20 octubre 2017
Carmen Torres Ripa
Periodista y escritora
Aquel impuesto
revolucionario...
Cuando ETA anunció el fin del impuesto revolucionario,
muchos empresarios volvieron con la cabeza baja a su casa. ¿No fueron
valientes? ¿Querían escapar? Es complicado saber la verdad porque hubo de todo
Euskadi es una tierra doliente que ha vivido años muy
amargos intentando mantener su señorío interior. Costó mucho esa valentía
silenciosa que muchas veces se vivió en el interior del hogar y otras, las más
amargas, solo dentro del corazón, para no hacer sufrir a los demás. Me preocupa
que los historiadores que recogerán los tiempos que hemos vivido lo hagan con
honestidad porque la verdad muchas veces se escapa como el agua entre las
manos. Cuando ETA anunció que el impuesto revolucionario se terminaba, mi padre
ya había muerto. Muchos empresarios volvieron con la cabeza baja a su casa. ¿No
fueron valientes? ¿Querían escapar? ¿Tuvieron escoltas? ¿Se aprovecharon de una
situación difícil? Es complicado saber la verdad porque hubo de todo. Para
muchos el anuncio llegaba tarde. Algunos habían perdido la paz guardando
aquellas cartas en cajas fuertes, como si ese cerrar en hierro un papel hiciese
olvidar la amenaza, y otros, en ese caminar entre espinas, se quedaron sin
dinero y dentro –muy secretamente– la extraña culpabilidad de haber contribuido
con su aportación al crecimiento de una banda asesina que iba a seguir matando.
La culpabilidad de muchas personas quedó en el aire del entredicho. ¡Qué injusto
poder llegar a esa mezquindad que a algunos empresarios les llevó a las
comisarias a declarar! “Usted pagó a ETA, ¿pagó queriendo o sin querer?”. ¡Qué
crueles somos los hombres! ¡Quién puede desear pagar a una banda terrorista!
¡Quién puede querer que sus nietos piensen que su aitite disparó un tiro porque
colaboró con los que lo hacían! ¿Era legal pagar a ETA? ¿Era legal pagar a ETA
para que el extorsionado o su familia vivieran la endeble paz de la duda? La
ley –no siempre justa– nunca acabará de ponerse de acuerdo. Lo angustioso es
que algunos no llegaron a pagar porque los mataron antes: Ibarra, Berazadi, el
joven Arrasate, que fue liberado después de pagar, pero al poco murió de
infarto. ¿Quién puede juzgar? ¿Quién condenar? Quedaron tantos secretos…
Impuesto de muerte
Mi padre murió con 70 años. Estaba arruinado ¿Por qué?
Había trabajado toda su vida. Sus siete hijos vivimos bien. Yo estudié en la Universidad de Navarra
y residí en un Colegio Mayor. En casa se vivía con moderado confort porque
éramos muchos hijos. Mi padre era un pequeño empresario de los muchos que
proliferaron en la
Margen Izquierda. Tuvo un impuesto revolucionario y, dada su
situación, ETA anuló aquella carta. Pero mi padre tuvo un segundo impuesto
revolucionario y mi padre pagó hasta la última chiquita que le quedaba; además,
en un tiempo muy difícil en que la estabilización se cebó en los pequeños
empresarios que no tuvieron capital para adaptarse a las nuevas tecnologías y
salir adelante. Dio lo que tenía para que a nadie de su familia le hicieran
daño. Pero ese segundo impuesto revolucionario –amargas circunstancias que
vivimos en nuestro pueblo vasco– era falso. Un desalmado inventó la carta y la
sigla de ETA con su terrorífica serpiente y se fue quedando con el dinero que
periódicamente mi padre le daba según los plazos. Esta fue una de las muchas
cosas que nosotros, sus hijos, supimos cuando mi padre murió. Ahora recuerdo su
muerte con lágrimas en los ojos y hasta me cuesta apretar las teclas del
ordenador sin que se llenen de lágrimas. Recuerdo aquel día que le enjuagué la
frente con su colonia favorita y tuve vergüenza de abrazarme a él y decirle
cuánto le quería en aquel momento, cuánto deseaba agarrarle a esa vida en que
él no había sido feliz. ¡Ser feliz, la más imposible posibilidad de la vida!
Se moría y tenía la mano prieta a mi madre y a mí, su hija
mayor. Minutos antes tuve que hacer enormes esfuerzos por no ponerme a llorar
como una niña cuando papá se quitó la mascarilla de oxígeno y comenzó a besarle
a mamá en la frente, en los ojos, en la cara, en las manos. Le estaba diciendo
adiós. Ese adiós último que se debe sentir con la certeza absoluta.
El más allá tan
cercano
Salimos a tomar, mi hermano Manu y yo, un café que se
resbalaba por la garganta como un veneno mal digerido. Mamá y Jesús se quedaron
con papá y fue entonces cuando el corazón se cansó definitivamente. Fue
entonces cuando mi hermano Jesús le apretó fuerte la mano y le dijo: “Adiós
papá”.
Él tuvo la suerte de estar, en ese momento irrepetible de
la partida de papá al otro mundo. Cuando llegamos, las enfermeras y los médicos
metieron tubos y cables en un cuerpo que ya no estaba con nosotros. Lo vi
tendido en la cama, en la soledad mayor que un hombre puede tener en este
mundo. Mamá le besaba y decía: “Amor mío sé que aún no te has ido. Sé que me
escuchas, sé que estás aquí. Te quiero, te he querido tanto…”
El amor es algo tan grande que trasciende a la vida. Allí
veía lo que quedaba del más tierno amor que yo había sido capaz de presenciar
de cerca. Mis padres siempre riñendo y siempre queriéndose. Se separaban para
siempre.
Empecé a llorar como un torrente. No sé si lloraba por mí
misma o por papá, que me dejaba huérfana. En la última época estaba sin fuerza,
sin virilidad, como un muñeco de guiñol que se tuerce a los lados sin
sensibilidad. Había perdido hacía años la admiración que sentía de niña por él
y ahora me parecía de pronto que todos –incluida mamá y mis hermanos– habíamos
dejado solo a papá. Le habíamos dejado irse consumiendo en su mundo, con sus
secretos, sus angustias, sus equivocaciones y sus problemas. Entonces no
sabíamos que ETA –la verdadera o la falsa ¡qué más da ya!– le habían regalado
un infarto al corazón.
Mientras en el aire del cuarto se sentía la presencia de
papá, su cara se fue quedando en paz. Los ojos, ya cerrados, no suplicaban como
antes. Me asustaba mirarle y saber que quería decirme algo para lo que no
existieron las palabras. Ahora todo quedaba tranquilo. La muerte, en cierto
sentido, duerme las conciencias. Todo lo que no se había hecho ya no tenía
remedio. No hay ninguna moviola capaz de rebobinar los días insatisfechos, los
días incompletos, los días que quedaron sin llenarse de alegría, de situaciones
positivas y felices. Mi padre se había muerto y nosotros quedamos solos con los
recuerdos.
Con dolor, ese dolor que carece de palabras, retiramos a mi
madre. Manu le llevó a casa y nos quedamos mis hermanos Javi, Jesús y yo hasta
que llegó una ambulancia para llevarse el cuerpo de papá. Un cuerpo que había
quedado en el cuarto con otro enfermo vivo. ¡Qué cruel es el destino! Papá no
había tenido intimidad para morirse solo. Había muerto ante los ojos asustados
de un extraño y su mujer. Un extraño que nosotros sabíamos que también iba a
morir, pero más lento.
Papá murió el día 12 de octubre, el cumpleaños de mi hijo
pequeño Dani. Habíamos planeado tantas cosas para sus 5 años… Entre las
sorpresas había una carolina gigante de merengue de colores. Estaba encargada y
nada más morir papá tuvimos que ir a la pastelería a recogerla. En la
pastelería no tenían por qué quedarse con un pastel grande de merengue porque
se hubiera muerto el abuelo del niño. Así –como si fuera una película de
Fellini– llegué a casa con un paquete grande de confitería y la noticia de que
había muerto el abuelo. A Dani se le cayeron las lágrimas. Es incierto que los
niños no entienden, que los niños no se enteran de nada. Mentira. La claridad
de sus ojos refleja la transparencia del alma. Jesús murió años después
estrellándose con un Quad contra un árbol. Nunca he llorado tanto –de
desesperación– como aquel día. Poco después se fue mi hermano Manu. Yo tengo ya
mas años que mi padre y mis hermanos.
El impuesto revolucionario se quedará en uno de los dolores
que pasaban en nuestra querida Euskadi.
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