12 noviembre 2013
Los límites a
las penas máximas
Tener a una
persona en prisión por más de 30 años es parecido a una cadena perpetua
José Luis Díez Ripollés es codirector del Grupo de Estudios de Política
Criminal y catedrático de Derecho Penal.
Mi admirado Fernando Savater ha publicado
recientemente en este diario unas reflexiones, Fuera del área, a propósito de la reciente sentencia del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la doctrina Parot. En ellas aporta
unos argumentos dignos de análisis. Me propongo opinar sobre algunos de los más
relevantes.
Sostiene Savater que los beneficios penitenciarios
no deben operar de la misma manera en asesinos condenados a miles de años que
en aquellos cuya condena no llega tan lejos. Hay que precisar que nadie es
condenado a miles de años, sino a un máximo, hoy en día, de 40 años. El Derecho
Penal, sensatamente, supone que los asesinos no van a vivir más allá de lo
normal. En realidad lo que Savater plantea es que no puede tratarse igual a
quien ha cometido muchos asesinatos que a quien ha cometido uno solo. Pero lo
cierto es que nuestro Código Penal ni trata ni trataba igual ambos casos, y
ahorro al lector pormenores al respecto.
En mi opinión, lo que realmente late en esa crítica
es la insatisfacción porque la vida de una persona no se pueda alargar lo
suficiente para que su titular responda plenamente de toda la maldad realizada.
Y es que la maldad del comportamiento de una persona puede crecer casi
ilimitadamente, pero su vida no. Lo que nos coloca ante la disyuntiva de si
debemos usar todo lo que le quede de vida para que pague por su conducta, es
decir, cadena perpetua sin zarandajas de revisiones periódicas o, por qué no,
pena de muerte o si, por el contrario, debemos encontrar un límite razonable al
ejercicio del poder punitivo del Estado incluso en los comportamientos
delictivos más graves. Me consta que Savater está en contra, por supuesto, de
la pena de muerte, pero también de la cadena perpetua. Lo que nos lleva a
buscar ese límite razonable.
Estoy seguro de que Savater no comparte la idea de
que el Derecho Penal tiene la función social de asegurar, al estilo kantiano,
que cada uno pague estrictamente lo que le corresponde por su culpa, lo que
implicaría, poco más o menos, la ley del talión. Tampoco creo que se adhiera a
la idea de que el poder punitivo del Estado no es más que el brazo ejecutor de
los deseos de venganza de las víctimas, a cuyas demandas debe plegarse. Aunque,
ciertamente, inquieta su afirmación de que es un tema de reflexión filosófica
interesante que toda justicia tiene su parte de venganza domesticada: parece
insinuar que un fenómeno social innegable se puede convertir en un asunto de
deber ser.
Si descartamos los dos fundamentos precedentes el
límite razonable que buscamos podría ser uno que garantizara la
proporcionalidad entre pena impuesta y delito cometido, pero que, al mismo
tiempo, no impidiera a la pena ser un instrumento socialmente útil para
prevenir delitos futuros. Una vez asegurado que el cumplimiento de la pena
impide al delincuente continuar con su comportamiento delictivo, su cuantía
podría atender a dos criterios de utilidad complementarios: por una parte,
debería ser capaz de desmotivar al delincuente al que se le aplica, y a quienes
estén pensando en obrar como él, de volver a realizar esos comportamientos. Por
otro lado, debería reforzar la posibilidad que pudiera existir de recuperar
para la sociedad a ese delincuente, ya rehabilitado. Si bien la persecución de
estos objetivos utilitarios coloca al principio de proporcionalidad en un
contexto relativo, desligado de criterios absolutos, este principio determinará
que la cuantía de la pena a cumplir no se nos eleve demasiado en busca del
primer objetivo utilitario, ni nos descienda excesivamente cuando las
perspectivas rehabilitadoras sean buenas.
Si partimos, en trazos gruesos, de una esperanza de
vida en torno a 80 años, y descartamos los primeros 20 años de vida por ser
época de maduración personal, y los últimos 10 años de vida por ser ya bastante
carga sobrevivir en condiciones mínimamente aceptables, nos quedan, en el mejor
de los casos, 50 años. Ello suponiendo que el que ha cometido ese delito
execrable es condenado a la temprana edad de 20 años, algo infrecuente. Ese
intervalo de 50 años correspondería con el tramo de vida en que cualquier
ciudadano intenta, si es que puede, desarrollar su proyecto vital y durante el
que ha de responder plenamente por lo que hace.
Pues bien, mantener a una persona en prisión sin
posibilidad de salir al exterior por periodos de más de 30 años es algo muy
parecido a esa cadena perpetua que rechazamos, y deja muy escaso margen para
ponderar entre las capacidades intimidatorias y rehabilitadoras de la pena. Y
ello sin tener en cuenta los efectos perturbadores de la personalidad que
pueden producir condenas tan largas, efectos que no están catalogados como
pena, y de los que el principio de humanidad exige ocuparnos. Aunque ya sé que
en nuestra sociedad parece haber calado la idea de que en prisión se está
estupendamente.
Además, esa ponderación entre intimidación y
reintegración social se desvirtúa cuando a la rehabilitación se le imponen unas
exigencias de casi imposible cumplimiento. Como la satisfacción de unas
responsabilidades civiles fuera del alcance del preso, o una conversión moral
en toda regla que va más allá del rechazo sincero a la violencia y sus
promotores.
La sentencia de Estrasburgo no ha entrado en el
debate precedente, y mucho menos ha priorizado el principio de irretroactividad
de las leyes penales frente al de proporcionalidad de las penas. Se ha limitado
a decir que una variación en la interpretación jurisprudencial de cómo se han
de liquidar las condenas no puede anular o desactivar un precepto legal vigente
en el momento en que se impuso esa condena.
De ahí que tampoco sea posible aplicar la nueva
interpretación jurisprudencial a periodos de ejecución de pena posteriores a su
formulación en 2006. Ello deja intacto el reproche del Tribunal Europeo: el
precepto que permitía la redención de penas, y que estaba vigente cuando se
impuso la condena, se anula en la práctica si se pretende aplicar desde ese
momento sobre penas que nominalmente importan centenares de años. Así de
simple, y de valioso para garantizar el imperio de la ley sobre las urgencias
políticas de unos y otros.
Opinión:
Artículo que
debería ser de lectura obligada para mas de un “portavoz”, “representante” o lo
que algun@s creen que son en el mundo de “las” víctimas.
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