lunes, 18 de septiembre de 2017

18 septiembre 2017 (17.09.17) (5) La Vanguardia

18 septiembre 2017 (17.09.17) 




“Pablo, cariño, marcha tranquilo que los Mossos ya han cogido a tu asesino”
Los padres y el hermano de la víctima número 15 del atentado homenajean al joven

“No sé si alguna vez te has visto en algo parecido”. Me lo preguntó el sábado Guillermo Pérez, camino de la estación de tren de Vilafranca del Penedès.
No. Es difícil que un suceso ya tan terrible como ser víctima de un atentado terrorista tenga las connotaciones de incertidumbre y crueldad que sufrieron la familia de Pau Pérez, sus padres, su hermano, su abuela, su prima, sus tíos, sus amigos… Pau, el mayor de Conchita y de Jose Mari, fue oficialmente reconocido la víctima número 15 de los atentados de Barcelona días después de haber sido asesinado por Younes Abouyaaqoub.
El joven de 34 años no estaba esa tarde en la Rambla. El destino, la desdicha, la mala suerte… todo eso quiso que aquel jueves 17 de agosto Pau decidiera a última hora acercarse con su Ford Focus blanco hasta Barcelona para encontrarse con unos amigos, cooperantes como él, en las fiestas de Gràcia. Estacionó en la Zona Universitària para moverse después en metro. No tuvo opción de bajarse del coche. Debió de pensar que aquel joven le iba a robar. Intentó resistirse. Se defendió. Pero su asesino iba armado, le apuñaló y le abandonó poco después en su coche, frente al edificio Walden de Sant Just Desvern.
El relato de cómo sucedieron aquellos terribles momentos se puede rehacer ahora del tirón, colocando una palabra tras otra, sin lapsus, ni preguntas sin respuestas, ni interrupciones. Pero aquellos días no. En esas jornadas, la falta de respuestas se hizo un hueco inmenso junto al dolor.
Pau, Pablo como lo llaman y quieren los suyos, había pasado nueve días con sus padres en Benicàssim, en casa de la hermana de su madre, y muy pegado a su abuela Paula, a la que prometió organizar en octubre una gran fiesta para su 90.º cumpleaños. Su hermano Guillermo había regresado a Barcelona unos días antes, para empezar a trabajar. Aquel 16 de agosto jugaba el Barcelona contra el Madrid, y el futbolero de Pablo volvió a Vilafranca para ver la final de la Supercopa por televisión con un amigo. Aún vivía con sus padres, llevaba un par de años trabajando en una empresa auxiliar de la Seat y seguía durmiendo en su pequeña cama de estudiante, en un cuarto con las estanterías abarrotadas de libros, trofeos de sus años de futbolista y un montón de recueros de sus viajes por medio mundo. ¡Cuánto le gustaba viajar!
Ese jueves se despertó tarde. Telefoneó a su padre y debió de comer algo en casa. Un amigo que había conocido en uno de sus viajes de cooperante le comentó que había quedado con otra gente en las fiestas de Gràcia. Y se apuntó.
Mientras él viajaba hacía Barcelona, Younes Abouyaaqoub inundó de sangre y dolor la Rambla. Eran las 16.56 horas. Cuando trascendió que el atropello había sido un atentado terrorista, Pablo respondió algunos mensajes. El amigo con el que había quedado le escribió para decirle que entraba en el metro, y Pablo respondió que acababa de aparcar en la zona universitaria.
“Envié un mensaje a mi hijo para ver si estaba bien. Lo leyó, pero no me respondió”, recuerda Conchita. En ese momento estaban más pendientes de Guillermo, que trabaja y vive en Barcelona. Pero enseguida el pequeño llamó a sus padres para tranquilizarles. “Algo pasaba con mi hermano. Lo notaba. Tenía el teléfono apagado, y era muy raro que no me hubiera llamado para preguntar cómo estaba yo”. La madre pensó que “como tantas otras veces” el móvil de su hijo se habría quedado sin batería.
Aquellos primeros instantes los pasaron como todo el mundo, enganchados a las noticias de lo que pasaba en Barcelona. Conmovidos por el dolor por aquellas víctimas de la Rambla y con el convencimiento de que Pablo estaría con algún amigo en la playa, en Vilanova.
Minutos antes de las 7 de la tarde, un Ford Focus blanco se saltó un control policial en la Diagonal, arrollando y dejando malherida a una mossa. Se estremecieron.
“Mi hijo no podía ser. Pero no entendía por qué nadie sabía dónde estaba y cómo podía tener aún el teléfono apagado”. Guillermo estaba desesperado. “Tenía la sensación de que algo no iba bien”. No podía seguir en casa, sin saber dónde estaba su hermano, así que decidió acercarse a la Rambla. Quería preguntar. Quizás su hermano había decidido ir al centro y era uno de los heridos. Mientras tanto, en Benicàssim, sus padres empezaron a llamar a los hospitales.
