, y por eso me preocupaba”.
No niega que durante el camino, como cualquier otro ser
humano, ha cedido en alguna ocasión a la rabia. “Soy muy básico en la vida. La
violencia de ETA no estuvo bien. Creo que si no reflexionamos y si no
aprovechamos la oportunidad de aprender de lo ocurrido, no vamos a avanzar en
la defensa de los derechos humanos. Tenemos que tener en cuenta que ha habido
otras violencias, como ha sido el GAL, aunque el mayor dolor lo ocasionó ETA.
Cada uno puede tener su ideología, pero no se puede legitimar la violencia”. Su
discurso, siempre alejado del ojo por ojo y el diente por diente, le relegó a
un segundo plano, hasta el año 2000. “El odio no va a anidar en nuestros corazones”.
Era octubre, apenas habían transcurrido tres meses desde que ETA asesinara a su
marido cuando Maixabel Lasa pronunció aquellas palabras durante una
manifestación en Bilbao. “Hasta entonces mi mensaje no interesaba, pero a
partir de ahí las cosas empezaron a cambiar poco a poco”.
Fue hace tres años cuando empezó a colaborar con Gogora, el
Instituto de la Memoria ,
la Convivencia
y los Derechos Humanos. Se sumó a ese deseo de “preservar y transmitir la
memoria de las experiencias traumáticas marcadas por la violencia”;la memoria
del sufrimiento injustamente padecido y también del esfuerzo por construir y
defender una convivencia democrática y una sociedad basada en la defensa de los
derechos humanos y la paz.
“Ahora visito institutos y participo en charlas junto a
otras víctimas del GAL y ETA”. Participa en el programa Adi-Adian del Gobierno
Vasco, que permite llevar a las aulas de la CAV los testimonios de las víctimas. “La
respuesta de los escolares es una de las mejores experiencias. Se sorprenden
con mi relato, pero les recuerdo que tras ello hay también una historia de
sufrimiento. El sufrimiento injusto de una madre y unos hermanos. La respuesta
es maravillosa. Algunos tienen la misma edad que tenía yo cuando todo ocurrió.
Y algunos se ponen a llorar”.
Opinión:
Cuando leo vivencias como la de Alberto es cuando me
aparecen en la mente dos imágenes.
Una, la de la dignidad de las personas afectadas
demostrando el coraje y el deseo necesario para evitar que otras personas
sufran el dolor que ya hemos sufrido.
Dos, la de los impostores que se inventan heridas y
secuelas, o dudosas presencias en lugares donde ha ocurrido un atentado
mientras esconden que no visitaron jamás un hospital o que tres días después
del atentado y pese a sus “graves heridas” ya estaban trabajando como si nada…
A los primeros, mi afecto y mi solidaridad.
A los segundos, que se vayan a la mierda y dejen de dar
lecciones de dignidad cuando son solo unos cínicos malnacidos.
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