15 julio 2016
ETA y el 18 de julio... de 1961
ETA surgió en 1958 con el objetivo último de continuar la Guerra de 1936, que la
banda no entendía como una contienda civil sino como el último episodio de una
supuestamente secular lucha de independencia contra el ocupante español. Desde
un principio, la organización acusó al PNV de pasividad e
inoperancia mientras se planteaba la utilización de la violencia. El Libro blanco de ETA (1960) establecía que 'la
liberación de manos de nuestros opresores requiere el empleo de armas cuyo uso
particular es reprobable. La violencia como última razón y en el momento
oportuno ha de ser admitida por todos los patriotas'. No es de extrañar que el
grupo se dotara de una 'rama de acción' que, en diciembre de 1959, se estrenó
colocando tres explosivos caseros contra el Gobierno Civil de Álava, una
comisaría de Policía de Bilbao y el diario Alerta de Santander.
Dos
años después, ETA anunciaba que 'la Resistencia Vasca
se prepara para una nueva fase de gigantescas proporciones. Preparémonos todos
para la gran hora que se acerca'. El 18 de julio de 1961, hace ahora 55 años, los etarras quemaron tres banderas
rojigualdas en San Sebastián y sabotearon la línea férrea por la que iba a
pasar un tren de ex combatientes franquistas que acudían a la capital
guipuzcoana para conmemorar el 25º aniversario del Alzamiento Nacional. Fue un
fiasco. En vez de descarrilar, el convoy no tardó en continuar su trayecto. La
esperada 'gran hora' todavía no había llegado. Ahora bien, el sabotaje tenía un
gran valor simbólico: suponía una tentativa de venganza contra quienes en 1937
habían derrotado a los gudaris,
de los que los autoproclamados nuevos gudaris de
ETA se reclamaban herederos.
El
frustrado descarrilamiento tiene otra lectura. Y es que el ataque estaba
dirigido contra aquéllos a los que la organización definió como 'traidores a
Euzkadi', es decir, los 'ex combatientes vascos franquistas'. Su sola existencia cuestionaba
la interpretación de la
Guerra Civil como una conquista española, ya que recordaba
que una parte de los vascos había apoyado la sublevación del 18 de julio: Álava
y Navarra fueron dos de las provincias que más voluntarios aportaron al
ejército franquista. Era un dato que había que borrar de la Historia.
El
hecho de que hubiese miembros de la organización contrarios a la violencia
demuestra que ésta no era inevitable. Cuando los etarras comenzaron a matar no
estaban cumpliendo con su ineludible destino, que no estaba escrito. Sus
atentados no eran el último episodio de un milenario 'conflicto' étnico entre
vascos y españoles, porque éste sólo existía en el imaginario bélico del
nacionalismo radical. Y, desde luego, los integrantes de ETA no respondían como
autómatas a una coyuntura concreta. Es cierto que el marco dictatorial, que
abocaba a los disidentes a la cárcel o a la clandestinidad, volvía muy
atractiva la 'lucha armada' a ojos de las fuerzas antifranquistas, pero la casi
totalidad de ellas se enfrentaron a Franco sin
mancharse las manos de sangre.
Los
jóvenes activistas de ETA estaban sometidos a la influencia de otros factores.
En el orden externo, además del ultranacionalismo español y del centralismo del régimen,
cabe mencionar el sentimiento agónico que les causaba el retroceso del euskera
y la llegada de miles de inmigrantes, vistos como colonos, así como la adopción como modelo de los
movimientos anticoloniales del Tercer Mundo. En el plano interno hay que
señalar el nacionalismo vasco radical, el odio derivado de una lectura literal
de la doctrina de Sabino Arana,
el ya mencionado relato acerca de un secular 'conflicto', el deseo de vengar a
los viejos gudaris de 1936 y las ansias de superar al PNV.
Sin
embargo, por mucho que condicionaran a los etarras, tales elementos no
determinaron su actuación. Basta comparar la trayectoria de los miembros de ETA
y la de los de EGI -las juventudes del PNV- o incluso la de Los Cabras de Xabier Zumalde, la primera escisión militarista de la
banda. Unos y otros estaban influidos por todos los factores que se han
enumerado en el presente párrafo, pero sólo los etarras decidieron matar.
ETA
no se decantó definitivamente por la violencia hasta el 2 de junio de 1968, día
en el que su órgano dirigente tomó la resolución de preparar el asesinato de José María Junquera y
Melitón Manzanas, los jefes de la Brigada Político-Social
de Bilbao y San Sebastián respectivamente. El encargado de planificar y
comandar esta última operación era Txabi Etxebarrieta, quien en el manifiesto de ETA para el Aberri Eguna había
asegurado que 'para nadie es un secreto que difícilmente saldremos de 1968 sin
algún muerto'.
Cinco
días después de aquella reunión, el automóvil robado en el que viajaban Txabi y
su compañero Iñaki
Sarasketa tomó la carretera Madrid-Irún, que se
encontraba en obras, razón por la que los guardias civiles José
Antonio Pardines y Félix de Diego
Martínez estaban regulando el
tráfico, cada uno en un extremo del tramo afectado. El control de Pardines se
situaba a la altura de Villabona (Guipúzcoa). Allí, como parte de la rutina,
detuvo sucesivamente a una serie de vehículos. El último de ellos era el de
Etxebarrieta. Cuando el agente comprobó que los números de la documentación y
del bastidor del coche no coincidían, Txabi tomó una decisión trascendental: disparó
a Pardines por la espalda. El guardia se desplomó y, una vez en el suelo,
Etxebarrieta lo remató de tres o cuatro tiros en el pecho.
Unas
horas después la espiral de acción-reacción que
había puesto en marcha, se llevó por delante la vida del propio Txabi en un
confuso tiroteo que se entabló con agentes de la Benemérita en Benta
Haundi (Tolosa, Guipúzcoa). Al comprobar la solidaridad popular que despertó
esta muerte, que ocultó la de Pardines, una nueva sesión del órgano dirigente
de ETA reactivó la operación: el 2 de agosto un comando asesinó a Manzanas. El
régimen franquista reaccionó tal y como la organización esperaba: con una
represión torpe y brutal, que los etarras utilizaron como justificación para
cometer nuevos atentados...
Según
el Informe Foronda de Raúl López Romo, la apuesta de ETA por el terrorismo ha
causado 845 víctimas mortales, por no hablar de las personas heridas,
secuestradas, extorsionadas, exiliadas o amenazadas. Ésa es su responsabilidad.
Ahora bien, lejos de asumirla, el nacionalismo vasco radical sigue aferrándose
a la narrativa del 'conflicto', que le permite dotar de un sentido
trascendental a todo lo que hicieron los etarras y quienes les aplaudieron.
Sirve para legitimar aquello que, de otro modo, serían simples crímenes. Su
empeño en blanquear el pasado de la banda implica mantener el caldo de cultivo
que ha nutrido de significado al odio y la violencia. Los historiadores tenemos
el deber cívico de hacer algo al respecto: investigar con seriedad, rigor y
método para divulgar los resultados entre la ciudadanía. Sólo con un doloroso
pero cauterizador examen crítico de nuestro pasado reciente podremos evitar que
los hechos queden sepultados por el olvido, las medias verdades o las mentiras
interesadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario