04 marzo 2024
11-M: el atentado que marcó el cénit de Al Qaeda (y el principio de su declive)
Supuso que el grupo yihadista muriera de éxito. Este atentado representó el punto culminante de la trayectoria de la organización, pero también el principio del fin
El 10 de marzo de 2004, el colegio mayor San Juan Evangelista de Madrid acogió una conferencia del periodista Javier Valenzuela, por aquel entonces en El País, acerca de su libro España en el punto de mira. Durante su intervención, Valenzuela afirmó: “Si mañana ponen unas bombas en Madrid, a mí no me extrañaría”, e incluso bromeó sobre dónde podría ocurrir, asegurando que no quería “marcar objetivos”.
Apenas unas horas después, los acontecimientos le daban la razón.
Más allá de la macabra coincidencia, Valenzuela simplemente se había limitado a leer las señales. Los atentados de Casablanca, en los que la Casa de España había sido uno de los blancos principales. Las referencias cada vez más numerosas a Al Andalus en la propaganda yihadista. El misterioso paso por España del egipcio Mohamed Atta, líder del comando que llevó a cabo los ataques del 11-S, y la célula de Abu Dahdah desarticulada por las autoridades españolas en la llamada Operación Dátil. España era un objetivo de Al Qaeda, tal y como Valenzuela explicaba en su libro.
El propio Osama Bin Laden había mencionado nuestro país en un mensaje difundido a través de Al Jazeera el 18 de octubre de 2003, en el que amenazaba a aquellos países que se habían sumado a la invasión estadounidense de Irak: “Nos reservamos el derecho a adoptar represalias, en el momento y lugar apropiados, contra todos los países implicados, especialmente el Reino Unido, España, Australia, Polonia, Japón e Italia”.
El 11 de marzo de 2004, una nueva célula yihadista —algunos de cuyos componentes eran antiguos miembros del grupo de Abu Dahdah, que habían eludido las detenciones—, llevó a cabo en Madrid el segundo mayor atentado de la historia de Europa, tan solo por detrás de la voladura de un avión de pasajeros sobre la ciudad escocesa de Lockerbie en 1988. El estallido de diez bombas en cuatro trenes de Cercanías dejó un saldo de 192 muertos, más de 1.840 heridos, 17,6 millones de euros en daños materiales directos y 211,6 millones en daños indirectos.
Aunque algunas de las teorías de la conspiración sobre el 11-M han demostrado una sorprendente capacidad de supervivencia, a día de hoy existe información suficiente como para que la autoría de estos atentados esté fuera de toda duda. Las investigaciones de expertos como Fernando Reinares, del Real Instituto Elcano, que ha escrito tres libros sobre el tema, han demostrado no solo quiénes los llevaron a cabo, sino también que estos fueron planificados por miembros de alto rango de Al Qaeda en Pakistán. El marroquí Amer Azizi, veterano de la célula de Dahdah, ejerció de enlace entre estos y los ejecutores de los atentados.
Aún así, está claro que la operación tenía una clara intención política: alterar los resultados de las elecciones generales en España, un evento futuro que estaba muy presente en el universo del yihadismo. Meses antes de los atentados, el foro yihadista Global Islamic Media publicó un documento titulado ‘Irak yihadista: esperanzas y riesgos’, en el que se hacía una estimación de las vulnerabilidades de varios gobiernos democráticos, sobre todo aquellos que se habían unido a la coalición dirigida por Estados Unidos en Afganistán e Irak. Ese documento calificaba a España de “la pieza de dómino con más probabilidades de caer primero” en términos de apoyo interno a la ocupación de Irak. “La posición de Aznar no expresa la postura popular española en ningún caso”, indicaba este análisis, que consideraba que el gobierno sería muy vulnerable a un elevado número de bajas militares en suelo iraquí.
Y aunque el documento no hacía un llamamiento explícito a atentar en la propia España, afirmaba: “Para forzar al gobierno español a retirarse de Irak, la resistencia debe dar golpes dolorosos a sus fuerzas. Esto debe ir acompañado de una campaña de información que clarifique la verdad del asunto dentro de Irak. Es necesario hacer el mejor uso posible de las próximas elecciones generales en España en marzo del próximo año”.
