29 diciembre 2019
La tentación de apretar el gatillo
Lluís Uría
“A las víctimas tengo que reconocerles la injusticia y el
daño que les causamos. Y luego, agradecerles la generosidad. Porque la
generosidad de las víctimas ha sido bestial… Que no llegara nadie a la
venganza, eso es un milagro. Si no, hubiera sido una guerra civil. Estuvimos a
punto de que lo fuera. No lo fue porque las víctimas renunciaron a la
venganza”. Quien habla así es un antiguo etarra, Jon Aldalur, miembro del
comando de ETA que en 1976 secuestró y asesinó al empresario Angel Berazadi. Su
estremecedor testimonio contribuye –junto al de muchos otros, a dibujar el
impresionante fresco de Zubiak, el final del silencio, la monumental serie de Jon
Sistiaga sobre la organización terrorista vasca. Todos aquellos nacionalistas
que se sienten fascinados por la lucha armada de ETA –que los hubo, los hay y
los habrá- deberían verla para comprender la inmensidad de la tragedia que
sacudió al País Vasco.
En sus sesenta años de historia, ETA asesinó a cerca de 900
personas, mientras que los muertos en campo etarra –por las fuerzas de
seguridad o el terrorismo de Estado de los GAL- fueron cerca de un centenar.
Pudo haber sido peor. Si, como reconocía Jon Aldalur, las víctimas se hubieran
revuelto contra los verdugos –sabían donde golpear, en Euskadi todo el mundo se
conoce-, hubiera habido una violenta confrontación civil.
Es lo que sucedió en Irlanda del Norte. Las luchas que se
sucedieron en la provincia británica durante los treinta años del periodo
conocido como The Troubles (1968-1998) entre católicos
republicanos y protestantes unionistas –con el IRA por un lado y grupos
paramilitares lealistas por el otro-, dejaron un reguero de más de 3.600
muertos. El Acuerdo de paz del Viernes Santo, firmado en abril de 1998, puso
fin a la confrontación, pero la fractura entre las dos comunidades permanece.
Aún hoy perviven –en Belfast y otros lugares- un centenar de los llamados Muros
de la Paz , que
separan a los barrios católicos y protestantes, y que son cerrados a cal y
canto por grandes portalones de hierro durante la noche. Con hasta siete metros
de altura, coronados de cámaras de videovigilancia y alambradas de espino, son
una cicatriz abierta del conflicto. (Quienes en Catalunya, por cierto, importaron
con alegre insensatez la jerga propia del Ulster adquirieron una grave
responsabilidad: todo empieza siempre por palabras).
La paz del Viernes Santo, ratificada mayoritariamente en
referéndum en las dos Irlandas, permitió la recuperación del gobierno autónomo
en Irlanda del Norte, compartido por unionistas y republicanos –nunca se
valorará suficientemente el coraje que demostraron los dos antiguos enemigos,
Ian Pasley y Martin Mcguiness, ya desaparecidos, para acallar las armas- y
abrió por primera vez la posibilidad de una reunificación de la isla, a través
de una consulta, a partir del momento en que se intuyera la existencia de una
mayoría clara.
La frágil arquitectura de la paz, sin embargo, amenaza
ahora con el colapso. Con el gobierno autónomo suspendido de facto desde 2017
–el ejecutivo cayó por un asunto de corrupción y ambos campos no han logrado hasta
ahora superar sus desavenencias-, los resultados de las negociaciones del
Brexit y de las recientes elecciones legislativas británicas han abierto un
periodo de incertidumbre y desasosiego.
Irlanda del Norte, al igual que Escocia, votó contra la
salida del Reino Unido de la Unión Europea
y, desde entonces, el temor a que la reimplantación de una frontera física entre
las dos Irlandas arruinara el proceso de paz ha atormentado a unos y a otros. Al
final, y para zozobra de los unionistas, el acuerdo alcanzado por el Gobierno
de Boris Jonson con Bruselas deja provisionalmente a Irlanda del Norte bajo los
parámetros regulatorios de la UE
e implicara en la practica la instauración de una frontera invisible –pero real,
puesto que habrá controles aduaneros- en el Mar de Irlanda, entra la provincia
y Gran Bretaña.
Para añadir leña al fuego, las elecciones del 12 de
diciembre al Parlamento británico dieron por primera vez la victoria a los
republicanos (Sinn Fein y SDLP, con nueve diputados) frente a los unionistas
(el DUP obtuvo siete), algo nunca visto desde la partición de la isla en 1921. Circunstancia
que ha llevado ya a algunos a pedir u referéndum de independencia para unirse a
la Republica
de Irlanda. Un poco precipitadamente, todo hay que decirlo, puesto que en voto
real los unionistas (42%) siguen por delante de los republicanos (37%).
