02 junio 2024
El
secuestro de Guibert, 17 días de cautiverio en una gruta de 3 metros: «Valgo
más vivo que muerto»
Memoria
· El exrector de Deusto José María Guibert publica 'La caverna', donde relata
el cautiverio de su padre a manos de los Comandos Autónomos Anticapitalistas
A
primera hora, el empresario Jesús Guibert llamó, como solía, a su fábrica en
Azpeitia. Quería saber si necesitaban que hiciera alguna gestión en San
Sebastián antes de llegar, puntualmente, a las nueve. Un papeleo, pagar una
factura, recoger algún documento. Aquel 21 de marzo de 1983 no había nada
pendiente. Hacia las diez de la mañana, los familiares y los trabajadores de la
acería Marcial Ucín comenzaron a inquietarse. «Solía andar de acá para allá en
la fábrica pero no le encontraban por ningún lado», cuenta su hijo, José María
Guibert. Fueron al aparcamiento y hallaron el coche con las puertas abiertas.
Una testigo contó que había visto salir un coche conducido por un hombre joven
y moreno. Unos niños de la guardería contigua alarmaban a aquella misma hora a
sus maestras contando algo que habían visto poco antes. «Pum, pum», decían,
simulando con los dedos una pistola.
No
era la primera vez que los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una escisión de
ETA-, intentaban secuestrar a Jesús Guibert, gerente de la tercera empresa en
exportaciones de Gipuzkoa. «Hubo algunos intentos de secuestro anteriormente.
Uno de ellos, en Azpeitia, en el que se salvó porque cambió los horarios y otro
en el que los etarras le esperaron en el peaje de la autopista, en la salida de
Iraeta, en una de las cabinas. Coincidió que aquel día pasó una hora antes por
allí porque tenía una reunión en Logroño. Los terroristas pusieron una bomba
pequeña y se marcharon», detalla su hijo José María Guibert, que acaba de
publicar en la editorial Catarata 'La caverna. Diario del secuestro de un
empresario vasco'. Una obra de cuya primera edición es difícil encontrar un
ejemplar y en la que narra, día a día, las 17 jornadas de cautiverio.
«Hemen?».
¿Aquí? Cuando le quitaron la capucha y vio el lugar que le esperaba, Jesús
Guibert no pudo reprimir un gesto de estupor. Era una gruta en pleno monte, a
unos 10 kilómetros de Azpeitia. «Tenía metro y medio de ancho y algo más de
tres metros de largo». Allí pasaron Guibert y los dos etarras más de dos
semanas. «Durante el día, tapaban con piedras la entrada y, a la noche, salían
media hora para estirarse y comer algo», detalla el exrector de la Universidad
de Deusto. Un enlace les subía alimentos regularmente.
Para
no romperse, Jesús Guibert, de 55 años, se repetía en aquellos días la consigna
de que «valgo más vivo que muerto». Si todo iba bien, algún día contaría a los
suyos que lo peor había sido el camino de subida hasta aquella caverna por el
monte, encapuchado, pensando que en cualquier recodo la vida se acababa. Hubo
un gesto que cimentó su esperanza. «Al llegar a la cueva, en el momento en que
le quitaron la capucha, ellos se cubrieron la cara, y mi padre entendió que
albergaban esperanzas de que el secuestro acabara bien». Los dos terroristas
eran muy jóvenes. El trato, más allá de la inhumanidad que implica el propio
secuestro, fue correcto.
El
rescate
Su
hijo José María Guibert había dejado sus estudios de ingeniería en la
universidad para empezar el noviciado que le convertiría en sacerdote jesuita.
Lo hacía en Burgos y fue allí donde recibió una llamada que no olvidará. «Ha
llamado tu madre dos veces. Dice algo de un secuestro. No se sabe muy bien pero
lo mejor es que vayas pronto a San Sebastián». Uno se pregunta si algo así no
hace que la fe de un novicio se tambalee. «No, la amenaza estuvo ahí toda la
vida. Cuando yo estaba en bachillerato, mi padre sufrió un intento de secuestro
y a los hijos nos obligaron a ir a Canarias unos diez días». El estado de
alerta era habitual. Les pusieron una escolta policial a la que renunciaron
pronto. «A mi padre le amenazaron desde los años 70 hasta el año anterior al
fin de ETA. Me preguntan si mi vida cambió por su secuestro. No lo creo. Hemos
vivido bajo la amenaza de la banda y de quienes les apoyaban 40 años».
Mil
millones. Los Comandos Autónomos Anticapitalistas les pidieron mil millones.
«Se nos cayó el mundo. Era un rescate imposible», recuerda su hijo. La
negociación que siguió fue muy delicada. «ETA llamó a una persona y le dijo que
Jesús Guibert le había elegido para que hiciera de intermediario. Al principio
no quería, pero aceptó. Tres familiares conformaron una especie de comisión».
Cada cierto tiempo, la banda llamaba al intermediario por teléfono y éste, a
continuación, a la familia. «Nadie se identificaba pero, pasada una semana,
pudimos saber quién era el intermediario, que nos ayudó mucho». En el libro ha
cambiado su nombre y el de algunas otras personas.
