01 marzo 2025
BVE,
el terrorismo de Estado olvidado
Iñaki
Egaña, historiador
Este
año se cumple medio siglo del inicio de una de las marcas que conformaron la
llamada «guerra sucia», tanto indiscriminada como dirigida contra la disidencia
vasca, también contra la española. El Batallón Vasco Español (BVE) tuvo varias
franquicias, entre ellas la Triple A (Alianza Apostólica Anticomunista, en
similitud con su homónima argentina), ATE (Antiterrorismo ETA), ANE (Acción
Nacional Española) y GAE (Grupos Armados Españoles). Como los GAL, tuvieron
tres patas, la verde (Guardia Civil), la azul (policías, en particular los que
reivindicaban en nombre de los GAE) y la marrón, militares relacionados en su
mayoría con el Seced, los servicios secretos de entonces. Hubo particularidades
y grupos autónomos, ligados a Fuerza Nueva, Falange o los autodenominados
«Guerrilleros de Cristo Rey». Pero todos ellos obedecían a una única
estrategia, especialmente los que actuaron contra refugiados vascos.
El
BVE y las franquicias citadas causaron 40 víctimas mortales en Euskal Herria o
contra ciudadanos vascos (también en París y Caracas) y reivindicaron unos 600
atentados en ese escenario. Actuaron asimismo en España, ocasionando también
víctimas mortales como la de los cinco abogados del PCE y CCOO en Madrid en
1977. En 1982, la actividad de estos grupos fue decayendo, siendo sustituidos
un año más tarde por los GAL, ya dedicados exclusivamente a atacar a la
comunidad de refugiados vascos en Ipar Euskal Herria. Entre 1983 y 1987, los
GAL mataron a 27 personas. Compartieron mercenarios con el BVE, que habían sido
acogidos por España después de huir de Portugal, Italia, Francia o Argentina, y
sus acciones no llegaron al medio centenar, lejos de las 600 del BVE y sus
marcas paralelas. Y, sin embargo, cuando citamos a la guerra sucia, parece que
únicamente la referencia fueron los GAL.
Así,
las señas de identidad académicas sobre los protagonistas que insuflaron de
fondos, dieron cobertura política y apadrinaron al BVE han quedado intactas.
Apenas algunas críticas a la actividad de sus valedores policiales, como Manuel
Ballesteros, Roberto Conesa, Antonio González Pacheco, Billy el Niño, puentes
con los mercenarios... Pero los siete ministros del Interior que hicieron
posible o arroparon la guerra sucia hoy son respetados por la historia: Manuel
Fraga, Adolfo Suárez, Rodolfo Martín Villa, Landelino Lavilla, Antonio Ibáñez
Freire, Juan José Rosón y José Barrionuevo, que compaginó el fin del BVE y su
transformación en los GAL. Fraga murió siendo presidente honorifico del PP;
Martín Villa fue presidente de Endesa y Sogecable; Suárez se ha convertido en
aeropuerto madrileño; Lavilla fue miembro del Consejo de Estado e incluso
Izquierda Unida le propuso para el Constitucional; Ibáñez Freire falleció con
la Medalla de Oro de Bilbao en su chaqueta, una de las 500 franquistas que aún
no han sido revocada por la alcaldía; a Juan José Rosón todavía le hace honores
la televisión pública española, de la que fue presidente, y de Barrionuevo qué
decir que no apareciera en aquella pancarta de sus camaradas a la puerta de la
prisión de Guadalajara: «Todos somos Barrionuevo».
La
razón de este olvido está en la construcción de una narrativa que se ha
convertido en oficial, gracias a la complicidad de medios, grupos políticos que
magnificaron la Transición y, sobre todo, jueces. De aquellos 600 atentados,
casi todas las diligencias se cerraron, algunas por la Ley de Amnistía de
octubre de 1977, pero las posteriores, por falta de interés o lo que es lo
mismo, por complicidad. Implicados en esas 40 muertes, la mayoría a partir de
1977, únicamente Zabala e Iturbide (Triángulo de la Muerte) cumplían prisión en
España, años después.
Esa
narrativa fue construida con diques de contención marcados por las estructuras
del Estado. Hoy se puede extraer en ChatGPT que el primer ingenio bajo un
vehículo en Europa para hacerlo estallar a su contacto o movimiento fue
inaugurado por ETA en una acción en Pasaia en 1983, cuando en realidad lo fue
en Biarritz ocho años antes, en junio de 1975 en el coche de Mikel Mugiro que
iba a trasladar a Josu Urrutikoetxea y su familia al médico. El artefacto
explotó cuando los mercenarios lo estaban preparando. Cuando el abogado Txema
Montero aportó pruebas de la participación de policías del cuartel de Barakaldo
en el atentado contra el bar Aldana de Alonsotegi (1980), que causó cuatro
víctimas mortales, el juez las desestimó. La policía puso a investigarlo a José
Amedo Fouce (condenado a 108 de prisión por su actividad en los GAL) del que
Wikipedia dice que entonces trabajaba «en labores de espionaje relacionadas con
el entorno de la organización terrorista ETA». Cuando en 2015, Aitor Esteban,
que será presidente del PNV a finales del próximo marzo, preguntó al Gobierno
español por el atentado de Alonsotegi, la respuesta fue concisa: «Una vez
consultados los archivos policiales, no existe informe que aporte datos
relativos al esclarecimiento de los hechos». En octubre de 2004, la jueza
Ángela Murillo se negó a reabrir el caso de José Miguel Etxeberria, Naparra,
alegando que no había indicios de que José Miguel fuera secuestrado y «mucho
menos de que haya sido asesinado».
Sobre
el atentado contra la guardería Iturriaga de Bilbao (1980), con tres víctimas
mortales, no hubo investigaciones judiciales. Sorprendentemente, Covite y la
AVT lo atribuyen a ETA, a pesar de que el resto de asociaciones, Gobierno
central y de la CAV lo imputan al «BVE o satélites». En 2001, la familia de
Alfonso Etxeberria solicitó a la Dirección de Víctimas del Terrorismo el
reconocimiento de Espe Arana y Jokin Alfonso como víctimas. Un comando del BVE,
con la complicidad de la embajada en la que estaba destinado Billy el Niño,
mató a la pareja en Caracas en 1980. Interior negó la condición de víctimas:
«El asesinato de referencia es un incidente más que rodea a ETA y a su
militancia, cuya autoría y motivación no ha podido ser aclarada». Suma y sigue.
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