En medio de toda esta inseguridad y efervescencia, hay
indicios preocupantes sobre el riesgo de un retorno a la violencia. El segundo
informe de la Independent Reporting
Comisión (IRC), del 4 de noviembre, constata que la actividad de los grupos
paramilitares, de un lado y del otro, ha aumentado en el último año y advierte
que la situación es “seria y preocupante”.
En el campo de los “disidentes republicanos” se cuentan
cutro atentados con explosivos –entre ellos, un coche bomba frente a la corte
de justicia de Londonderry-, siete heridos por arma de fuego y una víctima
mortal: la periodista Lyra McKee, muerta accidentalmente en abril en Creggan
cuando un miembro del New IRA –organización creada en 2012- disparó contra
agentes de la policía. En el campo de los “paramilitares lealistas” se cuenta
también una víctima mortal – Ian Ogle, apuñalado en enero en Belfast-, cinco
heridos y un ataque con explosivos.
Lo más inquietante no son las acciones violentas en sí
mismas –de hecho, desde el Acuerdo de Viernes Santo hace más de veinte años, no
han cesado nunca del todo y ha habido casi 160 muertos-, sino el nuevo ambiente
que las propicia. El líder de la formación republicana Azorad (“liberación”),
creada en el 2016, que rechaza el Acuerdo de Viernes Santo y pasa por ser el
brazo político del New IRA, Brian Kenna, hizo en agosto unas alarmantes
declaraciones en las que juzgó que la vía de las armas “es inevitable”. “Legítima”
empiezan a considerarla también en las filas lealistas, que en las últimas
semanas han organizado reuniones a lo largo de todo el territorio, con la participación
de jefes de los grupos paramilitares, para estudiar cómo responder al abandono
de Londres.
Tales voces amenazan con encontrar eco especialmente entre
los jóvenes, en una historia mil veces repetida. Jon Aldalur era muy joven –“acababa
de cumplir 18 años, teníamos un romanticismo exacerbado”,- cuando se sumó a
ETA, seducido por “el enconamiento de la violencia”. En una entrevista
realizada por Channel 4 en octubre, un
portavoz del New IRA reconoció que la mayoría de militantes de su organización también
so son: “Nacieron después de 1998” .
Nunca vivieron los Troubles. Ni saben
los muertos que costó la paz.
Opinión:
Leer el artículo de Lluís Uría me ha causado un contraste
de opiniones.
Por un lado, es uno de los mejores artículos que he podido
leer desde que me interesa conocer el problema del terrorismo en Irlanda, como
consecuencia de haber sufrido el atentado en Hipercor el 1987 y descubrir que
había muchos analistas, especialistas y más palabras acabadas en “istas” que
decían que el problema del terrorismo de ETA y del IRA tenían connotaciones y
orígenes muy comunes. Es evidente (al menos a mí me confirma en mi criterio)
que el terrorismo en Irlanda tiene unos orígenes RELIGIOSOS innegables mientras
que el terrorismo de ETA en España tiene un origen más bien territorial y de
imposición de una ideología política, sin que la religión sea una de las principales
cuestiones a discutir o imponer.
Además, Lluís Uría proporciona una serie de datos que
muestran la enorme diferencia entre un terrorismo y el otro. Mientras que tras
la declaración de “paz” en Irlanda han continuado ocurriendo atentados y dos
muertes, en el caso del terrorismo etarra no hemos tenido que lamentar ninguna
víctima desde octubre de 2011… y aunque es cierto que todavía quedan muchas
consecuencias por solucionar, no es menos cierto que si en ese octubre de 2011
nos hubieran dicho que a finales de 2019 no habría habido ningún atentado
etarra, seguramente “casi” nadie nos lo hubiéramos creído.
Por otro lado, le agradezco a Lluis Uría el agradecimiento
que envía a “LAS” víctimas aunque está equivocado. Desgraciadamente no somos “LAS”
víctimas las que hemos sido generosas sino un enorme grupo de víctimas
comparativamente hablando en relación con aquellas que o bien han mostrado
enormes momentos de rencor, venganza y desprecio o bien se han aprovechado para
obtener enormes beneficios personales, económicos, jurídicos y hasta políticos del
dolor que SI hemos sufrido otras víctimas reales. En el trabajo de Jon Sistiaga
hay algún que otro ejemplo.
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