“Henri Parot
estuvo dos días llorando en su celda y temíamos que se suicidara”
Francisco
Alonso lleva tres décadas trabajando en las prisiones
El jurista de
la prisión de Topas (Salamanca) evoca los momentos más tensos de las cárceles
Henry Parot no dejó de llorar tras su detención. Los funcionarios que le vigilaban en
su celda de la extinta cárcel de jóvenes de Carabanchel no le quitaron los ojos
de encima. Temían que se suicidara. El terrorista, uno de los más sanguinarios
de la historia de ETA (tiene casi 5.000 años de condena por 26 asesinatos),
llegó derrumbado a la prisión. Poco antes había sido detenido en un control de la Guardia Civil cerca
de Sevilla. Fue el 2 de abril de 1990. Iba en un coche cargado con 300 kilos de
amonal y pretendía causar una masacre en la capital andaluza. Fue la noticia
del mes.
El entonces director general de Instituciones
Penitenciarias, el socialista Antonio Asunción, llamó a uno de sus hombres de
confianza, a Francisco Alonso (en sus 33 años de ejercicio profesional, Alonso
lo ha sido casi todo en Prisiones: educador, director y alto cargo). “Vete para
allá, que han detenido a Henri Parot, y controla que no pase nada”. Aunque
Parot tenía entonces 32 años, inicialmenet lo llevaron a la cárcel de jóvenes
del Carabanchel. Allí le recibió Alonso. “No parecía el hombre que había batido
récords de asesinatos, incluidos varios niños en la casa cuartel de Zaragoza.
Llevaba melena y barba, y se le veía deseoso de hablar. Y no paró de hacerlo
durante una media hora. Yo me limité a oírle. Y luego, cuando lo llevamos a la
celda, se puso a gemir: se pasó así 48 horas. Los funcionarios nos llamaban
preocupados por si se suicidaba”, evoca Alonso. “Decía que lo habían maltratado
y se explicaba precipitadamente. Un buen rato después, al ver que yo daba
instrucciones a otros funcionarios, se detuvo y me dijo: ‘¿Y tú quién eres?’
[le había confundido con un abogado]. ‘Yo soy el director’, respondí. Entonces
agachó la cabeza y ya no volvió a abrir la boca”, recuerda. Para filiarle,
hasta en cinco ocasiones hubo que preguntarle por su segundo apellido. “Parot”.
“Bien”, replicaba Alonso, “¿y cuál es el segundo?” Silencio.
Había que rellenar la casilla del segundo apellido
en la ficha carcelaria y se resistía, aunque acabó soltándolo: “Navarro”. Parot
es argelino nacionalizado francés y de padres vascofranceses. “Me sorprendió
que alguien con ese historial tan sanguinario se mostrará tan acobardado”,
señala Alonso.
23 años después, su nombre ha vuelto a pasearse por
los telediarios. Es el que ha dado nombre (Parot) a la doctrina que ideó in extremis el Supremo para que presos
como él, con decenas de muertes a sus espaldas y cientos de años de prisión a
cuestas, no salieran al cumplir en torno a 20 años merced a los beneficios
penitenciarios que establecía el Código Penal de 1973 y que cambió el de 1995. El
Tribunal de Estrasburgo acaba de anular esta doctrina. Las leyes penales no son
retroactivas, concluye.
Alonso, de 56 años (tres
licenciaturas universitarias, una de ellas la de Derecho) es actualmente el
jurista (abogado) de la cárcel salmantina de Topas. Allí conviven unos 30
presos de ETA junto con todo tipo de criminales. Él es quien les informa de sus
condenas. Y es miembro de la junta de tratamiento, la que informa a favor, o
no, de los permisos y clasifica a los internos según su peligrosidad. En la
cabeza de Alonso anida la reciente historia de las prisiones españolas. También
la parte más negra. Le toco vivir aquella etapa gris, posfranquista, en la que
el Estado recluía a los etarras en una misma cárcel. Todos juntos. Por ejemplo,
en las de Herrera de la Mancha
(Ciudad Real) o Soria. “Aquellos sí eran tipos duros. Les dábamos los productos
y ellos mismos se hacían la comida. No daban problemas y se autogestionaban en
todo, y muchas tardes celebraban asambleas. Vivían como en una comuna. Nosotros
solo estábamos para abrir o cerrar las puertas. Para cacheos y registros había
una unidad especial de la policía”.
