17 marzo 2024
¿Qué es terrorismo?
A falta de una definición universal, la política define qué es y que no un acto terrorista
Las experiencias nacionales de los Estados moldean la comprensión del fenómeno y el marco legal para abordarlo redacción de la norma excluía de la amnistía los delitos de terrorismo recogidos por el Código Penal español. La negociación entre los grupos ha sustituido la referencia a esta norma por la directiva sobre terrorismo aprobada en la Unión Europea en marzo de 2017. Aunque muy similares, la ley española y la europea difieren ligeramente en qué es delito de terrorismo.
Casi 80 años de historia no han servido a Naciones Unidas para consensuar una sola y única definición. Se ha intentado en muchas ocasiones, en la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, pero aún sin resultado, como ha confirmado a preguntas de EL PAÍS un portavoz de la Oficina de Contraterrorismo de la organización desde Nueva York.
Una razón sencilla para explicar este disenso sería la que aporta Brian J. Phillips, experto en materia de terrorismo de la Universidad de Essex: “El término ‘terrorismo’ no se utiliza a menudo como una descripción objetiva, sino como un insulto. Para describir la violencia con la que no estamos de acuerdo”. Comparten los expertos en la materia que ningún individuo o grupo armado en su sano juicio se calificaría como terrorista, un término peyorativo que descalifica. La historia del terrorismo como forma de acción hunde sus raíces en la Francia revolucionaria de la década de 1790, en el periodo denominado Reino del Terror, durante el cual el Estado avaló el uso de una violencia brutal (ejecuciones públicas y asesinatos en masa) para aniquilar a los contrarrevolucionarios. Un siglo después, en la Conferencia de Roma de 1898, el terrorismo empezó a sonar en la lucha contra los grupos anarquistas al hilo del asesinato de la emperatriz de Austria.
Allá por 1960, la ONU comenzó a trabajar en ello. El investigador suizo Alex P. Schmid, del Centro Internacional contra el Terrorismo, con sede en La Haya, contabilizó en un informe publicado el pasado año una veintena de tratados con el sello de Naciones Unidas a través de los que se puede ir trazando, cogiendo de aquí y de allí, una definición del acto terrorista (contra un avión, un barco, una central nuclear…), pero no una única y universal.
En ese mismo reporte, por cierto, Schmid señalaba otro punto interesante de consenso entre los académicos y que permite identificar el atentado terrorista: las víctimas directas no son el objetivo final (a diferencia del asesinato común en el que víctima y objetivo coinciden). Aquí podría encajar la muerte de tres personas a manos de Jerad y Amanda Miller en junio de 2014 en Las Vegas. Los dos primeros murieron en una pizzería, y el tercero, en un centro comercial. A simple vista pudiera parecer el crimen cometido por dos asesinos comunes con una motivación vulgar. Pero los dos habían mostrado en un escrito y en sus redes su rechazo a la Administración de Barack Obama, objetivo último de sus balas.
El caso del canadiense Nathaniel Veltman es ejemplar, de libro. A sus 20 años, el 6 de junio de 2020 segó la vida de cuatro miembros de la familia Afzaal, musulmanes de origen paquistaní, embistiéndolos con su furgoneta en la provincia canadiense de Ontario. Tras cometer el asesinato múltiple, se fue a un centro comercial, llamó a la policía, confesó y se entregó. Veltman formaba parte de una familia desestructurada, de padres divorciados, pero cristiana fundamentalista. En el interrogatorio, el chico declaró que mató a los Afzaal tras meses planeando atentar contra musulmanes por el simple hecho de serlo; que quería mandar un mensaje a otros jóvenes blancos para que hicieran lo mismo: asesinar con sus coches a ciudadanos que profesaran el islam, entre ellos a niños, con el objetivo de que el impacto, el terror, fuera mayor. Quería generar en esa comunidad una sensación de inseguridad para que abandonaran el país. El pasado 22 de febrero, la jueza Renee Pomerance le sentenció a cadena perpetua. La magistrada no quiso pronunciar su nombre, pero dejó una cosa clara: es un terrorista, y lo que hizo, un “caso de libro” de terrorismo. El atentado de Veltman es uno de los últimos ejemplos trágicos que permiten, a través de la descripción de los hechos, construir una definición casi universal de terrorismo. En este sentido, el fallo de la jueza Pomerance ha aportado una novedad: es la primera sentencia en Canadá que califica como terrorista un ataque ejecutado por supremacistas blancos.
Y eso que masacres de estas características ha habido otras en el país norteamericano, como la que acabó con la vida de seis personas en una mezquita de Quebec en enero de 2017. El terrorismo es quizá el delito más grave cometido en un contexto no bélico. La calificación de un acto como terrorista es también una de las más debatidas, tanto en el escenario nacional como en el internacional. Y en contextos alejados en ocasiones de forma sideral.
