14 marzo 2020
El último asesinato
Reconocer que la
democracia derrotó a ETA es cuestión de verdad histórica y de pedagogía política
El 16 de marzo de 2010, ETA cometió su último asesinato. No
tenía precedentes por su lugar, París, ni por su víctima, el gendarme
Jean-Serge Nerin. Reveló su ocaso. Los diez años pasados certifican que el fin
del terrorismo, declarado al año siguiente, se zanjó con éxito. ETA no ha
vuelto a atentar ni a extorsionar ni a provocar desmanes callejeros. Ni
Colombia ni Irlanda del Norte, con finales del terrorismo contemporáneos,
pueden decir lo mismo. El de ETA fue un final limpio, sin escisiones ni
concesiones políticas, como subrayó Alfredo Pérez Rubalcaba, entonces ministro
del Interior.
Pero ese final limpio no lo comparte el PP de Pablo Casado, influido por José
María Aznar. Rechaza que ETA fuera derrotada pues sostiene que está en las
instituciones con EH-Bildu. Mientras, Vox y Mayor Oreja rayan el delirio al
mantener que el Gobierno de Rodríguez Zapatero pactó con ETA y ERC el procés catalán.
Estas derechas han cambiado, a posteriori, las reglas de
juego establecidas en los Pactos contra el terrorismo —los de Ajuria Enea y
Madrid, de 1988, y el de las Libertades, de 2000— que compartieron AP y PP con
la práctica totalidad de los partidos democráticos. Las reglas establecían que
ETA desapareciera y su brazo político, hoy Bildu, aflorara legalmente como expresión
no violenta del independentismo. Es lo que sucedió en 2011. El combate
democrático unitario era contra el terrorismo; no contra el nacionalismo.
Zapatero
terminaba su mandato cuando finalizó el terrorismo y Mariano Rajoy, líder
opositor y virtual sucesor en la
Moncloa , lo validó y reconoció que el Gobierno socialista no
pagó precio político. Con esta actitud, Rajoy regresaba al consenso roto en
2006 cuando utilizó el proceso dialogado de Zapatero con ETA como arma
opositora.
Rajoy
gobernante desoyó al sector ultra del PP y a Rosa Díez que pretendieron
ilegalizar Bildu. Tampoco gestionó el fin del terrorismo como le pidió
Zapatero. Lo dejó al Gobierno vasco que acompañó a Bildu en el proceso de
desarme y disolución de ETA, resuelto en 2018, pero sin lograr que reconociera
la injusticia causada. Asimismo, impulsó el reconocimiento de todas las
víctimas del terrorismo sin equiparaciones ni exclusiones así como su
participación educativa en las aulas. Rajoy toleró el proceso.
Cabía
esperar que con el relevo generacional del PP con Pablo Casado se avanzara en
el consenso entre los dos partidos mayoritarios sobre el fin del terrorismo,
cuya premisa es que la democracia derrotó a ETA, que admitió Rajoy. Pero Casado
ha retrocedido. Lo cuestiona al identificar a Bildu con ETA, reavivando el uso
partidista del terrorismo, presionado por Vox, y por un erróneo cálculo
electoral al necesitar el Gobierno PSOE-Podemos de Bildu para lograr mayorías
parlamentarias.
La otra
cara del problema es Bildu. Desde que ETA rompió la tregua de 2006, los líderes abertzales trataron de convencer a sus bases para
romper con la violencia etarra que les arrastraba al abismo por la firmeza del
Gobierno socialista que les ofreció la disyuntiva; fin del terrorismo o
desaparición política. En 2011 rechazaron el terrorismo en sus nuevos estatutos
y lograron la legalidad, pero no la legitimidad democrática para gobernar al
eludir la autocrítica por su pasada complicidad con ETA. Bildu sigue sin
comprender el cambio desde el fin del terrorismo. Una mayoría de vascos celebra
que las víctimas sean reconocidas y escuchadas tras el abandono que padecieron
en los años de plomo.
Una de las
excusas del inmovilismo de Bildu es la falta de reconocimiento por la derecha
de su contribución al final del terrorismo así como el bloqueo en política
penitenciaria —especialmente el alejamiento de presos de Euskadi—, atenuado
desde que Sánchez gobierna. Hay una retroalimentación entre la sobreactuación
electoralista del PP de Casado al identificar a Bildu con un terrorismo
inexistente para atacar al PSOE gobernante, y el inmovilismo de Bildu con su
ausencia de autocrítica.
El PP de
Casado, alejado del pragmatismo de Rajoy, impide avanzar en un relato
compartido sobre el final de ETA y las tareas pendientes. Podrían compartir que
el final fue fruto del trabajo policial, judicial, internacional y la
movilización social que lideraron todos los gobiernos democráticos. Pero de
nada sirve si Casado mantiene que ETA vive en Bildu. Menos aún osa reflexionar
sobre un hecho crecientemente reconocido como que la ruptura del proceso de
diálogo de 2006 por ETA precipitó el final del terrorismo al enfrentarle con su
brazo político.
Reconocer
que la democracia derrotó a ETA, analizar su final rigurosamente, sin
sectarismos, es cuestión de verdad histórica y de pedagogía política útil. De
existir conclusiones claras sobre ese final se hubieran evitado algunos errores
recientes, como en Cataluña. La ausencia de consenso bloquea, además,
iniciativas necesarias para fortalecer una memoria justa como el reconocimiento
público de referentes sociales contra ETA —los pioneros de Gesto por la Paz o Basta Ya, por ejemplo— y
la reparación a quienes fueron vilipendiados por sentarse con ETA para
facilitar su final. En definitiva, agrava la división y obstaculiza la
convivencia.
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