20 octubre 2021
La memoria inclusiva como antídoto
Jordi Mercader
ETA se acabó sin una posterior reflexión en profundidad de la clase política, solo unas meritorias novelas, películas y documentales que ayudan a consolidar una normalidad con tendencia al olvido Jordi Mercader Gorka Landaburu, víctima de ETA, ha dicho estos días de conmemoraciones por la rendición de la banda terrorista hace diez años que de las calles del País Vasco «han desaparecido las miradas de odio».
Vivir sin odio, sin muertes, sin miedo, sin rencor es lo propio de una sociedad democrática madura y en paz consigo misma. Actualmente, a las generaciones que no vivieron la larga etapa del terror les parecerá una obviedad, pero durante 50 años no lo fue. Las razones de tal excepcionalidad no deberían evaporarse en el olvido por muy atractiva que parezca tal predisposición. El lendakari Urkullu considera imprescindible crear una memoria inclusiva de lo sucedido. Está en línea con lo repetido por el gran protagonista del momento, el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero: «Somos una democracia sin terrorismo, pero con memoria». O deberíamos serlo. Para alcanzar esta memoria inclusiva no basta con un lacónico «nunca debió haberse producido», aunque la frase de Arnaldo Otegui tenga su valor siendo pronunciada por quien la pronunció. Tal vez hagan falta unas décadas más para asentar las causas del monstruoso error de abrazar la violencia para alcanzar un objetivo político, así como para desentrañar las razones y las confusiones de la red de complicidades y silencios que pudieron alentar tal error o, como poco, retrasar el final de la tragedia. Los interrogantes son mucho más numerosos que las certezas en toda esta historia, incluido el desenlace de rendición y el momento en el que se materializó.
¿Cómo es posible que durante 30 años nadie fuera capaz de hacer entender a ETA que la violencia terrorista no doblegaría a un Estado democrático y de derecho? Cierto que dicho Estado cayó en sus propios errores buscando atajos ilegales para acabar con la pesadilla, pero el propio sistema castigó a los responsables y recondujo la situación. Al final, el Estado que se pretendió derrotar salió fortalecido del desafío. Zapatero ha declarado estos días que las negociaciones no contemplaron «contrapartidas políticas, solo entrega de armas y futuro de los presos».
El planteamiento del Gobierno socialista permite pensar que ETA ya estaba muy debilitada cuando se sentó a dialogar, bien fuere por la persecución policial, por las dificultades de seguir extorsionando para financiarse, por la cooperación internacional o por el alejamiento de la izquierda independentista y la ruptura política y emocional de parte de la sociedad vasca con los postulados radicales, incluidos los nacionalistas asustados por las consecuencias institucionales del fracaso del plan Ibarretxe. Entonces, ¿cuándo empezó realmente el fin de ETA? O, mejor dicho, ¿cuándo los terroristas se dieron cuenta de la inevitabilidad de su derrota, un final muy diferente al que les mantuvo disparando y colocando bombas durante 50 años? Es un misterio por esclarecer. En todo caso fue el resultado de un proceso cuyos detonantes solo se intuyen. Se antoja tenebroso siquiera plantearse que ETA persistió en causar dolor teniendo conciencia de que su único objetivo era paliar la suerte de sus presos.
De las muchas teorías formuladas con anterioridad al abandono de las armas por parte de la organización terrorista sobre cómo sería su final, ninguna se aproximó a lo sucedido en esta última década. Ni se transformó en una simple mafia de supervivencia de los más intransigentes, ni prosperó su protagonismo en la construcción nacional del País Vasco como hizo temer por algún tiempo el Pacto de Estella. ETA se acabó sin una posterior reflexión en profundidad de la clase política, solo unas meritorias novelas, películas y documentales que ayudan a consolidar una normalidad con tendencia al olvido. Ni siquiera ha sido posible que en el Congreso de los Diputados se celebrara la primera década de paz en Euskadi en medio siglo como se merece. La instrumentalización del pasado en beneficio de la política del presente es una tentación demasiado fuerte para algunos y este es el mayor peligro que deberá superar el propósito de la creación de la memoria inclusiva, primer paso para elaborar las pertinentes lecciones para el futuro, advertencias para los aprendices de brujo. n Los interrogantes son mucho más numerosos que las certezas en toda esta historia, incluido el desenlace de rendición y el momento en el que se materializó
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