Si en Canadá causó sorpresa la descripción del delito de Veltman, en España, el término terrorismo es también hoy materia de debate. El Tribunal Supremo tiene abierta una causa contra el expresidente del Gobierno catalán Carles Puigdemont, entre otros, por posible delito de terrorismo en las protestas y disturbios independentistas de 2019. Algunos de los encausados huyeron a Suiza. La Oficina Federal de Justicia del país helvético, tras recibir de tribunales españoles una comisión rogatoria, ha descrito aquellos actos de “carácter político”, cuestionando, por tanto, su naturaleza terrorista. “Las diferentes experiencias nacionales e históricas de los Estados no solo moldean su comprensión de lo que es y lo que no es el terrorismo”, señala en un intercambio de correos Simon Copeland, investigador del centro de análisis británico RUSI, “sino también sus marcos legislativos para abordar la violencia por motivos políticos, lo que complica aún más los requisitos de una definición universal”.
El caso español da para mucho, en línea con lo señalado por Copeland sobre la influencia de la experiencia nacional. ETA, primero, y el yihadismo, después, han obligado a actuar en el terreno político y jurídico: en el año 2000, y tras varios atentados, el PSOE y el Partido Popular sellaron el llamado Pacto Antiterrorista con el fin de, precisamente, evitar que la lucha contra la banda armada de origen vasco fuera instrumentalizada políticamente. Quince años después fue el crecimiento del Estado Islámico (ISIS) el que motivó la reforma del Código Penal para adaptar la ley al combate del terrorismo yihadista.
Más recientemente, la ley de amnistía pactada entre el Gobierno y el independentismo catalán ha recuperado el debate sobre qué es terrorismo. Una primera “El término se utiliza como un insulto para describir la violencia con la que no estamos de acuerdo”, dice un experto Tras el 11- S, la etiqueta empezó a extenderse sin control para, en el proceso, perder significado
El FBI lo calificó de “terrorismo de corte nacional”. La experta de la Universidad de Nantes Jenny Raflik, en un intercambio de mensajes, se atreve con esta definición de terrorismo: “Violencia deliberada, desproporcionada e ilegal destinada a ejercer presión, mediante el terror, sobre un país, una sociedad o un grupo de personas”. Pero advierte: “Forma parte de un proyecto más amplio, político, social o religioso y, por tanto, coexiste con otros modos de acción”.
La motivación importa, y mucho. Sirva de ejemplo que el secuestro de un aparato, dirigir un vehículo contra una multitud o degollar a una persona constituyen per se delitos tipificados en cualquier código penal. Pueden ser terrorismo o no. La clave está en el porqué de la acción. La frontera entre el acto terrorista y la simple violencia es fina: en junio de 2015, en pleno auge del fenómeno ISIS en Europa, un hombre decapitó a su jefe y atacó una empresa de gas cerca de Lyon. Existía claramente el efecto imitación del grupo terrorista sirio- iraquí, pero el individuo declaró que no tenía vínculos con él y que existía una disputa profesional. Se le imputó un delito de asesinato con fines terroristas, pero se suicidó antes de que se pudiera saber más. Falta de acuerdo El análisis de códigos penales como el español, el francés y el estadounidense, así como de los textos académicos y los tratados internacionales, permite reconocer varios puntos en común para describir un acto terrorista a semejanza de lo dicho por Raflik: violencia, amenaza, terror, coacción, orden público…
La falta de acuerdo, según coinciden los expertos consultados, está precisamente en el uso político que cada Estado o sujeto puede hacer del sello “terrorista”, debido a que precisamente la “motivación política” es un componente esencial en las definiciones académicas y jurídicas. Un actor político juzga un acto violento con una posible causa política; un cóctel que se abre fácilmente a la instrumentalización y el uso torticero del término terrorismo. Según afirma en un mensaje el ensayista francés Olivier Roy, uno de los expertos en este asunto más leídos dentro y fuera de Francia, la falta de una definición universal “refuerza que cada uno tenga su propia lista de terroristas y, por tanto, que la etiqueta de terrorismo sea más política que objetiva”. Y lo ejemplifica: “Israel rechaza el término ‘terrorista’ para describir los actos de los colonos en territorios ocupados [ de Palestina], cuando precisamente estos últimos practican la violencia contra una población civil. Egipto y los Emiratos Árabes Unidos están intentando que Europa califique a los Hermanos Musulmanes como terroristas, aunque ninguno de ellos ha participado en ataques fuera de conflictos internos”. El ejemplo israelí del que habla Roy es muy oportuno. Tras los ataques del pasado 7 de octubre, el Ejecutivo de Benjamín Netanyahu se lanzó a calificar al autor de la masacre, Hamás — en la lista de grupos terroristas de la Unión Europea y EE UU—, como grupo a imagen del propio ISIS (conocido también por su acrónimo peyorativo árabe Daesh). Washington, su aliado, ahondó en ello y colaboró, en boca incluso del propio Joe Biden, en la campaña que ha tratado de situar en la misma liga a la milicia palestina y a la organización terrorista sirio- iraquí. Si bien Hamás, considerado por muchos Estados un movimiento de liberación, usó tácticas terroristas durante la matanza del 7 de octubre, la naturaleza y objetivos de uno y otro grupo son muy diferentes.