Nadie sabía nada. Guillermo recibió entonces una llamada. Un mosso le preguntó si era el hermano de Pablo Pérez, si sabía algo de él. El coche que se había saltado el control en la Diagonal era el suyo. Conchita no se lo podía creer. “Me aferraba a la idea de que no podía ser mi hijo, porque él nunca se hubiera saltado un control. Ni mucho menos hacer daño a un policía. Entonces pensé que le habrían robado el coche, que lo tendrían secuestrado. Mi cabeza empezó a tramar historias para calmarme”.
En ese momento reinaba la confusión. Había habido un atentado, el terrorista seguía huido y en el interior de un Ford Focus había un hombre muerto al que los mossos no podían acercarse hasta que los artificieros comprobaran que no había riesgo. Guillermo regresó al piso que comparte con unos amigos de Vilafranca a esperar. Y su madre le pidió que descansara. “Le dije, me pongo el despertador a las 3 y ya verás como ha sido una confusión. A esa hora, seguro que Pablo está durmiendo en casa”.
A medianoche, un grupo de mossos fue a buscar a Guillermo al piso de Barcelona, le contaron que su hermano había fallecido y le acompañaron hasta la comisaría del Eixample. “Aún no podían relacionar su asesinato con el atentado de la Rambla y empezaron a hacerme preguntas sobre Pablo”.
A las 3 de la mañana, unos minutos antes de que sonara el desper­tador que debía despertar a Conchita, Guillermo le telefoneó. No le hizo falta hablar. “Cuando vi la llamada, a esas horas, me temí lo peor”. Regresaron corriendo a Vilafranca.
Los Mossos les pidieron que no estuvieran pendientes de las noticias, que trataran de aislarse de todo lo que se estaba diciendo. Pero era difícil. Y así es como sufrieron más, si era posible sentir más dolor, cuando les contaban que se publicaban teorías infundadas sobre su hijo. Desde ese momento, un grupo de mossos de la región policial metropolitana sur, Cristina, Alex, Pilar, Oscar… les prometieron que acabarían descubriendo la verdad y quién había matado a su hijo. “Unas veces escuchábamos decir que no había relación con el atentado, otras que quizás si… era horrible porque Pablo no estaba y nadie sabía decirnos qué había pasado”. Pero en su interior, en el poco espacio que la tristeza dejaba para pensar, los padres siempre supieron que el asesinato de su hijo estaba relacionado con los atentados. Que no podía ser de otra manera. Y cuando días después, que se escribe pronto pero hay que vivirlos, el jefe de la investigación les confirmó en el comedor de su casa que su hijo había sido otra víctima de los atentados y que lo asesinó Younes Abouyaaqoub en su huida, ellos sólo quisieron hacerle una pregunta: “¿Sufrió?”. “No, les doy mi palabra de que no”.
A Pablo le despidieron el lunes siguiente, por la tarde, en una ceremonia multitudinaria en la que se volcaron todos los vecinos y los amigos de Vilafranca, y la familia que llegó de Navalmoral de la Mata y Tórtoles de Esgueva. Conchita y Jose Mari pidieron estar un rato a solas con su hijo, antes del funeral. “Le estaba besando, abrazando, hablando cuando alguien entró diciendo que habían detenido a su asesino”. La madre le agarró por los brazos, le zarandeó con todo el cariño y le dijo: “Pablo, cariño, marcha tranquilo que los Mossos ya han cogido a tu asesino”. Cuando el féretro entraba en la iglesia a hombros de sus amigos, se supo que Younes Abouyaaqoub había sido abatido por dos mossos, y precisamente de Vilafranca, de su querido pueblo en el que descansa, y en Subirats, a sólo once kilómetros de su casa.
“Fue un momento extraño, casi poético. En medio de todo ese dolor, de esa rabia, habían abatido a su asesino. Creí que nada podría calmarme la pena, el dolor, pero ese momento fue tranquilizador, como un bálsamo”, explica Guillermo.
En el mueble del comedor de la casa hay una vela encendida a los pies de una de las fotos preferidas de su madre. Aparece en esta página: en ella Pablo sonríe con las manos tras la nuca. A esta periodista le gusta la que le hizo Conchita el día antes de regresar a Vilafranca, en Benicàssim. Su abuela tiene los pies en remojo, y Pablo a su lado la mira repleto de amor y feliz. ¿Cómo quieren que no lo olviden? “Como lo que fue, un buen hijo, el mejor hermano, un hombre bueno, generoso humilde y honesto”.

Por ti, Pablo.

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