21 octubre 2014
Etarras de
vuelta, regreso sin épica dentro de una burbuja social
La periodista se acerca a varios de
los terroristas más sanguinarios y que tras pasar entre 20 y 30 años en la
cárcel ahora están en libertad
Zubieta Zubeldia: 'Euskal Herria es
otro mundo. Vosotros nos tergiversáis'
Un vecino: 'Si quieres que te diga
la verdad, yo creo que han tirado su vida'
A punto de cumplirse los tres años del «cese
definitivo de la violencia», elegí casi al azar una veintena de nombres de
terroristas que hubieran regresado al País Vasco durante
ese tiempo. La mayoría formaba parte de la lista de los beneficiados por la
anulación de la doctrina Parot por
parte del Tribunal de Estrasburgo. Eran, por tanto, los más
sanguinarios, los que brearon a atentados a este país durante los llamados años
de plomo y han
llegado a pasar entre 20 y 30 años de su vida en prisión. El carnicero
de Mondragón,Txikierdi, Juan Manuel Piriz,
Inmaculada Noble, Paterra, Domingo Troitiño, Mamarru, Javi de Usansolo...
Apunté sus datos en un papel, varias de las
direcciones relacionadas con ellos en los sumarios judiciales y, con la ayuda
de Carlos García, el fotógrafo, me puse a buscarlos a
lo largo y ancho del País Vasco. Probablemente ninguno quisiera hablar conmigo
si pedía una cita previa, pero, quizás, si me presentaba de improviso, pudiera
convencerles de que un portazo en la cara no era la única opción. Y es posible
que incluso, superada la impresión, aceptasen ser fotografiados.
Se trataba de saber cómo vivían y de qué; si la
izquierda abertzale -Sortu o Bildu- les había
respaldado consiguiéndoles trabajo y una posición conforme a su estatus en ETA; si estaban de
acuerdo en cómo se llegó al «cese definitivo»; cuál
era su perspectiva de los tres últimos años; si les compensaba haber perdido su
vida y haber sembrado tanta muerte; si tenían remordimientos... Pero, después
de recorrer 4.000
kilómetros llamando a decenas de casas, el resultado no
fue el previsto. Fue otro, también durísimo.
Edurne abre la puerta sorprendida de que esté allí. He ido por la mañana pero
no parecía haber nadie. Son más de las nueve de la noche y el día no ha ido muy
bien. Los etarras y sus familiares no suelen confiar en los periodistas y menos
en los abiertamente contrarios y he decidido que, aunque se trata de una hora
indecente para irrumpir en la casa de nadie, es el mejor momento para encontrar
a quien sea que pueda explicar lo que está ocurriendo. «Soy periodista, estoy
haciendo un reportaje», digo. «¿Cómo? ¿Periodista de qué? ¿A estas horas?».
«Ya, lo sé, le pido disculpas por importunarla, pero, ¿puede dejarme entrar y
se lo explico?».
Tiene los ojos hinchados de llorar a ratos. Es una
mujer mayor muy guapa y muy dulce cuando habla. Vive en una de las zonas
privilegiadas de Bergara, en un caserón enorme de familia
bien con los balcones
mirando a un valle hondo como un océano. Su hijo falleció ya hace años, pero
ella no puede evitar sentirse vulnerable cuando el día empieza a declinar y
todo parece volverse más oscuro. Y ése es el caso. Es esa hora parda.
«Mi hijo era un idealista que quería hacer un mundo
mejor para que todos fuéramos iguales y hay cosas que no se consiguen sin
forzarlas; y aquí, si no empleas la violencia, no te hacen caso. Yo no hubiera
acabado con la vida de nadie, pero con mi hijo hubiera estado hasta el final.
Los miembros de ETA dentro de 20 años serán héroes, pero si yo digo eso en
público me meten en prisión por enaltecimiento del terrorismo; porque en este
país no hay libertad de expresión», argumenta como un zapatazo en contraste
brutal con esa atormentada dulzura con la que se conduce. En el salón hay
varias fotos que hacen que su hijo, con esa mirada intensa, esté omnipresente.
Cuando le he dicho a Edurne lo que pienso, ha endurecido perceptiblemente el
gesto, contrariada, pero no me ha mostrado la salida.