El profesor francés afirma que no es posible alcanzar una definición “puramente jurídica” de terrorismo porque son muchos los actores que pueden aterrorizar a través de la violencia: un Estado en guerra declarada (el bombardeo aliado de Dresde en 1944), un movimiento de liberación nacional donde el terrorismo es un medio de acción entre otros (el FLN argelino o Hamás) o una organización en la que es su forma esencial de acción (Al Qaeda, Daesh).
“Distinguir entre estos casos”, prosigue Roy en su argumentación, “es una cuestión política y no moral ni jurídica”. Sobra decir que lo que Bruselas y Washington consideran terrorismo no casa mucho con lo que juzga Moscú. Hamás es de nuevo un buen ejemplo. Si bien el Kremlin ha condenado los ataques de octubre, la milicia palestina al frente del Gobierno de Gaza no cuenta con el sello ruso de organización terrorista. Moscú mantiene relaciones al menos con la rama política del movimiento de liberación.
Stephanie Foggett, investigadora del centro de análisis The Soufan Group, abunda en la reflexión de Roy: “Dada la naturaleza inherentemente política del terrorismo”, explica, “existe mucho poder para decidir qué se incluye y se excluye en tal definición de violencia política. Como tal, el proceso no es neutral y es poco probable que una definición singular satisfaga los intereses nacionales cambiantes y divergentes de los Estados”.
Para divergencias las que mantienen la UE y EE UU en torno a la designación de Rusia como país patrocinador de terrorismo, de nuevo un asunto de corte político y no jurídico. El Parlamento Europeo sí ha dado ese paso; Washington, pese a las presiones internas y las peticiones de Ucrania, no lo ha hecho. Al margen de arbitrariedades y ambigüedades, la ausencia de una definición universal del terrorismo tiene consecuencias negativas. A simple vista y ante tipificaciones diferentes, sufre la cooperación entre países para perseguir a grupos transnacionales.
Pero hay más. Richard Barret, antiguo miembro de los servicios de inteligencia británicos y exjefe del equipo de monitoreo de la ONU sobre Al Qaeda, señala lo siguiente: “La falta de una definición desdibuja la división entre insurgencia y terrorismo”, afirma, “permite a los gobiernos obtener apoyo internacional (o evitar las críticas internacionales) para la represión de la oposición. También conduce a un excesivo refuerzo de la seguridad del Gobierno y a la militarización de organismos civiles como la policía y al abuso de poder que conduce a la erosión de los derechos humanos y libertades civiles”.
Un escenario, el que describe Barret, que recuerda al que dibujó la guerra contra el terror acuñada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE UU. Fue entonces cuando los gobiernos occidentales al frente de esta campaña de castigo en Oriente Próximo contra Al Qaeda eliminaron de la ecuación terrorista el componente causa, es decir, la motivación, para evitar que los atentados pudieran tener algún tipo de justificación. Solo había asesinos que mataban sin razón. La etiqueta “terrorista” empezó a extenderse sin control para, en el proceso, perder significado. Una corriente que se ha matizado en la última década a través de leyes nacionales e internacionales, pero que no ha logrado un consenso para una definición universal.
Opinión:
Este es, precisamente, uno de las eternas preguntas que muchas víctimas del terrorismo nos hacemos a menudo, una de las que más hablamos cuando nos encontramos. ¿Qué es terrorismo?
Recuerdo cuando nos trabajamos la Ley de Solidaridad 32/1999, en plena tregua de la banda terrorista ETA.
Aunque no se presentó una definición exacta de lo que se consideraba “terrorismo”, sí se presentó la definición sobre qué era ser “víctima”: “
Las víctimas de actos de terrorismo o de hechos perpetrados por persona o personas integradas en bandas o grupos armados o que actuaran con la finalidad de alterar gravemente la paz y seguridad ciudadana tendrán derecho a ser resarcidas por el Estado, que asumirá con carácter extraordinario el abono de las correspondientes indemnizaciones, en concepto de responsabilidad civil y de acuerdo con las previsiones de la presente Ley”.
Por lo tanto, llevamos casi 25 años sin tener una definición común y consensuada entre, al menos, los países que hemos sufrido los embates de esta lacra.
Y yo me pregunto: ¿de qué hablan en los parlamentos europeos aquellos que dicen defender los derechos de “LAS” víctimas del terrorismo? ¿De qué han hablado en tantos años de reuniones y, por lo tanto, de sueldos y dietas recibidos?
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