Euforia en el mundo yihadista
La misma tarde del 11-M, Al Qaeda envió un comunicado al diario árabe con sede en Londres Al Quds Al Arabi reivindicando la operación. “El escuadrón de la muerte ha conseguido, en la profundidad de la Cruzada Europa, golpear uno de los pilares de los Cruzados y sus aliados, España, con un golpe doloroso. Es parte de un ajuste de viejas cuentas con la Cruzada España, aliado de América en su guerra contra el Islam. ¿Dónde está América, Aznar? ¿Quién os protegerá a ti, a Gran Bretaña, a Italia, a Japón y otros agentes?”, decía el comunicado, que añadía poco después: “Esperamos que entendáis el mensaje. Nosotros en las Brigadas Abu Hafs al Masri no nos entristecemos por las muertes de civiles”.
El 11-M fue recibido con euforia en el mundo yihadista: en su visión, los ‘muyahidín’, los guerreros del Islam, eran capaces de tomar represalias contra las naciones occidentales que agredían a los musulmanes desde Palestina hasta Afganistán. Al Qaeda prometía seguir atentando en suelo occidental, y en algunos casos lo lograría, como en los atentados del 7 de julio de 2005 en Londres. Aunque tampoco faltaron las voces que criticaron estos ataques como contraproducentes, y el asesinato de civiles indefensos como anti-islámicas.
De repente, muchos europeos descubrían que el yihadismo era un peligro global que no solo mataba a estadounidenses, a soldados desplegados en Oriente Medio o incluso a turistas en discotecas del Sudeste Asiático o en plazas de Marruecos. La guadaña terrorista podía llegar hasta nuestra puerta, segando las vidas de nuestros padres que se dirigían al trabajo o de nuestros hijos camino de clase. Tras décadas de todo tipo de atentados de ETA y otras organizaciones terroristas, España no era ajena a esta amenaza, y la sociedad volvió a reaccionar de forma ejemplar. Pero las acciones de Bin Laden y sus seguidores dejaron de ser algo remoto. La guerra había llegado a nuestra casa.
Bin Laden tardó un mes en hacer referencia al 11-M. El 15 de abril, a través de un mensaje grabado, afirmó: “Lo que ocurrió el 11 de septiembre y el 11 de marzo es que se os devolvió vuestra propia mercancía”, equiparando el atentado de Madrid con el 11-S y asumiendo así la autoría de ambas operaciones. En el mismo comunicado, el líder de Al Qaeda ofrecía a los europeos una especie de tregua permanente “cuya esencia es nuestro compromiso de detener las acciones contra cualquier país que se comprometa a abstenerse de atacar a los musulmanes o intervenir en sus asuntos”, y añadía que “la matanza de europeos solo tuvo lugar tras la invasión de Irak y Afganistán”. “Tratar de aprovechar así los atentados de atentados de Madrid es coherente con la […] estrategia de dividir a las sociedades abiertas propia de Al Qaeda. En este caso, tratando de distanciar a Estados Unidos de los países de Europa Occidental”, escribe Reinares sobre la propuesta de Bin Laden en su libro 11-M: La venganza de Al Qaeda.
“Los atentados de Madrid destacan como un claro ejemplo de terrorismo efectivo a un nivel táctico, en términos de que la violencia política lleve a un cambio político en una democracia”, señala un breve informe de la consultoría de inteligencia privada The Soufan Group sobre el 11-M. “El resultado sentó un peligroso precedente para otros ataques diseñados para impactar en los gobiernos, particularmente en los días previos a elecciones nacionales”, añade el informe.
Aún así, los atentados de Madrid no lograron ninguno de sus objetivos secundarios, como la retirada española de Afganistán (lo que debilita la tesis del “chantaje yihadista” ante la salida del contingente español de Irak, que el nuevo presidente José Luis Rodríguez Zapatero trató de explicar como el necesario cumplimiento de una promesa electoral). Tampoco lograron que otros países se sintiesen lo suficientemente intimidados como para revocar sus compromisos militares en Oriente Medio.