Atmósfera
desconfiada e íntimamente hostil
La epidermis del País Vasco y de Navarra, en especial de aquellas zonas que
recibieron el sobrenombre de territorio comanche durante
los tiempos más duros, aparece cambiada tres años después de que ETA anunciase
que no iba a volver a matar. Los tatuajes macarras de las paredes, la
iconografía épica, los grandes murales de colores intensos con el bietan
jarrai de la
organización terrorista dibujado como si estuviera marcado a fuego, la
cartelería sobrepegada hasta la extenuación jaleando a sus diferentes
movimientos, han desaparecido. Ha quedado cualitativamente matizada esa
atmósfera densa, intimidante, abiertamente hostil, que ahora sólo es
desconfiada e íntimamente hostil.
Todo eso ha sido sustituido por
pequeñas pañoletas blancas que piden el traslado de los reclusos al País Vasco
y que cuelgan de las ventanas o de los balcones de aquellas casas en las que
hay o ha habido algún preso de la banda. A veces son como reclamos
particulares. Sin embargo, en algunos pueblos resultan tan abundantes que
parecen tapizar calles enteras y delatan una realidad nada latente: los etarras
que han regresado al País Vasco por decenas no viven ni mucho menos como los gudaris que
creyeron ser -como los héroes cuya gesta iba a ser reconocida cuando le ganaran
la guerra al Estado-, pero están protegidos por la indiferencia o por un
entorno social que les entiende, les respalda, les legitima y les ha
proporcionado una burbuja a la espera de tiempos mejores en los que su memoria
pueda ser quizás rescatada; e incluso institucionalmente rehabilitada. También
es cierto que más en las pequeñas localidades del Goierri que en las frías capitales. A partir de
ahí, aunque lo parezca, nada es tan uniforme.
Los hay que se lamentan de que ETA
anunciase el «cese» porque todavía no habían conseguido lo suficiente. Y los
hay que se mantienen disciplinados tras la línea que ha marcado Sortu y
defienden, sea por autojustificación, por esquivar el fracaso o porque
realmente lo creen así, que estuvo bien parar de atentar porque eso les va a
permitir conseguir lo que no consiguieron matando.
Y casi todos callan. Porque si hablan se delatan, o
porque pueden poner en un problema a la izquierda abertzale,
o porque todavía les quedan compañeros en el mako, o porque no quieren admitir debilidades ni tener
problemas, o porque pueden comprometer futuras ayudas, o sencillamente porque
pregunto desde un periódico -siempre preciso que soy periodista de EL MUNDO-
que es «cómplice del Estado exterminador».
'Esto han
tenido que pactarlo...'
En el ámbito de los primeros están Edurne y los
suyos. «Yo lo que creo es que no ha servido para nada que lo hayan dejado
porque los presos están peor y no han conseguido ninguna cosa. Un amigo de mi
hijo, todavía en prisión, decía tras enterarse del cese definitivo: 'Esto han
tenido que pactarlo porque si no, no me lo explico'».
Y éste es un «no me lo explico»
abocado al vacío, a la constatación de haber sacrificado una vida, en este caso
la propia, sin que se hayan cumplido las expectativas. La misma realidad cruda
que se encontró Inés del Río, una de las etarras con más historial, quien,
tras cumplir apenas 399 días por cada uno de sus 24 asesinatos, huye a grandes
zancadas de los periodistas y de posar en las fotos corporativas - como la del acto de Durango celebrado a principios de enero-
preparadas por la izquierda abertzale. «Mi vida ha sido totalmente inútil, me
siento engañada y no quiero saber nada», vino a ser el contenido de la
confesión que hizo a uno de sus familiares poco antes de salir de prisión.
Entre quienes quieren pensar que lo suyo ha sido no
una derrota, sino un cambio estratégico, hay etarras como Juan José Zubieta Zubeldia.
En pleno Lekunberri, Zubieta se afana en ayudar a la
familia, conocida en el lugar por su pericia en la fabricación de quesos que
comercializa su cuñado. Al llegar al pueblo, he preguntado a uno de los vecinos
dónde podía encontrarle. «Hay dos con ese apellido», duda. El que ha salido de
prisión. «¡Ah!, ya sé quién dices», y me acompaña un trecho para que no me
pierda. Aprovecho para preguntarle qué le parece lo ocurrido. «Si quieres que
te diga la verdad, creo que han tirado su vida y que no hay nada que valga...
bueno, allí...», señala con un gesto de resignación.
