29
diciembre 2019
Terrorismo
Pilar Rahola
Pilar Rahola
La
banalización del terrorismo perpetrada por múltiples voces del Estado –de
jueces a fiscales, de políticos a periodistas- para atacar al independentismo
ha vuelto a quedar en evidencia, esta vez a raíz de la puesta en libertad de
los CDR detenidos en septiembre.
Una
vez más, y negada toda voluntad de resolver el conflicto catalán a través de
las vías políticas, el todo vale para defender la unidad de España se ha
impuesto más allá de la responsabilidad y de la cultura democrática. Y así, por
la vía de intentar frenar al independentismo “por lo legal o por lo criminal”,
que diría el ínclito vocero de las cloacas, los defensores de la unidad patria
han minimizado, manoseado y abusado de algo que nunca debería ser munición de
combate político: la grave lacra del terrorismo. Si hubo un tiempo en que todo
era ETA, ahora todo es terrorismo, hasta el punto de que ha habido líderes que
han asegurado que lo de Catalunya era peor que lo de Euskadi en los años
negros. Es decir, lo mismo poner urnas que matar a 800 personas, y de ahí a
convertir la desobediencia en violencia y las acciones de protesta en
terrorismo no quedaba ningún paso. Lo peor es que ese uso irresponsable del
terrorismo, para criminalizar la protesta independentista, se ha hecho a pleno
pulmón y con plena conciencia, estresando los límites legales, amparados por la
impunidad de un pensamiento crítico que, respecto a Catalunya, ha desaparecido
en España. Como dicen que espetó un conocido líder socialista, entre salvar la
democracia y salvar la unidad, “salvemos la unidad, y luego ya arreglaremos la
democracia”. Es la estrategia del ganar tiempo por la vía del desgaste que
Sunzi verbalizó en su famoso El
arte de la guerra: “Cansa a los enemigos manteniéndolos ocupados y no
dejándolos respirar”. Y así fue como, a las puertas de conocer las sentencias
contra los líderes catalanes, y con los nervios a flor de piel, se armó una
descomunal causa del terrorismo contra unos CDR, a pesar de que la falta de
evidencias era igualmente descomunal. Pero el mecanismo ya estaba montado: los
CDR no eran pueblo indignado, sino terroristas en ciernes; el president Torra,
que defendía sus protestas, un apologista de la violencia; y si el president
defendía a los CDR y representaba a un Govern independentista, blanco y en
botella, todo el independentismo caía en el saco de la sospecha violenta. Un
burdo montaje que, a pesar de su inconsistencia, sirvió para “cansarnos y
mantenernos ocupados”. Es lo dicho, “ya arreglaremos después la democracia”.
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