Y lo que acabó siendo aún peor para los yihadistas: Madrid supuso el principio de su declive.
España, campeona en la lucha contra el yihadismo
Las autoridades antiterroristas españolas, enfocadas principalmente en ETA, habían sido pilladas con la guardia baja, pero estaban decididas a no permitir que algo así volviese a suceder. Y en cierto modo lo consiguieron, acumulando más de una década de operaciones exitosas que lograron evitar todos los grandes atentados yihadistas hasta el de las Ramblas de Barcelona en 2017. Tan solo en los cuatro años siguientes, las fuerzas de seguridad españolas desmantelaron un total de 28 redes yihadistas en nuestro país.
Pero lo que más consecuencias tuvo es que Madrid se colocó a la cabeza de las iniciativas internacionales contra el yihadismo, incrementando la cooperación en materia de seguridad e inteligencia con sus socios occidentales, y promoviendo una agenda global en ese sentido. Los atentados llevaron a la adopción del Plan de Acción de la Unión Europea para la Lucha contra el Terrorismo, en el mismo mes de marzo de 2004, y a la Estrategia de la UE en la Lucha contra el Terrorismo y el llamado Programa de La Haya un año después. España fue uno de los principales motores detrás de todos estos proyectos.
En diciembre de 2005 el marroquí Amer Azizi, el enlace entre Al Qaeda y los terroristas que llevaron a cabo los atentados de Madrid, era eliminado por un dron estadounidense en la región paquistaní de Waziristán. De un modo u otro, todos los responsables directos del 11-M habían pagado un precio: estaban muertos o pudriéndose en una celda a la espera de juicio.
Las bombas en los trenes de Madrid abrieron los ojos de ciudadanos y gobiernos europeos, que se volcaron en el apoyo a sus cuerpos de seguridad y en la colaboración transfronteriza. En lugar de ceder a la presión, como esperaban los terroristas, estas sociedades destinaron recursos masivos a la lucha contra el yihadismo. Se rastrearon y bloquearon sus finanzas, se reclutaron confidentes, se penetraron sus organizaciones, se abortaron sus operaciones. Las redes de Al Qaeda en Europa fueron desmanteladas, mientras sus líderes locales eran abatidos uno a uno por las fuerzas antiterroristas estadounidenses, como como Musab Al Zarqawi en Irak, Anwar Al Awlaki en Yemen o el propio Osama Bin Laden en su refugio paquistaní de Abottabad.
El levantamiento generalizado del mundo musulmán al que había esperado la cúpula de Al Qaeda tampoco se produjo. Irak siguió siendo un imán para aquellos que buscaban la muerte en una guerra santa, pero no existió un entusiasmo similar por unirse a una organización asediada y cada vez más ineficaz. Hubo que esperar a la llegada del Estado Islámico y su proclamación del Califato, que encendió los sueños de miles de jóvenes musulmanes, para que el yihadismo volviese a ser una amenaza grave en el continente europeo, con atentados mucho más difíciles de prevenir que las grandes y espectaculares operaciones simultáneas que antaño habían sido la marca de la casa de Al Qaeda.
En cierto sentido, el 11-M hizo que Al Qaeda muriera de éxito. Este atentado representó el punto culminante de la trayectoria de la organización, pero también el principio de una degradación imparable. Con este triunfo, despertó al Leviatán occidental, que en los siguientes años la fue desmembrando a jirones hasta que no quedó sino una sombra de lo que había sido. Hoy el grupo sigue expandiendo sus actividades en África y otros lugares, como Afganistán, enfocado en una estrategia de acción local que asegure su supervivencia y quizá, en el futuro, un glorioso resurgir. Pero aunque es una amenaza que no hay que desdeñar —entre otras cosas, está desestabilizando el Sahel y otras regiones fronterizas de Europa—, es improbable que el grupo que un día atemorizó al mundo entero pueda regresar nunca en una encarnación similar a la de antaño. Por suerte para todos, la Al Qaeda del 11-M ya no existe.
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