La fachada de su casa, cuidadísima y preciosa,
resalta entre las demás porque está llena de flores. Llamo una vez más y la
puerta se entreabre sola. «Voy», se oye. «Busco a Zubieta Zubeldia», aclaro, y
una mujer jovial, que supongo su madre, me atiende y me invita a pasar de
inmediato. «Verá, quizás sea mejor que yo espere aquí hasta que él salga», le digo
pensando en que, cuando el etarra se entere de que soy periodista, pueda
reprocharle a la señora tanta espontaneidad. «Que no, pasa, pasa», insiste, y
me lleva por las diferentes habitaciones hasta llegar a un amplio patio
trasero.
'Voy tirando,
estar fuera es otro mundo'
Zubieta Zubeldia está ayudando a cargar una
furgoneta blanca junto a otros dos hombres. Se muestra extremadamente correcto,
aunque se niega en redondo a hacer declaraciones. «No he concedido entrevistas
a ningún medio, tampoco a los de aquí, pero es que EL MUNDO: vosotros sólo nos
manipuláis», y añade que en prisión acostumbraba a leer las crónicas de una
redactora del periódico que, «aunque se notaba que obtenía la información de la Policía , acertaba
bastante». «Eso comentábamos; era una tal... Escrivá. ¿Cómo has dicho que te
llamas?». Se lo digo e intento de nuevo convencerle para que me conteste
algunas preguntas, pero es en vano. Sólo puedo robarle algunos
comentarios preguntando torpemente mientras me acompaña hasta la salida. «Voy tirando,
estar fuera es otro mundo», comenta.
- ¿Podría
haberse acabado de otro modo?
- El proceso no ha acabado, está abierto, y ahí está
el proceso catalán.
- No es
comparable, ahí no ha habido violencia.
- Ya...
- Entonces,
¿se podía haber hecho de otro modo?
- Quizá.
- ¿Tienes la
sensación de que has perdido la vida?
- No, uno toma decisiones...
Y es aquí cuando está a punto de explicar que es
consecuente y que sabía a lo que se arriesgaba, pero reacciona definitivamente
para no seguir respondiendo. En realidad, da vértigo pensar que Zubieta
Zubeldia, este hombre pausado y algo tímido que continúa joven tras pasar 22
años en prisión, porque apenas tiene 49, fue uno de los autores -después de
matar a varias personas con el comando Nafarroa- del brutal atentado que reventó la
casa cuartel de Vic (en
la Cataluña independentista cuyo proceso
reivindica). Allí murieron 10 personas -entre ellas cinco niños- y otras 44
resultaron heridas.
«¿No vio a los niños jugar segundos antes de lanzar
el vehículo explosivo?», le preguntó uno de los abogados en el juicio. Y él
respondió: «No es nuestro problema que los guardias civiles utilicen a los
niños como escudos». Zubeldia ha deslizado un precipitado «quizá», pero también
acaba de decirnos lustros después: «Euskal
Herria es otro
mundo, vosotros nos tergiversáis». Después de mi visita, llamará a alguno de
sus compañeros para contarle lo ocurrido.
Unos días antes, Juan Lorenzo Lasa Mitxelena, Txikierdi -al menos seis asesinatos y un
secuestro-, abría personalmente la entrada de su casa en Rentería.
Opinión:
Solo hablaré de uno de los etarras que aparecen en
esta segunda entrega, el tal Zubieta Zubeldia. El mismo asesino que se libró de
ser acusado de participar en el atentado contra los policías que iban a cubrir
la seguridad de un partido de futbol en diciembre de 1990 en Sabadell. Seis
fueron asesinados. Y digo que se libró porque no pudimos probar que estuviera en
el lugar de los hechos, ni siquiera que participara en la preparacion de ese
acto criminal durante su estancia en tierras catalanas.
Pero con el atentado de Vic no tuvo tanta “suerte”....
sus pantalones defecados hasta los tobillos podrían servir como “ejemplo” de su
valentía al ser detenido.
Pero no podemos olvidar un dato importante: todos
estos asesinos se vieron beneficiados por el Código Penal de 1973 al haber
atentado antes de la modificación de 1995. Serían solo siete años mas de
condena, una minucia comparada con el dolor causado pero al menos no se habrían
podido acoger a unos beneficios que se iniciaron en la legislación de la
dictadura tardofranquista.
Ah, el abogado que le preguntó a Zubieta Zubeldia y
recibió esa repugnante respuesta fue mi amigo Jose María Fuster-Fabra. Estuve
en su primer juicio en 1993 (precisamente el del atentado de Vic fue su estreno
como abogado de la antigua AVT) y en el último hace poco mas de dos años. A
cada uno lo suyo.
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