La
mente del terrorista
Para hacer frente al terrorismo de manera efectiva es necesario llegar a
comprender los múltiples factores que lo componen. Uno fundamental concierne a
la conducta de quienes lo perpetran
Si bien a lo largo de la historia han
existido grupos que se expresaron a través de la violencia extrema, en los
últimos tiempos diferentes comunidades se vieron conmovidas y golpeadas por
sorpresivos ataques contra personas que caminaban por la calle, disfrutaban de
un recital o estaban en sus oficinas trabajando. Los actos terroristas amenazan
a las sociedades contemporáneas al atentar contra la integridad física de sus
miembros y de las instituciones sociales y al intentar propagar el miedo y la
intolerancia. En la definición que propone Alexander Schimid, director del
Centro de Estudios sobre Terrorismo y Violencia Política de la Universidad de
St. Andrews, el terrorismo es un método productor de ansiedad basado en la
acción violenta cuyo motivo es idiosincrático, criminal o político, en el cual
el blanco directo de la violencia, generalmente personas elegidas al azar, no
es el blanco principal, sino meros generadores de un mensaje hacia otros.
El atentado contra la embajada de Israel
y la AMIA en Argentina, el de las Torres Gemelas en Estados Unidos, el de
Atocha en España y el del concierto de Ariana Grande en el Manchester Arena de
Inglaterra son algunos de los tantos hechos dramáticamente resonantes de los
últimos años. Y, lo sabemos, más recientemente, no solo estas acciones
violentas no cesaron, sino que se profundizaron a través de nuevos mecanismos.
Por eso, para hacer frente al terrorismo de manera efectiva es necesario llegar
a comprender los múltiples factores que lo componen. Uno fundamental
concierne a la conducta de quienes lo perpetran. Más allá de cualquier
fundamentalismo, los atentados lo llevan adelante personas. Aunque, ni la
biología ni la cultura explican por sí solos estos fenómenos, son necesarias más
investigaciones científicas sobre estos comportamientos para implementar
programas que los contrarresten basados en evidencia. Resulta clave
preguntarnos: ¿por qué alguien puede llegar a este tipo de ideas extremas o
fanatismo? ¿Cómo una persona es capaz de infringir actos tan dañinos sobre
otros seres humanos en nombre de una idea superior u otros imperativos morales?
¿Cómo logran los líderes terroristas reclutar a miles y miles de jóvenes? ¿Qué
puede hacerse para ayudar a estos jóvenes a salir de estos grupos? Estas son
algunos de los interrogantes que múltiples disciplinas que estudian la conducta
humana y las dinámicas de grupos como las ciencias cognitivas y la psicología
social buscan responder. Comprender los procesos mentales subyacentes (por ejemplo,
la cognición moral, la cognición social, las funciones cognitivas) de estas
personas podría contribuir a comprender y, eventualmente, evitar ese
comportamiento pernicioso.
En principio, debemos aclarar que las
personas que realizan actos terroristas son muy heterogéneas entre sí; esto, en
parte, contribuye a que no haya una única teoría que dé cuenta de todas las
manifestaciones del terrorismo. A diferencia de lo que suele creerse, las
investigaciones señalan que la gran mayoría de ellos no padece enfermedades
mentales. Es decir, no se trata de psicópatas, ni sociópatas, ni sádicos, ni
psicóticos, ni tienen un trastorno antisocial de la personalidad. Por el
contrario, los datos relevados en numerosas entrevistas y evaluaciones sugieren
que se trata de personas racionales que saben y creen en lo que hacen, que
evalúan los costos y beneficios de sus actos y en un contexto particular
deciden que el terrorismo es una opción.
Dos investigaciones clásicas de las
décadas del sesenta y del setenta dieron cuenta de que incluso personas
estables y socialmente adaptadas pueden llegar a cometer actos violentos sobre
otras en determinadas circunstancias. El famoso trabajo de Stanley Milgram
sobre obediencia a la autoridad mostró que las personas sanas eran capaces de
administrar descargas eléctricas dolorosas a otros “en beneficio de la
ciencia”, cumpliendo así las órdenes del investigador, a pesar de que esa
conducta fuera en contra de sus valores (vale aclarar, para quien no conoce el
experimento, que el mismo no se realizaba con descargas eléctricas reales, sino
que se trataba de una simulación que los participantes desconocían). Otra
investigación conocida es la dirigida por Philip Zimbardo, el llamado
“experimento de la cárcel de Stanford” (sobre el que luego se realizaron
películas como El experimento, protagonizada por Adrien Brody
y Forest Whitaker). En este estudio se intentó reproducir las condiciones de la
vida en la cárcel. A algunos participantes se los incluyó dentro del grupo de
los guardias y a otros, de los internos. Fue tal la violencia que se desató que
se debió suspender la investigación. Así, se evidenció que quienes tomaban el
papel de guardias tendían a humillar y abusar de los que actuaban de presos.
Todos estos datos sugieren que las respuestas a las preguntas sobre el
terrorismo deberían buscarse especialmente en las características de las
dinámicas de grupos, es decir, en factores sociales sumados a los individuales.
