lunes, 4 de octubre de 2021

03 octubre 2021 Diario Vasco

03 octubre 2021 


 

El día que ETA intentó matarme

'Todos los futuros perdidos' | Eduardo Madina y Borja Sémper bucean en sí mismos, hacen memoria y hablan de política alejados hoy de ella en su libro de conversaciones por el décimo aniversario del final del terrorismo

Cae la tarde en el invierno que coquetea ya con la primavera y el silencio se adensa hasta hacerse audible entre la madera y la piedra del centenario caserío Lekunberri, erigido en un mar de verdes a diez kilómetros de Mondragón. Eduardo Madina y Borja Sémper llevan horas desgranando -contándose a sí mismos, el uno al otro y a quienes les leerán- cómo transformó sus vidas la duradera, tenaz e implacable amenaza de ETA a la que los terroristas pusieron fin hace una década, el 20 de octubre de 2011. Los dos políticos que ya no están en política, alejados hoy del PSOE y del PP en nombre de cuyas siglas soportaron la persecución y el espanto de la muerte por la fuerza, van colocando los ladrillos del relato que ha de desembocar -ambos lo saben- en este momento. El perturbador instante en el que es preciso mirar de tú a tú a la memoria y diseccionar el día, los días, en que ETA los convierte en supervivientes. Porque apenas los hay de un coche bomba como el que está a punto de matar a Madina el 19 de febrero de 2002 mutilándole la pierna izquierda. Tampoco de los dos intentos de darle «matarile» de los que las fuerzas de seguridad informan a Sémper. Dos de los que haya constancia.

Los relatos bucean en la oscuridad, en el dolor, del recuerdo. La desnudez de las palabras, cinceladas por una emoción que no llega a desbordarse, conmueve y abruma en medio de la penumbra y el perceptible mutismo que envuelven el diálogo. Haber sobrevivido para poder contarlo.

-Eduardo Madina: (En las horas posteriores al atentado) entro en un plano de lucidez que no había visitado nunca. De hecho, he querido regresar ahí en otros momentos posteriores y no he sido capaz. En el hospital veo las cosas con una amplitud que no he vuelto a alcanzar en ningún otro momento de mi vida. Lo identifico, lo racionalizo y lo enfrío muy pronto. Lo hago consagrándome a una idea: mis días van a ser míos. Solo será de ETA el 19 de febrero de 2002. Encapsulo en esa idea el atentado y por ahí encuentro un camino. Y lo veo con luz (...). Es curioso, jamás he estado tan mal y, a la vez, jamás he tenido tanta capacidad para mirar de frente unas circunstancias tan difíciles.

-Borja Sémper: Yo siempre he intentado expulsar a la gente que quiero de mis problemas con ETA (...). Pienso que si les cuento a mis padres que han querido matarme, les provoco más carga y más sufrimiento. Esa decisión es muy firme, la llevo hasta sus últimas consecuencias. Me equivoqué (...). Respondo con agresividad, los expulso de este tema con cierta dureza. No creo que, en este caso, estuviera a la altura de la relación con mis padres. Entonces no soy consciente del dolor que ellos soportan y que solo he comprendido una vez que yo he sido padre: lo que supone el miedo ante el riesgo de padecimiento de un hijo.

Estos dos fragmentos, distantes varias páginas entre sí pero enlazados ambos en una historia compartida, laten en 'Todos los futuros perdidos', el libro que recoge tres días de conversaciones en el caserío junto a Mondragón con el que la editorial Plaza y Janés ha reunido a Madina y Sémper por el aniversario del cese definitivo de ETA. El volumen, que se presenta este jueves en Madrid como preludio de su paso por Euskadi y cuya gestación ha dado lugar también al documental 'Impuros', hace memoria de todas las vidas arrebatadas por la violencia terrorista o cercenadas en su plenitud por ella. Pero también de los 'futuros ganados' por el compromiso democrático y la entereza del Estado de Derecho que empujan a ETA a cerrar sin precio medio siglo de horror y de horrores.

La altura salvadora

Las conversaciones, cuyo contenido adelanta este suplemento, arrancan con la remembranza de ese día imborrable, ese 20 de octubre de 2011, con aquellas horas inaugurales «de puta madre» en las que Madina y Sémper vuelven a salir a la calle, tantos años después y como tantas otras víctimas, con la certeza esta vez de que podrán regresar a casa sanos y salvos. «Es otra vida la que nace en cuanto desaparece la posibilidad de que te maten», constata el exdirigente socialista, quien hasta entonces había acudido «a más funerales que conciertos». Eliot es el único de los tres hijos de Sémper que viene al mundo sin los escoltas teniendo que proteger a su padre en el paritorio.