En
España nadie reconoce haber pagado un rescate porque es una práctica ilegal
pero tampoco es un secreto que, en el contexto de un secuestro, incluso los
cuerpos policiales asumen que es razonable que los allegados opten por esa vía.
Lo que se conoce del caso Guibert es que hubo un acercamiento de posturas que
acabó en la cifra de 200 millones de pesetas. También se sabe que la familia
exigió dos condiciones: una prueba de vida y que el pago se hiciera en
Gipuzkoa. La banda se negó en rotundo a las dos cosas. No hubo prueba de vida y
querían que fuera en Francia.
«El
momento del pago es el más delicado», admite. Si la Policía lo detecta,
incautaría ese dinero. En el caso de Guibert hubo incluso un ardid de la
familia para eludir la vigilancia policial. Pensaban que los teléfonos en
Azpeitia de los implicados estaban pinchados. Así que en una de las
conversaciones que mantuvieron la banda, el intermediario y la comisión
familiar se acordó una cantidad, un lugar y una hora. Concretamente, la ermita
de Oñatz, cerca de Loiola. Varias personas llegaron con sus coches y hablaron
un rato. No fue allí. Todo apunta a que la verdadera cita fue en el mediodía
del día siguiente en un lugar poco frecuentado entre Hendaya y la frontera, en
el lado francés.
En
casa de los Guibert esperaban noticias con muchísima preocupación. Pasaban las
horas y la banda permanecía en silencio. Sobre las siete de la tarde, un
comunicante de los Comandos Autónomos Anticapitalistas avisó al intermediario
de que Jesús Guibert iba a ser liberado en «unas horas». Tardaron casi un día
más.
Llorar
por primera vez
Jesús
Guibert no lloró hasta la víspera de ser liberado. «Trajeron más comida, mucha,
y creyó que aquello duraría semanas todavía. Estaba ya al límite de sus
fuerzas. Aquella última noche fue la peor». No podía saber que, en menos de 24
horas, escucharía la frase con la que soñaba. «Esto se acabó. Todo ha ido bien.
Nos vamos de aquí».
A
Jesús Guibert le vuelven a poner la capucha y le llevan esta vez por otro
camino. Un rato después, los tres suben a un coche. Ponen la radio. Está
jugando la Real Sociedad contra el Hamburgo la semifinal de lo que entonces se
llamaba la Copa de Europa. Escuchan que va perdiendo cero a uno. En el minuto
73, empata Gajate para la Real. Y bajan del coche. «Quédate aquí media hora
quieto y con la capucha puesta y luego buscas ayuda». Le dan una linterna.
Jesús Guibert se despide de los dos hombres que le han tenido secuestrado 17
días. «Tenéis que dejar esto. Os deseo suerte, pero por otro camino».
No
ha pasado media hora cuando se quita la capucha y reconoce el lugar. No está
muy lejos del alto de Meaga. Intenta que un camión se detenga moviendo su
linterna. No lo logra. El siguiente vehículo sí parará. Son un grupo de jóvenes
que regresa de ver el partido de la Real. Jesús Guibert está desorientado y
desconfía de ellos. Una de ellas se presenta y le tranquiliza. Es la sobrina de
Inaxio Uria, que moriría asesinado por ETA en 2008. Guibert conoce a los Uria,
ha trabajado con ellos. Y acepta subir al coche.
Su
hijo José María Guibert ha hablado con quienes viajaban en ese coche y ha
documentado con detalle cada instante del secuestro. «Dejé el rectorado de la
Universidad de Deusto en mayo y, a la mañana siguiente, ese primer día, me puse
a investigar. Tomé notas sobre lo que decían los empresarios, los partidos, el
Ayuntamiento de Azpeitia. Leí todos los periódicos. Vi que muchas cosas que
había oído en mi casa eran ciertas». Lo cuenta rodeado de recortes de prensa,
planos con la altimetría de la zona y fotos antiguas. El impulso tiene que ver
con esa «memoria compartida que necesitamos» y también con hacer «un homenaje a
mi padre». Entre las fotos, hay varias de una visita que hizo con su padre,
cuando era ya octogenario, y con otros familiares, hasta la caverna donde
estuvo secuestrado. Rezaron juntos una oración de San Francisco de Asís. «Donde
hay odio, que lleve yo el amor...».
Los
Guibert tenían un código al tocar el timbre que permitía saber que llamaba
alguien de casa. Dos pitidos cortos, seguidos de uno largo. Jesús Guibert, el
día de su liberación, pidió a la sobrina de Uria que le dejaran a dos calles
por si había lío. Caminó hasta el portal y tocó sus llaves de casa en el
bolsillo. Se las habían devuelto junto a su reloj, que acabó regalando al
mediador, y la cartera. Subió hasta la puerta, detrás de la cual estaba toda su
familia descansando. Era medianoche y no faltaba nadie salvo aquel que todos
echaban en falta. Jesús Guibert cogió aire y apretó con fuerza: dos timbrazos
cortos, seguidos de uno largo.
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