Tendemos a pensar la moral como algo universal pero hay factores
socioculturales y de contexto que hacen que la conducta moral cambie.
Las dinámicas de grupos tienen un rol
crítico en el proceso en el que una persona adopta los valores y objetivos del
grupo terrorista y busca lograrlos a través de medios violentos. Pero, ¿por qué
una persona es profundamente influenciada por las presiones grupales y otra no?
La identificación con los miembros del grupo y la desidentificación de las
personas que no pertenecen a ese mismo grupo parecen ser aspectos centrales que
interactúan para generar que alguien siga las presiones de un grupo o líder,
hasta llegar al extremo de la violencia sobre su semejante. Además, la
seguridad de quienes no pertenecen al grupo deja de ser vista como una
responsabilidad personal. Los grupos terroristas brindan a sus miembros un
sentimiento de identidad, pertenencia y empoderamiento, y sus líderes
constituyen fuente de inspiración y gozan de voz autorizada y prestigio. De
hecho, se ha observado que los líderes terroristas no siempre organizan los
ataques directamente ni obligan a los miembros del grupo a llevarlos a cabo,
sino que son estos últimos quienes encuentran formas individuales y originales
de servir a los intereses grupales. Y esta atomización de las iniciativas
parece ser otra de las razones por las que el terrorismo resulta tan difícil de
erradicar.
Otro factor clave en la influencia de
los líderes terroristas -y su capacidad de captar nuevos miembros- tiene que
ver con la reacción de sus oponentes. Por ejemplo, el hecho de que, en
respuesta a ataques terroristas, un país persiga y trate con sospecha a quienes
profesan una religión o pertenecen a determinada nacionalidad crea una cultura
de exclusión y rechazo social. Todo esto genera un ambiente de intolerancia que
no hace más que contribuir a los objetivos de los grupos terroristas. Son las
experiencias individuales y los factores culturales y sociales los que
interactúan y se amplifican mutuamente, pudiendo dar lugar a la radicalización
extrema.
Por supuesto que no todas las personas
que sostienen ideas radicales se involucran en acciones terroristas. Es
probable que diferentes mecanismos operen de diversas maneras sobre distintos
contextos de espacio y tiempo en el proceso de radicalización y comportamiento
violento. Por ejemplo, muchos terroristas no están comprometidos con una
ideología, sino que adscriben a estos grupos por otras razones, como los
motivos económicos por ejemplo.
En una investigación de nuestro
laboratorio liderada por los neurocientíficos Sandra Báez y Agustín Ibáñez
publicada en la prestigiosa Nature Human Behavior, estudiamos a 66
exmiembros de un grupo paramilitar de Colombia. Se les hizo una extensa
evaluación, incluyendo pruebas de juicio moral, reconocimiento de emociones e
inteligencia, entre otras. En la tarea de juicio moral, se les presentaban a
los participantes historias en las que una persona infringía un daño sobre otra
de manera intencional o accidental, y tenían que decidir qué tan permisible o
no era cada acción. Los resultados evidenciaron que los terroristas basaban sus
decisiones más en el resultado de las acciones (el daño) que en la integración
entre el resultado y la intención. Esto significa que juzgaban más permisibles
los daños intencionales y menos permisibles los daños accidentales. Este patrón
de respuesta se mostró específico del grupo de exparamilitares en comparación
con personas no-criminales y con criminales no-terroristas. Las conclusiones
indican un perfil cognitivo específico que resulta coherente con su tendencia a
fijarse en ideas y metas que persiguen sin importar el medio. Nuestros
resultados también van en línea con las teorías que proponen que los
terroristas suprimen las barreras instintivas y aprendidas que previenen de
dañar inocentes, como la empatía y la conducta prosocial, probablemente en
relación con factores individuales y presiones grupales.
En este último sentido, es importante
comprender que parece ser la emoción y no la razón el camino para revertir las
conductas extremas de los terroristas. Se han descrito numerosos casos de
jóvenes reclutados para involucrarse en organizaciones terroristas cuyas
familias solicitaron ayuda y ellos lograron salir al reconectarse
emocionalmente con sus seres queridos. No debemos olvidar que la empatía, esta
capacidad que nos permite ponernos en el lugar del otro, sentir lo que siente
el otro y actuar en función de ello, es la que posibilita que una sociedad
pueda desarrollarse y sus miembros vivir en armonía. Los seres humanos no somos
mensajeros ni meros instrumentos para el logro de ningún objetivo mayor, sino
el fin último de toda ideología, de toda acción política.
Facundo Manes es doctor en Ciencias de la Universidad de Cambridge, neurólogo,
neurocientífico, investigador del CONICET y del Australian Research Council
(ACR) Centre of Excellence in Cognition and its Disorders, Presidente de la
Fundación INECO y profesor de la Universidad Favaloro (Argentina), University
of California San Francisco -UCSF-, Medical University of South Carolina (EE.
UU.) y Macquarie University (Australia).
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