07 septiembre 2016
El muerto,
muerto queda
Con
'Patria', Fernando Aramburu ha escrito su obra más ambiciosa sobre el tema de
las víctimas de la violencia en Euskadi
Al nacionalismo, como a toda ideología esencialista, le disgustan los
matices y las medias tintas: se es o no se es, 'tertium non datur'. Y cuando
esa frontera discriminatoria define los territorios impalpables del ellos y el
nosotros, la sociedad donde eso ocurre se corrompe moralmente. Esa adulteración
de la vida vecinal y familiar la retrató con coraje ético y acierto literario Fernando Aramburu en los cuentos de 'Los peces de la amargura' (2006)
y en la metaficción 'Años lentos' (2012), pero era evidente que, con todo y ser libros
espléndidos, constituían aproximaciones a esta obra mayor que es 'Patria'.
La
novela penetra en las entrañas tumorales de la sociedad vasca, en la acción
corrosiva del fanatismo, en su capacidad para destruir el pensamiento racional
y deshacer el más robusto vínculo de amistad; 'Patria' escarba en el estremecedor
dogmatismo que reclama sumisión y
sangre, en la grieta movediza que divide y fractura una comunidad, en el
ejercicio inhibitorio de una maldad consentida, en la complicidad del silencio.
Aramburu no ha querido dejar fuera de su foco narrativo ninguna posición (de ahí
el proteísmo coloquial de su narrador, que asume todas las voces) ni ningún
aspecto de esa sociedad enferma, y por eso están aquí los curas que
melifluamente alentaron los crímenes, las herriko tabernas como clubes de
promoción de la violencia abertzale, el rechazo perverso de los familiares de
víctimas, lo mismo que aparecen los policías chulescos o las torturas en el
cuartel de Intxaurrondo o los efectos de la política penitenciaria de
dispersión geográfica. Y aun siendo fiel a esa compleja maraña de circunstancias,
la novela rehúye la equidistancia y distingue con claridad entre
victimarios y víctimas, entre quien detona los explosivos y quien ha perdido su vida
haciendo la compra en Hipercor.
Por un malentendido
Para
ofrecer este panóptico novelesco, Aramburu ha centrado su relato en dos
familias, la de Bittori y Txato, y la de Miren y Joxian, unidas
por una amistad antigua que se erosiona cuando aparecen rumores y pintadas que
acusan al Txato de traidor. Que el motivo sea el no pagar a ETA la suma que le
impone como impuesto revolucionario y que todo sea un malentendido apenas es
una ironía siniestra. Desde el principio sabemos que el Txato fue asesinado y
que su esposa Bittori y sus hijos Xabier y Nerea tuvieron que marcharse del
pueblo como si, en lugar de víctimas, fueran reos de algún ignoto delito. Miren
radicalizó sus convicciones abertzales desde que su hijo Xose Mari ingresó en
ETA, en tanto Joxian, atenazado por la cobardía, no osa discrepar del acoso que
sufre su amigo Txato. Sus otros hijos, sin embargo, Gorka y sobre todo la
admirable Arantxa, han logrado desprenderse de las cadenas de fanatismo materno
y de la mansedumbre de su padre y no vacilan en calificar de criminales a
quienes, como su hermano, han sembrado de cadáveres la supuesta lucha por
Euskal Herria. Todo eso lo sabemos en los breves capítulos que alternan escenas
del pasado y del presente, cuando ETA ya ha anunciado el abandono de las armas
y Bittori ha decidido volver a su casa de siempre, al pueblo del que la
expulsaron, y exigir por carta a Xose Mari, en la cárcel y miembro del comando
que mató a su esposo, que le pida perdón. Nada más que eso, perdón, para morir
en paz.
Aramburu ha hecho lo que
nadie se había atrevido a hacer aún: una novela sobre las víctimas sin
componendas ni reservas.
Opinión:
Parece que desde que la banda terrorista cesó en su “actividad armada”
se ha abierto la etapa de hablas de las víctimas en el mundo de la cultura y, en un paso más allá, llega el momento de hablar de la sensibilidad y los sentimientos que se
presuponen entre víctimas y victimarios, entre afectados y terroristas.
Otro libro, otra “ambiciosa obra sobre las víctimas de Euskadi” con un
argumento tan rebuscado (como la gran mayoría) que ni siquiera me voy a
molestar en comentar.
Lo que no entiendo es esa mezcla de “las víctimas de Euskadi” y “quien ha
perdido la vida haciendo la compra en Hipercor”. ¿Significa eso que las
víctimas de ese atentado somos víctimas “de” Euskadi? ¿Es que Euskadi es el o
la responsable de lo ocurrido? Quizás es que después de 29 años hay una versión
de que la culpable no fue la banda ETA sino Euskadi. O simplemente es que hay
quien no sabe expresarse.
Si se va a hablar del atentado en Hipercor, algunos deberían aprender
a hablar con víctimas de ese atentado para tener una idea aproximada de lo
sucedido. Pero si alguien lo hace, que lo haga con víctimas de verdad y no con las que sólo tenían el coche aparcado en el parking y se inventan heridas que jamás han sufrido.
Y eso de que “nadie se ha atrevido a hacer una novela sobre las
víctimas sin componendas ni reservas”… con todo respeto “Pido la palabra”.
Quien quiera ya me entenderá.
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