Contemplándole mal sentado, con su 1,91, en el sillón que será su acomodo durante estos tres días de confidencias, emociones y política, es posible imaginarse cómo Madina salva milagrosamente la vida cuando la bomba lapa que ETA ha adosado a los bajos de su Seat Ibiza negro estalla en el trayecto entre su domicilio en Bilbao y su trabajo en Trapagaran. Es la altura, la suya, la que evita que sea asesinado en el acto. Madina está persuadido de ello. De que hoy estaría muerto si midiera un par de palmos menos y si hubiera conducido más pegado al volante. El exdiputado lo va desgranando con templanza casi de forense. Cómo logra salir del vehículo a rastras, ensangrentado, siendo consciente desde ese mismo momento de que ETA ha intentado matarle y de que seguramente va a quedarse sin pierna. Cómo pide auxilio a un viandante espantado. Cómo los médicos y esa lucidez que ya nunca ha vuelto a sentir tan poderosa le devuelven a la vida que los terroristas han pretendido arrebatarle. Cómo sus primeros guardaespaldas le aguardan apostados en la puerta de la habitación del hospital. Durante meses, a Madina le invade un miedo irrefrenable: que los etarras opten por regresar para rematarle. En el comando luce galones Alex Akarregi, un antiguo compañero de instituto. Esos años de adolescencia en la Euskadi del terror que son como «una nube negra» en la memoria de Madina.

Sémper también conoce a Iratxe Sorzabal, vecina de Irun como él. La terrorista que leyó hace diez años, encapuchada junto a David Pla e Izaskun Lesaka, el comunicado definitivo con el que ETA bajó la persiana de los asesinatos, el hostigamiento y la extorsión. La terrorista que un día se le coloca al lado, casi codo con codo, en la facultad de Derecho sin que él se percate -las fuerzas de seguridad se lo desvelarán después- de que está a punto de desencadenarse el plan para asesinarle. Es el comando el que acaba desistiendo, sin que se sepa muy bien por qué. A sus integrantes no les da tiempo de preparar el atentado de nuevo, lo impide su detención. Al cabo del tiempo, otra operación policial evita que los seguimientos de ETA culminen de la peor manera posible contra él. Sémper pregunta. Quiere saber «cuál es el guion que han escrito otros» -los terroristas- sobre su vida. A veces hoy, sin obsesionarse con ello, fantasea con qué le respondería Sorzabal ante el interrogante desprovisto de adornos, seco como un disparo, de por qué un ser humano decide matar a otro ser humano.

Un episodio en casa de sus padres termina de persuadir a Sémper de que tiene que alejarse, irse a vivir solo, para no ponerles en peligro. Un escolta le ha enseñado por cuenta propia cómo se monta un arma. Una de las decisiones que toma el expresidente del PP de Gipuzkoa cuando abandona el domicilio familiar es «incorporar a mi vida algo que se encuentra muy alejado de mí. Duermo con una pistola encima de la mesilla». Sémper jamás la ha portado en la calle. Pero en esos años de zozobra y angustia se convence de que en su casa, en su nuevo hogar en soledad, es él quien se «tiene que defender». A Eduardo Madina, ETA le trunca su amor por el deporte -jugaba en el equipo de voleibol de la Universidad pública vasca- y le deja huérfano de madre, víctima de un infarto, diez meses después del atentado. La condena a sus autores dictada por la Audiencia Nacional sentencia que hubo 'causa-efecto', que la víctima en diferido de la bomba lapa contra Madina fue la mujer que le había dado la vida.

No hay amargura en 'Todos los futuros perdidos', tampoco el odio que el exdirigente socialista se esforzó en sentir tras su atentado sin conseguirlo y que Sémper superó por su propio bien y el de los suyos. El libro es un homenaje a los caídos y a los resistentes, a los pacifistas de primera hora y a los escoltas orillados en la Euskadi liberada hoy del terror. También un viaje por la indiferencia social atravesada por el miedo -«el gran protagonista de toda esta historia»- y por el tablero político en el que la izquierda abertzale se desempeña ya como si no hubiera un pasado.

Madina y Sémper hacen memoria de ese tiempo tenebroso, pero también de la que arraiga en el presente y de la pendiente para el futuro. No hay clemencia en el diagnóstico: uno y otro alertan del riesgo del olvido y de la tergiversación de la verdad ante «la falta de un liderazgo institucional compartido» tras el cese concluyente de ETA. Pero sí hay esperanza. Esperanza en que sus hijos no conozcan otra cosa que la libertad.

 

 

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