Rememora Alonso un episodio ocurrido en la cárcel de
Soria al día siguiente del intento de golpe de Estado del 23-F de 1981. Se le
acercó un poli-mili de ETA,
asturiano, y le dijo, asustado: “Por favor, cerrad bien las galerías y no
dejéis entrar a la policía”. Alonso considera que la dispersión de etarras
entre las cárceles, acometida en 1989, fue un acierto, a pesar de la posterior
y virulenta reacción de ETA.
Como educador, director y ex alto cargo de
Prisiones, Alonso también ha vivido algunas de las etapas más sobrecogedoras de
las cárceles españolas. Solo unas horas después de ser nombrado director de la
prisión de jóvenes de Carabanchel se le amotinaron 150 reclusos (de hasta 21
años). Se subieron a los tejados exigiendo una mejora de las condiciones
carcelarias. Eran muchachos, recuerda, “duros y muy conflictivos, procedentes
algunos de los poblados de la periferia de Madrid, consumidos por la droga y
emuladores de El Torete, el Vaquilla o El Jaro. No hubo muertes, pero aquel día
la Guardia Civil
efectuó disparos reales al aire”.
Alonso tampoco olvidará el día en que, en la prisión
del Puerto de Santa María (Cádiz), en pleno verano, un grupo de presos se
amotinó y exhibió desde los barrotes la cabeza degollada de un interno al que
habían asesinado. Querían fugarse. O el día en que, en la de Huesca, otros
internos rodearon con sogas los cuellos de varios funcionarios y los sentaron
al borde de una terraza. El director de la cárcel, contra el criterio de sus
jefes en Madrid, que le pedían que esperase porque los Geo estaban de camino,
accedió a ponerles un coche en la puerta del centro. Los cabecillas se fueron
en él, con rehenes. Luego pillaron a todos en 48 horas, pero aquellos eran
momentos de fuertes tensiones en las cárceles, indica Alonso. En la prisión de
Foncalent (Alicante), durante otro motín, y para empezar a hablar, lanzaron a
un muerto desde una azotea a los pies de los negociadores de Prisiones.
Alonso tiene una fotografía evolucionada de las
cárceles y su transformación “para mejor”. En sus inicios tuvo a condenados a
muerte, como José Luis Cerveto, que asesinó en mayo de 1974 a Juan Roig y María
Rosa Recolons, un matrimonio de clase alta para los que trabajaba de mayordomo,
en venganza porque le habían despedido. Recuerda Alonso que cada vez que se le
acercaba el patíbulo, Cerveto bebía tragos de lejía. Lo llevaban al hospital y
se interrumpía la ejecución. Para darle garrote vil, la norma decía que tenía
que estar curado.
La llegada a España de la democracia, y la Constitución de 1978,
le salvaron la vida: se abolió la pena de muerte. Y se benefició de que las normas
penales únicamente son retroactivas si favorecen al reo. Al contrario, no.
La reforma
que liberó a 9.000 presos
En 1982, cuando el PSOE llegó al poder, las cárceles
estaban llenas de presos preventivos (que no habían sido sentenciados, sino que
estaban a la espera de ser juzgados). Había en España unos 23.000 reclusos, la
mital de los cuales estaban en esa situación, según declaró en el Congreso el
entonces ministro de Justicia, Fernando Ledesma.
Ledesma impulsó una reforma urgente del Código Penal y de
Ledesma fue obligado posteriormente a dar marcha atrás, modificando en sentido restrictivo las condiciones para la libertad provisional. Se le llamó la contrarreforma Ledesma, que endureció las condiciones para la libertad provisional.
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