13 enero 2019
Presos y política
penitenciaria
Me gustaría estar hoy en las calles de Bilbao y pedir
humanidad para ellos, pero no puedo hacerlo con sus lemas, con su falta de
empatía para con las familias de sus víctimas
Es probable que lea este artículo coincidiendo con el paso
de una gran manifestación por las calles de Bilbao (quizás también con algún
movimiento del Gobierno de España en materia de política penitenciaria) que
pide el acercamiento de los presos terroristas a cárceles cercanas y la
excarcelación de los presos con dolencias graves. Bien, he mantenido
públicamente que me gustaría acompañarles, empatizar con madres y padres que
sufren por el delito cometido por sus hijos y tan sólo reivindican la necesaria
humanización de sus penas; más aún en esta ocasión, cuando el manifiesto de
presentación en Vitoria ha sido leído por una persona a quien quiero y aprecio.
Y, sin embargo, un año más, no voy a acudir. Me ha bastado un recorrido por los
portales y redes sociales de las organizaciones que llaman a sumarse a la misma,
para encontrarme, de nuevo, con viejas consignas y eufemismos. Una vez más se
refieren a crueles asesinos como presos políticos y represaliados; como
activistas del Movimiento Vasco o militantes por la Liberación nacional;
como patriotas que optaron por una vía, quizás dolorosa, pero respetable; como
vascos que sufren injustamente en las cárceles de exterminio de España y
Francia; como torturados a manos de crueles funcionarios que aplican una
política de venganza; como héroes a los que debemos recibir al ser excarcelados
por dar los mejores años de su vida por nuestra causa; como ciudadanos nobles
cuyo único delito fue amar profundamente a Euskal Herria. Ni un mensaje de
arrepentimiento, ni una señal de rechazo por la crueldad ejercida, ni un
reproche al universo ideológico que les empujó al asesinato y a la cárcel, ni
un mínimo balbuceo que pueda llevar a sus víctimas a otorgar el preciado don
del perdón y sí, curiosa paradoja, desprecio hacia el Gobierno español por los
acercamientos emprendidos o las modificaciones con respecto a la libertad para
presos enfermos de gravedad. Qué terrible decepción, constatar cómo tras un
renovado envoltorio, uno se encuentra con las viejas medias verdades de
siempre.
Me ocurre todos los años esta misma tarde, habitualmente
fría y gris, únicamente puedo pensar en la infinita generosidad de Nati, Sara,
Marta y Carlos, la familia de Fernando Buesa. En el abuelo Bernardo, en Toño,
Begoña o Lorena, la familia de Jorge Díez Elorza, en su dolor no superado, en
las desgarradoras visitas al cementerio de San Vicente de Arana. Pienso en la
viuda de Maxi Casado, en aquella imagen grabada en mi retina en una capilla
ardiente poco concurrida. Y en Maixabel Lasa, en su ciclópea tarea para
reconstruir el recuerdo, amado, de su esposo asesinado, a través del perdón
demandado por quien lo asesinó. Y, con ellas, me reencuentro con otras víctimas
del terrorismo, como es el caso de Pili Zabala, una mujer a la que siento cerca
y con la que cada ocasión de encuentro dibuja en las páginas de nuestro futuro
la palabra reconciliación, con letras mayúsculas. Son momentos en los que
pienso también en los años de soledad. Recuerdo la frialdad de la sala de cine
aquel día en que fui a ver '13 entre mil', ese descarnado testimonio de las
víctimas, dirigido por Iñaki Arteta. Estábamos en la sala ocho personas. Tan
sólo ocho personas. Y no puedo evadirme de esta necesidad de reflexión sobre
todo ello. Miles de personas reivindicando el acercamiento de los victimarios,
en el espacio público, en las calles, y, por el contrario, únicamente ocho
personas, en el espacio privado, en una pequeña sala de proyección, recordando
a las víctimas. Evidente desequilibrio. Repito que me gustaría estar en las
calles de Bilbao, me gustaría pedir humanidad para ellos, desearía que sus
familias no sufrieran más... pero hoy no puedo estar con ellos, con sus lemas,
con su falta de empatía para con las familias de sus víctimas, con su defensa
constante de la nobleza de su terror, con el aplauso público a su militancia,
con su reivindicación de la humanidad sin mostrar ni un atisbo de humanidad.
Eric Hoffer, en su análisis sobre el odio, decía que «la
fase más expansiva de un movimiento de masas está protagonizada por el
individuo cuyo fanatismo, odio e intolerancia, se nutre de una profunda
frustración interna, de una desafección radical ante la existencia que llevaba
antes de consagrarse a la victoria de su movimiento. Por eso precisa rechazar
absolutamente su pasado y su presente y volcarse en un radiante porvenir, sobre
el que proyecta su autosacrificio y la intolerancia hacia quienes considera sus
enemigos». Bien, en mi opinión, Hoffer nos marca el camino, ya que el
victimario para conseguir rehumanizarse, y ser considerado de nuevo como un ser
social, necesariamente ha de deconstruir su «sacrificio» para aceptar que no
fue tal y que tan sólo la víctima, inerte, fue la sacrificada en el altar de su
intolerancia. Pero no es así. Un año más, este universo ideológico pierde la
oportunidad de dar un paso valiente y dolerse ante sus víctimas por el
sufrimiento generado, para siquiera poder pedir, humildemente, que se entienda
también su sufrir. Se repiten los mismos eslóganes que escucho de forma
ininterrumpida desde mi adolescencia, consignas extemporáneas que me sitúan en
un 'viejo tiempo' en vez de en los reivindicados 'nuevos tiempos'. Todo este
cúmulo de circunstancias me impide estar hoy en las calles de Bilbao
reivindicando la humanidad, la clemencia quizás.
Los destinatarios últimos de esta marcha tendrán el apoyo
de miles de personas, pero un sector social, quizás minoritario, pero que a
ellos y ellas les debiera de resultar imprescindible, terapéuticamente
imprescindible, no les ha acompañado esta tarde: las víctimas. No ha resultado
fácil esta reflexión, pues no quiero perder la humanidad que me define, y la
humanización de las penas es una exigencia democrática, pero creo necesario
mostrar las carencias de determinados discursos que se justifican en una
«mayoría social». Lo denunció Hoffer: «La técnica del movimiento de masas
aspira a infectar a las personas con una enfermedad y, a continuación, ofrecer
al movimiento como cura».
Opinión:
Absolutamente de acuerdo con el artículo de Jesús Prieto.
Solo añadiría dos pequeños detalles:
Uno, espero que Jesús Prieto fuera uno de los casi cien
valientes que se manifestaron en junio de 1987 contra el atentado en Hipercor.
Dos, el documental “Trece entre mil” se pudo hacer gracias,
entre otras, a víctimas de atentados de la banda terrorista ETA perpetrados en
Catalunya, a las que tuve el honor de asesorar y poner en contacto con su
excelente director. Lo digo porque parece que, al hablar de víctimas de ETA,
sólo se recuerda a las que sufrieron el terrorismo en el País Vasco o Navarra…
es decir, fueron víctimas de otros puntos del país las que contribuyeron al
éxito de aquel documental.
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